18

– ¿Qué sabemos de Peregrine y Anne Lakeby? -preguntó Liz-. Parecen un tanto exóticos.

– Supongo que lo son… a su estilo -aceptó Whitten-. He coincidido con los dos varias veces, y ella parece mejor que él, es bastante divertida. El es más el aristócrata tipo inclina-la-cabeza-y-ríndeme-pleitesía.

– ¿Están fichados?

Goss sonrió.

– Sería demasiado bueno para ser verdad, ¿no?

– ¿Y cuál es su relación con Ray Gunter? -prosiguió Liz.

– Gunter atracaba sus botes de pesca en la playa de los Lakeby. Es todo cuanto sabemos.

Los tres se encontraban bajo un porche abovedado de piedra frente a Headland Hall, y a ella la mansión le parecía más institucionalmente sombría que por la mañana. Estaba situada frente a las marismas, y el fragor del mar hablaba de despiadadas injusticias dickensianas, de vastas sumas de dinero amasadas a expensas de otros.

– No será así la casa que me construiré cuando haya ganado diez millones de libras -susurró Goss, contemplando el roble que crecía junto a la puerta delantera-. ¿Y la suya, jefe?

– No. Yo me casaría con Foxy Deacon y me compraría una casita en las Seychelles -contestó Whitten.

– ¿Quién es Foxy Deacon? -se interesó Goss.

– La rubia de Mink Parfait.

– Se han separado -apuntó Liz-. Lo dijeron en la radio esta mañana.

– Bien, vamos allá. -Whitten lanzó la colilla de su cigarrillo entre los húmedos arbustos, y pulsó el esmaltado timbre de la puerta. Oyeron un distante timbrazo.

Segundos después, una mujer alta abrió la puerta. De rostro delgado, vestía una falda de tweed y un chaleco que parecía haber perdido una discusión contra un rosal. Al ver a los dos hombres, sonrió exponiendo una boca de largos dientes.

– El comisario Whitten, ¿verdad?

– Así es, señora. Este es el sargento Goss y ella una colega de Londres.

La dentuda sonrisa cambió de dirección. Tras los buenos modales de clase alta apareció un matiz de preocupación. «Sabe que no soy una poli normal -pensó Liz-, sabe que nuestra presencia significa problemas.»

– ¿Han venido por ese terrible asunto de Ray Gunter?

– Me temo que sí-reconoció Whiten-. Estamos hablando con todos los que puedan darnos una idea de sus movimientos.

– Por supuesto. Pasen, por favor.

Siguieron a la mujer por un largo pasillo embaldosado. De las paredes colgaban máscaras de zorro, cuadros con escenas de caza y retratos de antepasados muy poco atractivos. Algunos permanecían en una oscuridad casi total, mientras que otros estaban tenuemente iluminados por la luz que se colaba a través de los altos ventanales góticos.

Peregrine Lakeby estaba leyendo el Financial Times ante un fuego de chimenea, en una habitación de techo alto llena de libros. Liz descubrió tomos enteros de revistas encuadernadas -Horse and Hound, The Field, The Shooting Times…- y todo un estante dedicado a los almanaques Wisden de cricket. Cuando el grupo entró en la sala, se levantó para recibirlos amablemente. Su esposa distribuyó los asientos y, una vez sentado de nuevo, plegó el diario con cortés paciencia antes de tomar la palabra:

– Asumo que han venido por el asunto del pobre señor Gunter.

Resultaba un hombre bastante guapo para su edad, pensó Liz; pero, por desgracia, era demasiado consciente de ello. Su mirada gris tenía un aire burlón y ligeramente altanero. Probablemente se consideraba a sí mismo un peligro para las mujeres.

Whitten, que abrió una libreta de notas, tomó la palabra.

– Sí, señor. Hemos de hacer algunas preguntas rutinarias. Como le he explicado a la señora Lakeby, estamos hablando con todas las personas que conocían a Gunter.

El ceño de Anne Lakeby se arrugó un poco.

