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– Infórmame -dijo Liz, ajustándose el abrigo mientras el viento estremecía la puerta de la cabina telefónica. Era la séptima vez que llamaba a Judith Spratt a cobro revertido.

– Tal como van las cosas, estamos en blanco.

– ¿La mujer de Bath?

– ¿Sally Madden? Pasó la tarde y la noche del asesinato en Frome, con un amigo cuyo perro se puso enfermo.

– ¿Se ha investigado?

– El amigo corrobora la coartada y el veterinario de Frome los recuerda a los dos llevando el perro a su clínica hacia las cinco. Y según tu última llamada telefónica, la mujer que buscamos pagó su gasolina en Norfolk a las seis.

– Maldición. ¿Y ninguna de las otras…? Las que viven solas, por ejemplo, ¿qué sabemos de ellas? ¿Y las que estaban de compras navideñas?

– Todas tienen coartada para esa tarde o noche. O fueron recogidas del Eurostar por alguien o no alquilaron ningún coche. O ambas cosas.

– Está bien. Antes de que repitas el mismo proceso con las francesas y las extracomunitarias, quiero que hagas algo por mí. ¿Tienes una copia de la lista de pasajeros?

– Sí.

– Bien. Tacha todas las pasajeras que no tengan la edad que nos interesa.

– Ya lo he hecho.

– ¿Cuántas mujeres nos quedan?

– Entre los diecisiete y los treinta años hay unas veinte extracomunitarias (yanquis, australianas, etcétera) y unas cincuenta francesas.

– ¿Cómo sabes que las francesas son francesas?

– ¿Qué quieres decir?

– ¿Cómo separaste las francesas de las británicas la primera vez que revisaste la lista?

– Básicamente, por el nombre.

– ¿No por el pasaporte?

– No. Tanto francesas como británicas tienen pasaporte de la Unión Europea.

– Vale. Repasa los nombres franceses buscando uno no específicamente francés, que pueda ser inglés. ¿Puedes hacerlo ahora?

– Sí, un momento. Ahí voy… Tengo a Michelle Altaraz… Claire Dazar… Adrienne Fantoni-Brizeart… Michelle Gilabert… Michelle Gravat (ya van tres Michelle)… Sophie Lecoq… Sophie Lemasson… Olivia Limousin… Lucy Reinaud… Rita Sauvajon… y, hum, Anne Matthieu. Ya está.

– Maldita sea. Todas parecen muy francesas. ¿No existe posibilidad de error o que alguna de ese lote sea inglesa?

– Ninguna me suena muy inglesa.

Liz no dijo nada. La idea de tener que pedirle a la policía que revisase otros cincuenta nombres, con la necesidad muy posible de buscar también intérpretes, le produjo algo muy cercano a la desesperación.

– ¿Y las que no tienen pasaporte de la Unión Europea? -terminó preguntando-. ¿Cuántas mujeres tenemos entre esos márgenes de edad?

– Nueve australianas, siete norteamericanas, cinco japonesas, dos surafricanas, dos colombianas y una india.

– Olvida las japonesas, pero haz que tu equipo localice y llame al resto. Todas han tenido que dejar una dirección en la oficina de Inmigración de Waterloo. Buscamos a alguien con acento inglés, ¿de acuerdo? Con acento «un tanto pijo», como ya te dije. Cualquiera que responda a la descripción. Y… hum, ¿podrías hacer algo más? Codifica y envíame por correo electrónico la lista de pasajeros dividida por edad, género y nacionalidad. Y que el equipo trabaje toda la noche si es necesario.

– Por supuesto.


Diez minutos después, repasaba la lista con el portátil en su habitación del Trafalgar. Eran las 2.30 horas.

«¿Qué hemos pasado por alto? -se preguntó contemplando la pantalla-. ¿Qué hemos pasado por alto?» En algún lugar de aquella lista de nombres en blanco y negro estaba el de la invisible.

«Piensa. Analiza. ¿Por qué querría entrar en el país con otro nombre? Porque, quien sea para el que esté trabajando (cualquier célula de cualquier red terrorista) habrá insistido en ello. Nunca se arriesgarían a utilizar documentación falsa y comprometer así la operación si no fuera absolutamente imprescindible. La transparencia es un elemento vital de la invisibilidad.»

Entonces, ¿por qué utilizar un carnet de conducir robado para alquilar un coche?

Porque una vez pasara Inmigración, una vez ya en el país, nada la relacionaría con ese coche. Era un callejón sin salida. Aunque localizaran el coche, no podían rastrearla porque era libre de usar su propia identificación cómo y cuándo quisiera. De no ser por Ray Gunter, el plan habría sido perfecto. No obstante, Gunter se había hecho matar y a partir de ahí la madeja había empezado a desenredarse.

