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Thames House, la sede del MI5, se encuentra en Millbank. Es un vasto e imponente edificio de piedra de ocho pisos, agazapado como un enorme y pálido fantasma a unos cientos de metros al sur del palacio de Westminster.

Esa mañana, como siempre, Millbank olía a vapores de diesel y a río. Ciñéndose el abrigo para resguardarse del viento cargado de lluvia, y vigilando las empapadas hojas de tres puntas en que era muy fácil resbalar y torcerse un tobillo, Liz se apresuró hacia los escalones de entrada con el bolso balanceándose de un lado al otro, empujó una de las puertas de entrada al recibidor, lanzó un rápido saludo con la mano a los guardias de seguridad de recepción y pasó su tarjeta de identificación por el control de entrada. La puerta exterior de una de las cápsulas de seguridad se abrió, entró, y por un segundo quedó herméticamente encerrada. Entonces, como si hubiera viajado años-luz en una fracción de segundo, la puerta opuesta se deslizó a un lado permitiéndole el acceso a otra dimensión. Thames House era una colmena, una ciudad interior de acero y cristal, y Liz pudo percibir un sutil cambio en su atmósfera mientras cruzaba el arco de seguridad para dirigirse al quinto piso.

Las puertas del ascensor se abrieron, giró a la izquierda y avanzó rápidamente hacia el 5/AX, la sección de los supervisores de agentes. Se trataba de una oficina grande, abierta, iluminada por fluorescentes y de aspecto ligeramente sórdido a causa de la ropa almacenada junto a cada mesa: en el caso de Liz, unos gastados vaqueros, unos Karrimor de lana negros y una chaqueta de cuero con cremallera. Su mesa estaba despejada, excepto por un terminal gris, un teléfono de tonos y una taza del FBI; la flanqueaba un armarito con una cerradura de combinación del que extrajo una carpeta azul oscuro.

– Y llegando directamente desde su casa… -susurró Dave Armstrong desde la mesa contigua, sin apartar los ojos de su ordenador.

– Por cortesía de la maldita Northern Line -terminó Liz, cerrando el armarito-. El tren estuvo detenido casi un cuarto de hora… así, sin más, en medio de la nada.

– Bueno, quizás el conductor decidiera fumarse tranquilamente un cigarrillo -apuntó Armstrong, intentando mostrar comprensión.

Pero Liz ya estaba a medio camino de la salida, sin abrigo y sin pañuelo pero con la carpeta en la mano. Mientras se dirigía a la sala 6/40, un piso más arriba, hizo una pausa en el lavabo de señoras para revisar su aspecto. El espejo le devolvió una imagen de inesperada compostura: su delicada melena castaña enmarcaba más o menos correctamente el pálido óvalo de su rostro; quizá tenía sus ojos verde salvia algo hinchados por la fatiga, pero el conjunto era resultón. Más animada, ascendió al piso superior.

La Junta Antiterrorista, a la que había pertenecido casi todo aquel año, se reunía cada lunes a las 8.30 de la mañana. La intención de las reuniones era coordinar las operaciones relativas a las redes terroristas y programar semanalmente los objetivos de inteligencia. El grupo estaba dirigido por el jefe de sección de Liz, Charles Wetherby, cuarenta y cinco años, director de los investigadores y supervisores del MI5, y oficial de enlace con el MI6, la Sede de Comunicaciones Gubernamentales y el Cuerpo Especial de la policía metropolitana, y respondía ante los ministerios del Interior y de Asuntos Exteriores si éstos así lo solicitaban. La Junta se creó inmediatamente después de la atrocidad del World Trade Center, cumpliendo con la insistente recomendación del primer ministro de que ninguna cuestión de inteligencia relacionada con el terrorismo se viera comprometida por la falta de comunicación o las guerras territoriales de cualquier tipo entre los distintos servicios. Por supuesto, nadie tuvo valor para discutírselo. En los diez años que llevaba en el servicio, Liz no recordaba tal unanimidad.