– La verdad es que no lo conocíamos muy bien. Al menos, en el sentido estricto de la palabra. Quiero decir, iba y venía, y una vez me crucé con él, pero…

Su esposo se puso en pie, se acercó a la chimenea y removió las brasas lánguidamente con una antigua bayoneta de acero.

– Anne, ¿por qué no preparas un poco de café? Estoy seguro de que nosotros… -Se giró hacia Whitten y Goss-. ¿O acaso prefieren té?

– Estamos bien, señora Lakeby -respondió Whitten-. Puedo pasar sin el café.

– Yo también -dijo Goss.

– ¿Señorita?

– Nada para mí tampoco, gracias.

En realidad, a Liz le habría apetecido una taza de café bien cargado, pero decidió solidarizarse con sus colegas. Era consciente de que Lakeby había evitado utilizar el nombre de los policías, una forma sutil de situarlos en su lugar. O en el que Lakeby creía que era su lugar.

– Entonces, sólo para mí -dijo Peregrine animadamente-. Y si nos quedan pastelitos Jaffa, puedes traer unos cuantos en una bandeja.

Anne Lakeby sonrió algo tensa antes de salir de la sala. Peregrine regresó a su sillón.

– Díganme, ¿qué ha sucedido realmente? Según dicen, al pobre diablo le han pegado un tiro. ¿Es cierto?

– Sí, señor. Eso parece -admitió Whitten.

– ¿Tienen alguna idea del motivo?

– Es lo que intentamos averiguar. ¿Puede decirme cómo conoció al señor Gunter?

– Bueno, anclaba un par de botes de pesca en nuestra playa, como ya hicieran su padre y su abuelo antes que él. Nos pagaba una suma en concepto de alquiler y nos ofrecía una primera opción sobre su pesca… que no fue nada del otro mundo estos últimos años.

– ¿Estaba usted conforme con ese acuerdo?

– Nunca he tenido motivos de descontento. Ben Gunter, el padre de Ray, era un tipo bastante decente.

– ¿Y Ray no era tan… decente?

– Ray era una especie de diamante en bruto. Tuvo un par de incidentes por culpa del alcohol, los cuales seguramente ya conocen. Dicho esto, nunca tuve ningún problema con él. Y puedo asegurarles que no me imagino la razón por la que alguien tuviera que molestarse en matarlo.

– ¿Sabe cuándo fue la última vez que Gunter salió de pesca? ¿O a navegar por cualquier otra razón?

La lánguida sonrisa permaneció en su lugar, pero su mirada se tornó más aguda.

– ¿A qué se refiere exactamente? ¿Qué otro propósito podría tener?

– Ni idea, señor -repuso Whitten sonriendo afable-. No soy marino.

– La respuesta es no. Ignoro cuándo fue la última vez que salió a navegar o a pescar. Tenía su propia llave, iba y venía a su antojo.

– ¿Conoce a alguien que pueda saberlo?

– Probablemente, el pescadero de Brancaster. Se llama… hum, Anne lo sabe.

Whitten asintió y tomó algunas notas.

– ¿A qué hora solía zarpar cuando salía de pesca?

Peregrine hinchó sus mejillas y exhaló pensativamente. «Estás mintiendo -pensó Liz-, has estado mintiendo todo el rato. Ocultas algo. ¿Por qué?»

– Dependía de la marea, pero normalmente lo hacía a primera hora del amanecer. Después llevaba la pesca a Brancaster durante la mañana.

– ¿Y usted le compraba parte de sus capturas?

– Muy ocasionalmente. Tenía permiso para colocar media docena de esas cestas para atrapar langostas, y si teníamos invitados a cenar me quedaba un par. O unas lubinas, si conseguía bastantes… algo nada habitual estos últimos años.

– Entonces, ¿sólo era un pescador? ¿La pesca era su única fuente de ingresos?

– Por lo que sé, sí. Heredó una casa cerca de la iglesia y creo que llegó a hipotecarla, pero si hablamos de trabajos, no creo que tuviera ningún otro.

– ¿Por qué cree que alguien querría dispararle un tiro?

Lakeby extendió sus brazos a lo largo del respaldo del sofá.