Aunque no lo bastante deprisa. Lo que fuera que pretendía la célula terrorista todavía podía suceder. ¿Tendría razón Mackay? ¿Estarían planeando atacar una de las bases aéreas norteamericanas en Marwell, Lakenheath o Mildenhall? Como símbolos de la cooperación militar anglonorteamericana eran objetivos obvios, pero ella conocía los planos de las bases y eran enormes. La seguridad -ambas, la civil y la militar- impediría que pudieran acercarse a ellas, especialmente ahora que su estatus había subido a rojo. ¿Qué clase de ataque podían lanzar dos personas? ¿Disparar contra un par de guardias desde lejos con fusiles de francotirador? ¿Lanzar un cohete contra una garita? No compensaba tantas dificultades. Nunca vivirían para contar su hazaña, y a la prensa no se le permitiría acercarse a menos de un kilómetro del lugar, así que el impacto publicitario del atentado sería mínimo.

¿Una bomba, quizá? Pero, de ser así, ¿cómo introducirla? Cada cargamento de pelotas de béisbol, repuestos automovilísticos o hamburguesas pasaba por un escrupuloso escrutinio manual o de rayos X. Ningún vehículo que entrara o saliera de la base pasaba sin ser revisado. Tales supuestos habían sido minuciosamente estudiados por la RAF, la policía militar y los hombres de seguridad de las Fuerzas Aéreas norteamericanas.

No. No era nada de eso, se dijo Liz. Su mejor apuesta seguía siendo abordar el problema desde el otro extremo. Encontrar a la mujer. Atraparla.

Mirando la pantalla del portátil le cruzó una idea por la cabeza. ¿Se habría equivocado Claude Legendre? ¿Podía tratarse de una mujer francesa que hablaba inglés con fluidez?

El instinto le decía que no. Legendre trataba con clientes franceses e ingleses día tras día, mes tras mes, año tras año, y seguro que subconscientemente tenía interiorizada hasta la más mínima diferencia entre ambas nacionalidades: acento, inflexión, postura, estilo… Si su memoria decía que la mujer era inglesa, Liz estaba dispuesta a confiar en ella. Además, la misma mujer había sido identificada como «un tanto pija» por un mecánico de garaje de Norfolk.

Sí, la mujer era inglesa. En la borrosa cinta de las cámaras de seguridad de la Avis no podían apreciarse los detalles, pero de una forma extraña sí se podía apreciar a la persona. Algo en la tímida postura del cuerpo y los hombros le hablaba a Liz de un par de características típicamente inglesas, la arrogancia intelectual y cierta torpeza física.

Su ropa, supuso Liz, le servía de disfraz a varios niveles.

Era vulgar, así la gente la ignoraba, y no marcaba las formas del cuerpo, así que no podían identificarla por su físico. Era ropa elegida por motivos de seguridad. Pero, para Liz, también era la ropa de una mujer que quería adelantarse a las críticas. Esas prendas decían: «Nunca podrás acusarme de no ser atractiva porque ni siquiera intento serlo. Aborrezco trucos así.»

Pero, según Steve Goss, al hombre de la gasolinera le había parecido atractiva. ¿Significaba eso que era guapa en un sentido convencional o había algo más? Algunos hombres se sienten atraídos por mujeres en las que detectan miedo o una baja autoestima. ¿Sentiría miedo la mujer? ¿Captaría la lejana pero insistente persecución de Liz? Desde el momento en que se hubiera enterado de la muerte de Gunter, tenía que saber que la operación estaba en peligro.

No, decidió Liz, todavía no sentía miedo realmente. La arrogancia seguía ocultando el miedo. La arrogancia y la confianza en los controladores a los que, real o figuradamente, seguía ligada. Pero la tensión debía estar afectándola, la tensión de permanecer dentro del capullo hermético que había creado para sí misma, el capullo en que cualquier caos era justificable. A esas alturas, la realidad y el mundo exterior debían de estar empezando a presionarla. Inglaterra tenía que verter sangre.

A las cinco de la tarde, la luz disminuía y la tarde se convertía en noche. Tras la promesa inicial del mecánico de Hawfield, el retrato-robot demostró ser decepcionantemente genérico e irrelevante. La mujer del dibujo llevaba una gorra de béisbol negra y gafas de sol, y se parecía vagamente a Lucy Wharmby, aunque sus ojos eran un poco demasiado grandes.

El retrato fue rápidamente enviado a Investigación y a todas las fuerzas policiales involucradas en la búsqueda. En respuesta, Judith Spratt solicitó que la llamara, y cuando Liz llegó a la cabina telefónica que prácticamente se había convertido en su segundo hogar, le dijo que la policía había descartado a todas las viajeras del Eurostar entre los diecisiete y los treinta años que no tenían pasaporte comunitario.

Unas ochenta mujeres investigadas. Y ninguna de ellas era el objetivo.

– ¿Qué quieres que haga ahora? -preguntó Judith-. Los jefes de las comisarías quieren saber si tienen que seguir reteniendo a su gente toda la noche. ¿Vamos ahora a por las francesas?

– Me temo que tendremos que hacerlo.

– No pareces muy segura.

– No creo que sea francesa. Sé que es inglesa, me lo dice mi instinto. Aun así, tendremos que investigarlas.

– ¿Adelante, entonces?

– Sí. A por ellas.


Cuando Liz regresó al Trafalgar, Mackay ya había vuelto de su visita a la base aérea norteamericana y estaba bebiendo un whisky acodado en la barra.