Aunque las puertas de la sala de conferencias estaban abiertas, descubrió con alivio que nadie había ocupado su lugar todavía. ¡Gracias a Dios! De ser la última en sentarse frente a la enorme mesa oval de madera noble, no habría podido resistir las miradas masculinas llenas de conmiseración machista. Junto a las puertas, una pareja del Cuerpo Especial entretenía a uno de los colegas de Liz con la noticia de portada del Daily Mirror, un asunto espeluznante que involucraba a un presentador televisivo de programas infantiles y unos cuantos chicos de alquiler, en una historia de orgías y consumo de drogas en un hotel de cinco estrellas de Manchester. Entretanto, mientras fingía leer sus recortes de prensa, el representante de la Sede de Comunicaciones Gubernamentales se había situado estratégicamente cerca de ellos, lo suficiente para poder escuchar, pero lo bastante lejos para permanecer a salvo de cualquier insinuación de lascivia.

Charles Wetherby asumía una actitud expectante frente a la ventana, con su ajustado e impecable traje de Oxford como mudo reproche al conjunto de Liz, ya que los vapores del cuarto de baño no habían obrado su esperada magia. No obstante, en sus irregulares rasgos asomaba el fantasma de una sonrisa.

– Esperamos a los del Seis -susurró, dirigiendo la mirada hacia Vauxhall Cross, un kilómetro río arriba-. Le sugiero que contenga el aliento y se arme de paciencia.

Liz intentó hacerle caso y contempló el puente Lambeth bajo la lluvia. La marea estaba alta, y el río parecía crecido y oscuro.

– ¿Ha pasado algo este fin de semana? -terminó preguntando a Wetherby, mientras dejaba la carpeta sobre la mesa.

– Nada que vaya a ocuparnos demasiado tiempo esta mañana. ¿Cómo está su madre?

– Molesta porque no hace suficiente frío -contestó Liz-. Quiere que las heladas maten las malas hierbas.

– No hay nada como una buena helada, aborrezco esta uniformidad de las estaciones. -Se atusó el cabello gris-. Parece que el Seis nos traerá alguien nuevo, uno de sus hombres de Pakistán.

– ¿Alguien que conozcamos?

– Mackay. Bruno Mackay.

– ¿Y qué se cuenta del señor Mackay?

– Es un antiguo alumno de Harrow.

– Conozco un viejo chiste sobre Harrow. Una mujer entra en una habitación donde hay tres ex alumnos de prestigiosos colegios. El de Eton le pregunta si desea sentarse, el de Winchester le ofrece una silla y el de Harrow…

– … se sienta en la silla -terminó Wetherby con una ligera sonrisa-. Exacto.

Liz volvió a concentrarse en el río, agradecida por contar con un superior con el que poder intercambiar bromas. En la ribera opuesta del Támesis vislumbraba los oscuros muros del palacio Lambeth. ¿Sabría Wetherby algo acerca de Mark? Casi seguro. Lo sabía casi todo sobre ella.

– Creo que por fin estamos todos -susurró él, mirando por encima del hombro de Liz.

El MI6 estaba representado por Geoffrey Fane, su coordinador de Operaciones Contraterroristas y por el recién llegado Bruno Mackay. Se estrecharon las manos, y Wetherby se movió por la sala en dirección a las puertas. Cada asistente tenía un resumen de los informes del fin de semana de los servicios secretos extranjeros.

Mackay recibió una ceremoniosa bienvenida a Thames House y fue presentado oficialmente al equipo. Wetherby informó que el agente del MI6 acababa de volver de Islamabad, donde era un jefe de sección muy valorado.

Mackay alzó las manos con modestia. Bronceado y de ojos grises, su traje de franela hablaba de Savile Row y le daba un toque glamuroso a aquella reunión generalmente anodina. Mientras se inclinaba hacia delante para replicar a Wetherby, Geoffrey Fane lo contempló con fría aprobación. Era obvio que había invertido ciertos esfuerzos en maniobrar para que el joven fuera incluido en el equipo.