– ¿Quiere saber mi opinión? Creo que todo se debió a un terrible error. Ray Gunter era… bueno, digamos que no era un tipo muy sofisticado. Probablemente se tomó una copa de más en el Trafalgar, o en ese local de Dersthorpe, y… ¿quién sabe? Quizá se metió en una pelea con el hombre equivocado.

– ¿Sabe qué podía estar haciendo en el café Fairmile a primeras horas de la mañana?

– Pues no. Siempre he creído que ese lugar es una monstruosidad. Además, como seguramente saben, tiene fama de ser punto de reunión para toda clase de… homosexuales.

– ¿Puede que Gunter fuera allí para eso, para buscar compañía masculina?

– Bueno, supongo que es una posibilidad, pero debo confesar que nunca pensé en él de esa manera -respondió Lakeby con tristeza-. Anne, ¿dirías que Ray Gunter era homosexual?

Su esposa dejó con un ligero tintineo la bandeja decorada con motivos orientales sobre una mesita frente a la chimenea.

– No, diría que no… Y menos desde que se veía con Cherisse Hogan.

– Por el amor de Dios, ¿quién diablos es Cherisse Hogan?

– La hija de Elsie Hogan. ¿Recuerdas a Elsie? Es nuestra asistenta. Se ha ido de casa hace media hora.

– No sabía que se apellidara Hogan. Ni siquiera sabía que estuviera casada.

– No lo está. Tuvo a Cherisse cuando todavía iba al instituto. Por eso consiguió ese piso de protección oficial en Dersthorpe.

– ¿Lo hacían regularmente? -preguntó Whitton-. Me refiero a ese… verse.

– No tanto como a Ray Gunter le habría gustado -replicó Anne-. Cherisse tiene unos cuantos admiradores y además se le suelen ir los ojos detrás de cualquier pantalón.

– ¿Y dónde podemos encontrar a esa jovencita?

– Muchos días hace de camarera en el Trafalgar.

Liz miró de reojo a Goss, pero el hombre del Cuerpo Especial se mantenía impasible. No obstante, Peregrine Lakeby se inclinó hacia delante.

– ¿Esa chica gorda? -preguntó sorprendido.

– ¡Peregrine! -se indignó la señora Lakeby-. Eso no es nada galante.

– ¿Cuánto hacía que Gunter y ella salían juntos? -terció Whitten.

– Bueno… -contestó Anne-. No era un romance sin problemas como le habría gustado a él. Según Elsie, Cherisse tenía su mirada puesta en una presa mayor.

– ¿Que se llama?

– El señor Badger, el dueño del pub.

Peregrine la miró fijamente.

– ¿Clive Badger? ¿El tesorero del club de golf? Tiene un hijo en la universidad y está enfermo del corazón.

– Es posible, pero según Elsie, han intercambiado miradas tiernas en la barra.

– No me habías contado nada de eso -masculló Lakeby.

– No me lo preguntaste -dijo su mujer con una sonrisa-. Si pegas la oreja al suelo, te darás cuenta que esto es Gomorra. Mucho mejor que la televisión.

Peregrine se bebió el café con un aire de fatalismo.

– Bueno, todo cuanto puedo decir es que espero que Badger no tenga un seguro de vida. -Dejó la taza en la bandeja y miró ostensiblemente su reloj-. ¿Algo más? Porque si no es así, tengo… asuntos que atender.

– Nada más, gracias por su tiempo -dijo Whitten, pero sin levantarse de su asiento. Se giró hacia Anne-. Antes de irnos, me preguntaba si podríamos hacerle a la señora Lakeby unas preguntas más.

Ella sonrió.

– Por supuesto. Vamos, Perry, mueve el trasero.

Lakeby dudó, pero terminó levantándose y abandonó la sala, conteniendo el despecho de un expulsado sin razón aparente. Mientras sus pisadas se alejaban por el pasillo, Anne Lakeby se quitó una larga pluma de ganso de su chaleco y le dio vueltas entre los dedos.

