– Repítelo -pidió Faraj.
– Cuando lleguemos al pub, le diré que prefiero dejar mi abrigo en el coche. Y dejaré también el bolso (debajo del abrigo), por si me registran a la entrada. Intentaré convencerlo de quedarnos en el pub el mayor tiempo posible, hasta que estén a punto de cerrar, y entonces le pediré que me lleve a casa. Cuando volvamos al coche, graduaré el detonador a una hora, girando el indicador rojo a la derecha hasta el tope. Dejaré caer unas monedas al suelo y tiraré hacia atrás el asiento para recogerlas. Cuando me agache, meteré el paquete debajo del asiento. Cuando lleguemos a su casa lo retendré unos diez minutos acordando otra cita para el día siguiente, por ejemplo, y entonces me marcharé. Daré la vuelta al campo de criquet por la carretera y golpearé seis veces la puerta del pabellón. Tendremos unos treinta y cinco minutos para alejarnos todo lo que podamos.
– Bien. Recuerda que, una vez regrese a su casa, no tiene que volver a sacar el coche del garaje. Por eso quiero que lleguéis lo más tarde posible. Si crees que existe la menor posibilidad de que él o algún miembro de su familia quiera utilizar el coche, tienes que impedirlo a toda costa. Róbale las llaves, inutilízalo, lo que sea. En caso contrario, coge el paquete e intenta ocultar la bomba en algún rincón del garaje.
– De acuerdo.
– Bien. Recoge el paquete.
Lo habían preparado horas antes, cuando todavía tenían luz suficiente. Conectaron los cables al explosivo -un trabajo fácil, para lo que únicamente necesitaron un destornillador y unas pinzas-, a un reloj digital y un detonador electrónico que metieron en la caja metálica. En un extremo se encontraba el botón de activación rojo y, saliendo del otro extremo, una antena de un par de centímetros. De ser necesario, se podía anular el reloj y detonar la bomba mediante un transmisor del tamaño de una caja de cerillas que Faraj se guardó en su parka. No obstante, el alcance máximo del transmisor era de cuatrocientos metros, y si alguno de los dos estaba a menos de esa distancia cuando la bomba estallase, tendrían un problema.
Jean enrolló el paquete en los vaqueros sucios que llevaba aquella mañana y lo metió en el fondo de su bolso. Habían decidido que no tenía sentido disimularla: era ligera -pesaba más o menos medio kilo-, pero el volumen del explosivo era demasiado grande para caber dentro de una cámara o cualquier otro objeto que pudiera llevar sin despertar sospechas. Además, no tenían razones para suponer que fueran a registrarla. Colocó una camiseta sucia y el neceser sobre los vaqueros y cerró la cremallera. Pasó su parka impermeable por encima del bolso, dejando que colgara por ambos lados.
– ¿Estás realmente preparada para lo que vas a hacer, Asimat? -preguntó Faraj, forzando la vista para distinguir su silueta en medio de la creciente oscuridad.
– Lo estoy -respondió ella con tranquilidad.
Él le cogió la mano.
– Lo conseguiremos, Asimat. Y escaparemos. Cuando nuestra venganza se materialice ya estaremos muy lejos de aquí.
Jean sonrió. Una increíble calma parecía haberse apoderado de ella.
– Lo sé.
– Y yo sé que lo que vas a hacer no será fácil. Hablar con ese chico no será fácil. Tienes que ser fuerte.
– Soy fuerte, Faraj.
El asintió sosteniendo su mano en la oscuridad. Fuera, el viento azotaba el pabellón y los empapados árboles que lo rodeaban.
– Ha llegado la hora.