A Liz, imbuida de la sobria y desaprobadora cultura de Thames House, Mackay le parecía ligeramente prepotente. Para un hombre de su edad, y no podía tener más de treinta y dos o treinta y tres años, era demasiado ostentoso. Su buen aspecto -bronceado profundo, mirada con un exacto tono de gris, nariz y boca esculpidas- resultaba en exceso enfático. Era un individuo que la gente indudablemente recordaría, y cada gramo de su experiencia profesional se rebelaba contra esa idea. Por un momento, y aunque manteniendo su rostro vacío de toda expresión, sus ojos se encontraron con los de Wetherby.

Cumplidas las cortesías, el grupo empezó a repasar los informes recibidos del extranjero. Geoffrey Fane fue el primero en hablar. Alto y aquilino -Liz siempre había pensado que era como una garza listada-, Fane había hecho su carrera en el Departamento de Oriente Próximo del MI6, donde consiguió una reputación de despiadada firmeza. El campo que dominaba era el SIT (Sindicato Islámico del Terror), el nombre genérico que utilizaban para grupos como Al Qaeda, la Yihad Islámica, Hamás y la miríada de grupúsculos que compartían su ideología y sus métodos de actuación.

Cuando terminó, desvió su patricia mirada hacia su joven colega. Inclinándose hacia delante, Bruno Mackay se estiró los puños de la camisa y leyó sus notas:

– Si puedo volver brevemente al terreno que mejor conozco, nuestro enlace paquistaní nos ha informado que han descubierto a Dawood al Safa. Su informe sugiere que Safa visitó un campo de entrenamiento cerca de Takht-i-Suleiman, en la zona tribal situada al noroeste del país, y puede que mantuviera contactos con un grupo conocido como Hijos del Paraíso, que se sospecha involucrado en el asesinato de un guardia de la embajada estadounidense en Islamabad hace seis meses.

Ante la aguda irritación de Liz, Mackay pronunciaba los nombres islámicos de una forma que dejaba claro que hablaba el árabe con fluidez. «¿Qué le pasa a esa gente? -se preguntó-. ¿Por qué se creen T. E. Lawrence o el Ralph Fiennes de El paciente inglés?» Un guiño cómplice de Wetherby le informó que compartía sus sentimientos sobre aquel tema.

– La sensación que tenemos en Vauxhall es que su actividad resulta muy significativa -seguía Mackay cortésmente-. Por dos razones. Una, el papel principal de Safa es el de cartero, mueve dinero entre Riad y los grupos terroristas asiáticos; y cuando entra en juego es que están preparando algo desagradable. Y dos, los Hijos del Paraíso es uno de los pocos grupos del SIT que admite caucásicos en sus filas. Un informe de la inteligencia paquistaní de hace unos seis meses indicó la presencia en el campo de entrenamiento, y cito textualmente, de dos, quizá tres individuos de aspecto claramente occidental.

Extendió frente a él unos dedos manicurados y bronceados que apoyó sobre la mesa.

– Nuestra preocupación, y así se lo hemos comunicado este fin de semana a todas nuestras delegaciones, es que la oposición pueda estar preparando un invisible…

Dejó la frase suspendida en el aire unos segundos. La calculada teatralidad de la revelación no disminuyó su impacto. Un «invisible» era el nombre dado por la CIA a la peor pesadilla de un servicio de inteligencia: un o una terrorista que, gracias a pertenecer a la etnia nativa del país objetivo, podía cruzar sus fronteras impunemente, moverse por todo su territorio sin levantar ninguna sospecha e infiltrarse con facilidad en sus instituciones. Un «invisible» era la peor noticia posible.

– De ser ése el caso -prosiguió Mackay-, sugerimos que se incluya a Inmigración en este grupo.

