El pueblo de West Ford, situado en terreno pantanoso, a unos cuarenta y cinco kilómetros al suroeste de Marsh Creake y de la costa, ofrecía pocas diversiones. Contaba con un minúsculo taller de reparaciones, un pequeño almacén que incluía una oficina de correos y un pub, el San Jorge y el Dragón. Muy poco, reflexionó Denzil Parrish, para estimular la imaginación de un chico de diecinueve años sexualmente frustrado y con demasiado tiempo libre. Y Denzil, durante las próximas dos semanas, iba a tener mucho tiempo libre. La tarde anterior había llegado a casa desde Newcastle, donde estudiaba en la universidad. Pensaba quedarse en la residencia universitaria de Tyneside hasta Nochebuena, ya que se celebrarían muchas fiestas y todas prometían diversión a raudales. Pero apenas había visto a su madre en todo el año -desde que volvió a casarse, de hecho- y creyó que le debía el pasar algún tiempo con ella. Así que hizo lo que consideró más decente: llenó su mochila de ropa y tomó un tren tan atestado que el revisor se rindió en su intento de abrirse paso entre los viajeros y cumplir con su cometido -para tranquilidad de Denzil, que no llevaba billete-, y tras varios retrasos y trasbordos fallidos, llegó a la estación de Downham Market con noche cerrada y sin esperanzas de encontrar un autobús a West Ford. Tuvo que caminar seis kilómetros bajo la lluvia, haciendo autostop a todos los coches que circulaban por la carretera, hasta que un aviador norteamericano de una base cercana lo recogió. Conocía West Ford, y se tomó una cerveza con Denzil en el San Jorge y el Dragón antes de seguir hasta la base de Lakenheath.
Cuando se marchó, Denzil repasó visualmente el pub, pero no encontró una chica sin pareja en todo el local. Típico. Así que no tenía ninguna razón para seguir bebiendo, aunque le habría apetecido. Su dinero era demasiado escaso para desperdiciarlo bebiendo en solitario, sin esperanza de conseguir compañía femenina. Si contaba la matrícula y los demás gastos escolares, ya tenía unos números rojos de varios miles de libras. De haberse quedado en el norte; ahora estaría en medio de una fiesta bebiendo cerveza gratis y, con un poco de suerte, bailando con alguna chica de Geordie. Pero no estaba allí, y cuando el cálido VW Passat del norteamericano se desvaneció en la húmeda oscuridad, caminó hasta su casa para encontrarla vacía, excepto por una chica que se identificó como la canguro nocturna. Su madre, le explicó sin apartar los ojos del televisor, había asistido a una función en alguna parte, seguida de una cena con baile. Y no, nadie le había dicho que esperaban visita de Newcastle. Denzil encontró una pizza congelada en la nevera, la calentó y se unió a la canguro frente al televisor. Estaba tan deprimido que ni siquiera intentó ligar con ella.
Al menos, el sol salió por la mañana.
Su madre se disculpó por su ausencia la noche anterior, le estampó un rápido beso y se dio prisa para preparar un nuevo biberón. ¿En qué pensaba aquella mujer?, se preguntó Denzil vagamente, mira que tener un segundo hijo a su edad… Ni siquiera era digno de ella, pero ¡qué diablos! Al fin y al cabo, era su vida. Y su dinero.
Decidió sacar del armario su traje de submarinismo y dar un paseo en canoa. Había tenido un proyecto en mente el último par de años -desde que se trasladara a West Ford, para ser preciso-, que consistía en explorar sistemáticamente la red interconectada de los canales de desagüe. El de Methwold Fen estaba a sólo diez minutos de distancia en coche, y prometía muchas millas de agua desierta pero navegable. Incluso podía llevarse el equipo de pesca e intentar conseguir algún que otro lucio. La única ventaja de la reciente maternidad de su madre era que no utilizaría mucho el coche y podría prestárselo unas horas. El viejo Honda Accord no era exactamente un imán para las chicas, pero tampoco es que el Norfolk rural estuviera precisamente sobrado de ellas, pensó Denzil siempre pesimista.