– Para ser franca con ustedes, yo no soportaba a Ray Gunter -confesó-. Y no me gustaba tenerlo rondando por aquí. Surgía de la niebla como un fantasma, oliendo a pescado, y después volvía a desaparecer sin soltar una sola palabra. La semana pasada le dije a Perry que lo echara de nuestra propiedad, pero…

– ¿Pero?

– Pero Perry estaba incomprensiblemente encariñado con él. En parte por lealtad hacia el viejo Ben Gunter, supongo, aunque murió hace unos cuantos años; y en parte porque… digamos que podría llevarnos a juicio, y si perdiéramos…

– Las cosas podrían ser mucho peores.

– Bastante. En todos los sentidos de la palabra. Pero, dicho eso, Ray Gunter estaba metido en algo, fuere lo que fuese.

– ¿Y qué cree que podía ser? -preguntó Whitten.

– No lo sé, pero la gente habla. Y por la noche oigo cosas. Por ejemplo, camiones circulando por la carretera de la costa.

– Seguro que es lógico, dado que tenía que llevar su pesca hasta la ciudad.

– ¿A las tres de la mañana? Miren, quizá sólo soy una vieja chiflada y seguramente no diría nada si Ray Gunter siguiera vivo, pero… -Sacudió la cabeza y calló.

– ¿Su marido no oía esos camiones?

– No, nunca. Lo cual, por supuesto, hace que yo parezca más loca y senil todavía, lista para el manicomio.

– Eso lo dudo -apuntó Whitten-. Dígame, ¿podemos echarles un vistazo al jardín y al lugar donde Gunter guardaba sus botes?

– Claro que sí. Hace un poco de viento, pero si a ustedes no les importa…

Los cuatro salieron de la casa y se dirigieron a la entrada del jardín, una zona con suelo de piedra. Había una hilera de botas Wellington y unos colgadores con ropa de jardín y de caza. El jardín en sí, pensó Liz, era más atractivo de lo que sugería el austero frontal de la casa victoriana. Se trataba de una zona de césped rectangular, flanqueada por lechos de flores y árboles, y delimitada por un seto alto; una especie de sendero descendía hasta el mar. Al otro lado del seto podía verse la marisma a través de los árboles, ahora casi sumergida por el ascenso de la marea.

– Como probablemente sabrán, el problema con mi casa es que tiene el único fondeadero decente en tres kilómetros en cada dirección -explicó Anne Lakeby-. Por eso siempre hay botes pululando por aquí. El club de vela dispone de una cala, pero no sirve para nada más grande o más pesado que un Firefly.

– ¿Un Firefly es un bote? -preguntó Whitten.

– Sí, uno de esos barquitos pequeños con los que la gente aprende a navegar. Vengan, le echaremos un vistazo a la playa.

Un par de minutos después se encontraban entre las altas juncias, contemplando la franja de guijarros y el mar.

– Tiene un aspecto realmente privado, ¿verdad? -comentó Liz.

– Los árboles y los muros actúan de paravientos. Pero sí, tiene razón. Es muy privado.

– ¿Ha estado alguien en la playa hoy?

– Sólo yo. Esta mañana.

– ¿Ha notado algo fuera de lo normal?

Anne frunció el ceño.

– No, que yo recuerde.

– ¿Por dónde entraba y salía Gunter?

Anne señaló una puerta baja en el muro derecho del jardín.

– Por ahí. Lleva al camino que recorre todo el flanco de la casa. Tenía una llave.

Whitten asintió con la cabeza.

– Mandaré un par de chicos para que echen un vistazo a todo esto… si no le importa.

– Señor Whitten, ¿cree que Ray Gunter estaba involucrado en algo ilegal? Quiero decir, ¿drogas o algo así?

– Es pronto para asegurarlo, pero no imposible.

Anne pareció pensativa. Incluso preocupada.

«Y está preocupada por su marido -pensó Liz-, no por el difunto Ray Gunter.» Y tenía toda la razón para preocuparse porque Peregrine estaba mintiendo descaradamente.

¿Se habrían dado cuenta Goss y Whitten? ¿Habrían reunido las piezas en el orden adecuado? De no ser así, ella no podía ayudarlos.

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