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Cuando Kieran Mitchell llegó al Brentwood Sporting Club, sabía que acababa de disfrutar de su última tarde en libertad por mucho tiempo. Su esposa Debbie, frenética de preocupación y vodka Stolichnaya, lo había llamado para decirle que la policía había entrado en su local de Chelmsford y que los mensajes de voz, de al menos media docena de contactos en pubs y clubs, se almacenaban en los diversos teléfonos móviles que tenía en casa. Lo buscaban metódicamente, eliminando sus escondrijos uno por uno. Sólo era cuestión de tiempo.

Miró alrededor, su entorno familiar, los clientes que llenaban las banquetas forradas de cuero rojo, las crupiers de uniforme rojo, el humo de los cigarrillos atrapado bajo las pantallas de luz, las mesas de blackjack, e intentó grabar todos los detalles en su memoria. Los necesitaría durante los próximos meses. Irónicamente, alzó su vaso de Johnny Walker Etiqueta Negra para brindar con su propio reflejo en el espejo detrás de la barra. Era un cabrón hijo de puta, sí -siempre lo había sido-, pero también un hombre que sabía mantenerse firme cuando la situación lo requería.

– ¿Estás solo, cariño?

La mujer tendría probablemente unos cuarenta años, mechas rubias, top brillante y ojos desesperados. En todos los casinos pululaban ejemplares como aquél, habían perdido hasta el último penique ahorrado durante vete a saber cuántos años y ahora revoloteaban alrededor de los clientes masculinos como si fueran peces-piloto. Mitchell sabía que, por un puñado de fichas, podía llevársela al coche por un cuarto de hora. Pero esa noche no estaba de humor.

– Estoy esperando a alguien -le dijo-. Lo siento.

– ¿Alguien simpático?

El rió sin responder, y al final ella se alejó. Desde el instante en que entrara en los lavabos del Fairmile y viese el cuerpo de Ray Gunter desplomado sobre el suelo, sabía que su negocio de contrabando de ilegales se había ido a tomar viento. La policía no tenía elección; esta vez se verían presionados para llegar hasta el final, donde fuera que los condujera el rastro. Y el rastro, por supuesto, los conduciría hasta él. Lo habían visto muchas veces con Gunter y era un socio conocido de Melvin Eastman… Bebió un largo trago de whisky y volvió a llenar el vaso de su botella. Estaba jodido.

¿En qué diablos estaba pensando Eastman para meterse en la cama con los boches? Antes de que ellos intervinieran, traían ilegales a través de La Caravana, un negocio tranquilo que funcionaba de maravilla. Asiáticos, africanos, chicas albanesas y kosovares, todos adecuadamente temerosos y respetuosos. Ningún problema, ninguna discusión y todo el mundo contento.

En cuanto se enteró de que transportaban aquel paqui, sabía que acabarían teniendo problemas. Un viaje difícil solía dejarlos agotados y suaves como la seda, pero a ése no. Ése era un psicópata, un fanático realmente duro. Mitchell sacudió la cabeza. Tenía que haberlo ahogado mientras tuvo oportunidad. Un codazo, y ahí va por encima de la borda con mochila y todo. Según decían, la mayoría de los asiáticos no sabía nadar.

Ray Gunter -¡menudo idiota!- se fijó en la mochila, por supuesto, y decidió quedársela. No se lo dijo en voz alta, pero resultaba escandalosamente obvio para cualquiera que tuviera dos ojos. Y el paqui, un fanático psicópata, se lo había cargado.

Todos esos acontecimientos lo habían llevado a él, a Kieran Mitchell, con su traje de seda gris y su corbata Versace azul medianoche hasta allí, hasta aquel vaso de whisky que bien podía ser el último que se tomara en los próximos diez años. Conspiración, inmigración ilegal, incluso terrorismo. No soportaba pensar en ello y no era la primera vez que sopesaba dejarlo todo atrás y huir. Pero sabía que terminarían encontrándolo -como seguramente terminarían encontrando al paqui- y entonces sería peor, entonces no podría utilizar la carta que se guardaba en la manga, la carta que si sabía jugar adecuadamente…

Por el espejo vio lo que estaba esperando hacía casi una hora: cerca de la entrada había movimiento. Hombres decididos con trajes baratos. Los clientes empezaron a desaparecer. Mientras terminaba su whisky en tres rápidos tragos, notó en el bolsillo del pantalón el disco numerado que le permitiría recuperar su abrigo en el guardarropa. Fuera hacía frío, así que se había traído el de cachemira azul oscuro.

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