El hombre del Ministerio del Interior frunció el ceño:

– ¿Cuál suponen que puede ser su objetivo y en qué fecha piensan atentar contra él? Probablemente tendremos que elevar el nivel de alerta de seguridad a rojo en los edificios gubernamentales, pero eso provocará problemas administrativos y no quiero precipitarme.

Mackay echó un vistazo a sus notas.

– Pakistán asegura estar revisando todas las listas de los pasajeros que salen del país, con especial énfasis en… veamos, turistas de menos de treinta y cinco años que no hayan viajado por negocios y cuya estancia no se haya prolongado más de treinta días. Poca cosa, como ven, así que no están mucho por la labor. Ni idea de cuál puede ser el objetivo, pero mantendremos los ojos bien abiertos. -Levantó la vista hacia Wetherby para después desviarla hacia Liz-. Y necesitaremos estar en permanente contacto con los informantes que hayamos logrado infiltrar entre sus filas en ese país.

– Eso ya lo estamos haciendo -aseguró Wetherby-. Si oyen algo, lo que sea, nos informarán, pero de momento… -miró interrogativamente al representante de la Sede de Comunicaciones Gubernamentales, que mantenía sus labios sellados- hemos tenido cierto ruido de fondo, quizás un poco más alto de lo normal pero nada concreto, nada que se acerque siquiera a algo que pudiera asociarse con una operación de envergadura.

Liz echó un disimulado vistazo a la sala. Los agentes del Cuerpo Especial se mantenían en silencio, como de costumbre. Su actitud habitual solía ser la de hombres muy ocupados que malgastan su valioso tiempo en una tertulia de Whitehall; ahora, en cambio, ambos estaban erguidos y atentos.

Sus ojos se encontraron con los de Mackay, que no sonrió ni apartó la mirada, sino que la mantuvo firme. Liz siguió escaneando visualmente la sala, pero sabía que el agente del MI6 mantenía los ojos fijos en ella, sentía la lenta y fría quemadura de su mirada.

A su vez, Wetherby -con sus cansados y olvidables rasgos inexpresivos- vigilaba a Mackay. El circuito se mantuvo durante unos largos y tensos momentos, hasta que Fane hizo una pregunta genérica acerca de los agentes del MI5 infiltrados en las comunidades islámicas militantes del Reino Unido.

– ¿Cómo de cerca de la cúpula está su gente? -se interesó-. ¿Se encuentran entre los que deben-ser-obligatoriamente-informados si el SIT preparase un gran atentado en este país?

Wetherby dejó que Liz tomase la palabra.

– En la mayoría de los casos, es probable que no -reconoció, sabiendo por experiencia que el optimismo no servía de nada con Fane-. Pero tenemos gente en la órbita adecuada. Con tiempo se moverán más cerca del núcleo de las células.

– ¿Con tiempo?

– No estamos en posición de acelerar el proceso.

Había decidido no mencionar a Marzipan. El agente podía ser una buena baza a jugar, pero todavía tenía que demostrarlo, que probar su utilidad o, ya puestos, su valía. Mientras se mantuviera en aquel primer estadio de su carrera como agente, no estaba preparada para revelar su identidad… y menos ante un círculo tan amplio como éste.

Wetherby, inescrutable, se daba golpecitos en los labios con un lápiz; pero, por su postura, Liz supo que aprobaba su decisión. No iba a permitir que Fane la pillara en una declaración que más tarde podría volverse contra ella.

Y Mackay, advirtió con cierta sensación de agobio, seguía contemplándola. ¿Intentaba transmitir inconscientemente alguna señal con una especie de sonar como el de los murciélagos, pero de cariz sexual? ¿O acaso Mackay era uno de esos hombres que se sentía obligado a establecer cierta complicidad con toda mujer que se cruzase en su camino, para después poder decirse a sí mismo que, de haberlo querido, habría sido suya? Fuera lo que fuese, se sentía más irritada que halagada.

Por encima de sus cabezas, uno de los fluorescentes empezó a parpadear. Pareció una señal de que la reunión había terminado.

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