– ¿Te pido algo, Liz?

– Lo mismo que tú.

– Es un malta. Talisker.

– Estupendo. «Y quizá me ayudará a encontrar las respuestas sobre nuestra pasajera fantasma del Eurostar», pensó cansadamente.

Tras la barra no estaba Cherisse, sino una chica teñida de rubio platino que apenas tendría dieciocho años. Entre Mackay y ella circulaba una sutil pero detectable tensión sexual.

– ¿Cómo te ha ido el día? -preguntó él cuando se instalaron en un rincón tranquilo del pub.

– Básicamente mal. He hecho perder el tiempo a media docena de departamentos policiales y engrosado la factura telefónica del servicio, entre otras divertidas actividades. Y no he conseguido identificar a la invisible. En la columna contraria puedes anotar un sándwich caliente con Goss a la hora de comer.

Mackay sonrió.

– ¿Estás intentando ponerme celoso?

– Esto no es un concurso. Steve es un tipo considerado, nada arrogante, y no intenta sacarme de la foto.

– Ah, así que ése es el problema. -Le dio un sorbo a su bebida-. Estaba seguro de haberte dejado un mensaje.

– Sí, y el cheque ya está en el correo. Mantenme informada de lo que piensas hacer, Bruno, no me margines. No me jodas.

La miró fijamente, y ella estuvo segura de que sería lo más cercano a una disculpa que iba a conseguir.

– Ahora me toca a mí -dijo él-. He tenido una tranquila y amena conversación con nuestros amigos de Lakenhead, que me han parecido muy unidos y en general bien preparados… y les he insistido en la necesidad de que sigan así. Fin de la historia. En serio, no hay más. Y te aseguro que cuando has visto una base como ésa y su enorme tamaño, empiezas a preguntarte cómo pueden hacerles daño un solo tío y una chica. ¿Te has comido alguna vez un filete de más de medio kilo?

– No, que yo sepa. Steve Goss pensaba que te alimentarían a base de hamburguesas.

– Bien pensado. En el menú había hamburguesa, pero ese filete de Lakenheath… Increíble. He salido con chicas que tenían menos carne. Y francamente, a un par de chicos como los nuestros… bueno, les sería muy difícil acercarse lo suficiente como para lanzar un Stinger o lo que sea, y tener esperanzas de acertar a un avión. Quiero decir, podrían matar a un par de guardias de la entrada o algo así, pero incluso eso es bastante difícil.

– Conozco esas bases y pienso lo mismo. Mi instinto me dice que van tras un objetivo más fácil.

– ¿Cómo…?

– No lo sé. Algo. Lo que sea. -Sacudió la cabeza-. Maldita sea.

– Calma, Liz.

– No puedo, porque sé que hemos pasado algo por alto. Cuando terminemos nuestras bebidas, quiero que le eches un vistazo a la lista de pasajeros para ver si se te ocurre algo.

– Será un placer. Estamos suponiendo que desde el momento en que Gunter murió, nuestra chica ya no tiene ninguna razón para ocultar sus actos en ningún sentido, ¿verdad?

– Sí. Todo lo que tiene que hacer es asegurarse de que la policía no la detenga por una simple infracción de tráfico. Mientras se mantenga limpia, estará a salvo. Su único punto vulnerable era su carnet de identidad robado. Tiene que estar en algún lado de esa lista, pero ya han tachado a todas las mujeres británicas entre los diecisiete y los treinta años.

– Entonces será francesa. Una francesa que habla el inglés tan bien como una nativa. No es tan extraño.

– Supongo que tienes razón -aceptó Liz, aunque sin estar convencida.

– Mira, de momento no hay nada que podamos hacer. ¿Por qué no vemos qué puede ofrecernos Bethany de cena, pedimos una botella de vino y…?

– Supongo que todavía estás digiriendo ese filete. ¿Y quién diablos es Bethany? ¿Esa adolescente malcarada que está detrás de la barra?

– Tiene veintitrés años. Y el recuerdo de la comida está desapareciendo rápidamente.

¿Por qué no?, pensó Liz. En el fondo, tenía razón. Hasta que no hubiesen investigado a las mujeres francesas de la lista no podían hacer nada. Y ella debería intentar relajarse un poco.

– De acuerdo, pues. -Sonrió, intentando animarse-. Veamos qué pueden hacer el señor Badger y su equipo de catering.

– Así me gusta. Y hasta entonces, retirémonos a tu boudoir y examinemos esa lista.

– Quizá deberías decirle a tu amiguita Bethany que cenaremos aquí.

– Oh, ya lo sabe -susurró Mackay y acabó con el último trago de Talisker-. Se lo dije cuando le pedí tu copa.

Una repentina explosión pareció sacudir las ventanas. Era un trueno. Fuera, el viento aumentaba y la lluvia repiqueteó furiosamente contra las ventanas, difuminando la amarillenta iluminación callejera. Bajo ella, Liz podía ver un cinco puertas blanco con identificación de la policía rodando a lo largo de la costa, revisando los coches aparcados.

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