El problema, contra el que no podía hacer nada pese a toda su genialidad y simpatía, eran los yanquis. Había cientos de ellos, la mayoría solteros que no tenían otro lugar donde acudir que no fueran los pubs locales. West Ford estaba a varios kilómetros de la base más cercana, pero la mayoría de las tardes encontrabas un buen puñado de ellos en el San Jorge y el Dragón. Y mientras que eso le iba bien a la economía local, también significaba que a un estudiante pobre de geología no le quedaban muchas oportunidades de acceder a una chica mínimamente aprovechable.
Tras tirar su traje de neopreno en la parte trasera del Accord, Denzil sacó el kayak de fibra de vidrio del garaje y lo colocó sobre la baca del coche, asegurándolo con un par de pulpos elásticos. El kayak había pertenecido a los anteriores propietarios de la casa, más concretamente a su hija, pero ésta perdió interés por la navegación y lo abandonó al trasladarse junto a su familia. Allí se quedó colgado de la viga del garaje durante varios años, almacenando polvo e insectos, hasta que Denzil decidió descolgarlo y limpiarlo. Su primera idea fue venderlo, pero antes lo probó en un canal de desagüe y disfrutó mucho más de lo que esperaba. No era algo que les contase a sus conquistas la primera noche, pero le gustaba observar los pájaros y el silencioso deslizarse por los bancos de juncos y los canales le proporcionaban un cercano y agradecido contacto con avestoros, currucas rojas, aguiluchos de las marismas y otras especies raras.
Al salir del pueblo se vio obligado a frenar su Honda a causa de un tractor con tráiler que bloqueaba la carretera. El conductor intentaba dar marcha atrás para meter el tráiler, cargado con sacos de fertilizante, en un campo. No obstante, su obvia inexperiencia aseguraba que el tráiler siguiera coleando tozudamente contra el pilar del portón. Al comprender que aquella operación iba a tomar su tiempo, Denzil apagó el Honda y se dispuso a esperar con paciencia. Paseó la vista por el paisaje y vio a una pareja joven vestida con ropa de excursionista cruzando aquel campo en su dirección. Su paso era resuelto y avanzaban rápidamente, mucho más de lo que solían hacer los turistas ocasionales. Al menos, la mujer. El hombre, un tipo con aspecto asiático, se retrasaba un poco; los brazos le colgaban a los costados y no parecía tanto caminar por aquel terreno empapado e irregular como flotar sobre él. Denzil sólo había visto a una persona caminar de aquella manera, y era un ex sargento de la Marina Real que dirigía la escuela de montañismo en la que trabajó durante su año sabático.
Aunque ausente, sus pensamientos tocaron brevemente la cuestión de si pensar eróticamente en una mujer con impermeable y botas de montaña sería una conducta sexual perversa. Denzil contempló a la pareja por la ventanilla del coche: ninguno de los dos sonreía, ni daba la impresión de estar de vacaciones o paseando tranquilamente. Quizás eran un par de esos altos ejecutivos de la City de los que se hablaba a veces, gente que nunca conseguía relajarse del todo y que, incluso lejos del trabajo -hasta en la empapada East Anglia-, sentían la necesidad de emprender una actividad rigurosa y competitiva.
Vio que la mujer era bastante atractiva en cierto sentido natural y nada artificioso. Lo único que le faltaba era una sonrisa en el rostro. Supuso que la respuesta a la pregunta sobre la perversión era que estás perfectamente sano hasta que necesitas vestir a una mujer con ropa amplia e impermeable para que te excite. Entonces sí, entonces tienes un problema.
Un coche tras él tocó repetidamente el claxon y Denzil se dio cuenta de que el tractor por fin había conseguido llevar su carga hasta el campo y que la carretera estaba despejada. Encendió el Honda, pisó el acelerador y no tardó en olvidar a la pareja de excursionistas.