El pub de Birdhoe se llamaba La Osa Mayor y su letrero mostraba las siete estrellas de la constelación. A las 12.30 el aparcamiento estaba prácticamente lleno; comer el domingo en La Osa Mayor era una costumbre muy popular en la zona, ya que no podía encontrarse otro pub en cinco o seis kilómetros a la redonda.
Jean d'Aubigny salió del lavabo de señoras situado en un rincón del aparcamiento, donde había esperado hasta que vio el terreno despejado. Por suerte seguía lloviendo, y la gente corría desde sus vehículos al interior del local, sin detenerse a hacer corrillos o a disfrutar del aire libre. El coche que le pareció más fácil de robar, aunque no necesariamente el más conveniente, era un viejo MGB verde que podía tener más de un cuarto de siglo, pero que, sin ser una pieza de coleccionista, tenía un aspecto razonablemente bien conservado. Su gran ventaja era que, debido precisamente a su antigüedad, no tendría un mecanismo de seguridad que bloqueara el volante. Jean podía superar ese tipo de mecanismo -normalmente una palanca colocada bajo uno de los puntales del volante, y una fuerte presión hacia abajo solía bastar-, pero era una operación difícil de realizar de forma discreta y silenciosa.
Una vez tomada la decisión, caminó hacia el MGB, cortó el húmedo techo de vinilo con su cuchillo, metió la mano, desbloqueó la puerta y se deslizó en el asiento del conductor. A su lado vio una chaqueta de piel de oveja que colocó sobre sus empapadas rodillas. Movió los pies y golpeó el panel situado bajo el volante. Era de plástico viejo, y la mitad crujió y saltó, revelando el tambor de metal blanco del contacto.
Mirando rápidamente alrededor para asegurarse de que nadie la observaba, arrancó los cuatro cables del fondo del tambor y los peló con su cuchillo. Sujetó el rojo -el de la ignición en sí- y tocó con él los otros en rápida sucesión. Con el tercero, el verde, el estárter cobró vida. Aislando el verde, enrolló los otros dos con el rojo. Los mandos del salpicadero ya funcionaban.
«Perfecto -se dijo-. Ahí vamos… Inshallah!»
Con cuidado, evitando las descargas eléctricas que sufriera las primeras dos veces que lo intentó, hizo que el cable verde del estárter tocase los otros tres y pisó el acelerador levemente. El MGB zumbó pavorosamente alto y Jean dio un respingo de sorpresa. Pero el ruido de la lluvia debió de amortiguar el ruido, porque ningún propietario furioso salió del pub jarra de cerveza en mano. La lluvia empezó a caer en el regazo de la chica al filtrarse por la raja del techo.
Conectó la calefacción y los limpiaparabrisas, metió la marcha atrás, soltó el freno de mano y salió del aparcamiento. Hasta la maniobra más suave parecía provocar un gruñido de protesta en el viejo deportivo, y el corazón de Jean le latió dolorosamente mientras cambiaba a primera, enfilaba la dirección de salida y giraba hacia el sur.
No por estar ya en plena carretera se sintió más segura. Creía que aquel coche era conocido en toda la región, pero la ruta parecía desierta. Supuso que la gente seguiría en el pub o encerrada en sus casas, viendo en la televisión algún partido o el culebrón del domingo.
Pasados un par de kilómetros, llegó a un punto que habían localizado en el mapa, allí donde el canal que habían aprovechado desaparecía en una especie de alcantarilla bajo el asfalto. Frenó junto a ella sin apagar el motor, y segundos después aparecieron la cabeza y el torso de Faraj. El árabe se lanzó a través de la empapada vegetación. Jean se inclinó para abrir la puerta del pasajero y Faraj le alargó la mochila negra, que ella colocó junto a la suya, frente al asiento del pasajero. Goteando copiosamente, él se acomodó en el asiento, movió las mochilas hasta dejarlas debajo de sus rodillas y cerró la puerta.
– Shabash! -exclamó-. ¡Felicidades!
Ella volvió a la carretera. El indicador de gasolina marcaba un cuarto de tanque y su breve euforia desapareció al reparar en que no podrían llenarlo en ninguna gasolinera. De momento, no se atrevió a explicárselo a su compañero. Sus sentidos estaban al mismo tiempo alertas y embotados. Parecía estar vaciándose interiormente a marchas forzadas. Era demasiado complicado.
– Bien, larguémonos de aquí -exclamó Faraj.