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De la confluencia del río Lesser Ouse y el canal de desagüe de Methwold Fen hasta el pueblo de West Ford había unos cinco kilómetros en línea recta, pero siguiendo el sendero que bordeaba el canal aumentaba hasta los seis o siete. Y el camino tampoco era fácil. Tenían que rodear escaleras rotas o desaparecidas, extensiones -a veces de cientos de metros- en las que el sendero se había convertido en camino de paso para el ganado, y lugares donde los granjeros hacían caso omiso de ese mismo derecho de paso, barrando la ruta con verjas y alambre de espino hasta el mismo nivel del río. Todos esos obstáculos tenían que ser sobrepasados o rodeados, y hacia las diez de la mañana, a pesar del frío y el viento racheado, Jean ya sudaba lo suyo.

Vieron varios helicópteros revoloteando como mosquitos por el horizonte, pero ninguno se acercó a menos de ocho kilómetros. Sobre sus cabezas sólo pendían las nubes arrastradas por el viento. Y con cada paso Faraj y ella aumentaban la distancia que los separaba del epicentro de la búsqueda, situado en Marwell.

Pasaron cerca de varios pueblos, vieron paseantes enfundados en cazadoras y abrigos, y un par de ancianos pescadores con sus termos al lado, vigilando atentamente la corriente protegidos bajo sus paraguas, incluso una mujer de aspecto desaliñado que llevaba una cazadora turquesa y paseaba a su labrador por el sendero. Nadie les prestó atención, prefiriendo mantenerse a resguardo en sus propios mundos.

Por fin, cuando faltaba un cuarto de hora para las once, llegaron a los límites del pueblo que buscaban. La primera docena de casas parecían cajas de techo rojizo con adornos seudogeorgianos, el tipo de construcción especulativa de finales del siglo pasado. Más allá, el río se estrechaba y cruzaba un campo de tejos maduros que marcaba la frontera entre la iglesia al norte y un bosquecillo de encinas surcado de caminos al sur.

Jean y Faraj se encontraban en la ribera sur del Lesser Ouse, y unos escalones de piedra los llevaron hasta el bosque. Cuando la chica pensó en el lugar tal como era aquel verano diez años atrás, lo recordó como un sitio de luz verdosa y humo procedente de las barbacoas al aire libre. No obstante, en diciembre tenía poca magia. El camino era casi pantanoso y estaba sembrado de botellas y envases de comida. Incluso los árboles tenían un aspecto frío y húmedo.

Al menos les proporcionaba cobertura desde el aire, que era lo que más necesitaban. Más allá de los árboles podía verse el campo municipal de criquet. Siguiendo el camino del bosque, era posible llegar hasta la parte trasera del Pabellón, una estructura casi desmoronada de los años treinta que parecía una villa de estilo Tudor en miniatura.

Gracias a una puerta trasera, se podía entrar en el Pabellón. Su cerradura, fácil de forzar, rápidamente cedió ante la tarjeta de crédito de la Banque National de Paris de Jean, permitiéndoles el acceso a un interior escasamente iluminado. Exhaustos por la acumulación de tensión, se dejaron caer sobre un banco de madera que recorría toda la longitud de la pared. Al sopesar los riesgos, estuvieron de acuerdo en que mientras permanecieran en silencio y no utilizaran las linternas, lo más probable era que allí estuvieran a salvo. El máximo peligro era que otra gente intentase colarse en el lugar, quizá chicos buscando algún rincón tranquilo para drogarse o mantener relaciones sexuales. Aparte de eso, a ninguno se le ocurrió una razón por la que alguien del pueblo quisiera acudir al pabellón de criquet en pleno invierno.

Jean miró alrededor. Estaban en una especie de vestuario iluminado por dos ventanas altas y estrechas llenas de telarañas. Una hilera de ganchos recorría la pared por encima del banco -de un par de ellos todavía colgaban sucios uniformes de un equipo de criquet-, y en un rincón había un macizo fregadero de piedra.

Con muchas precauciones, abrió la puerta que daba a la parte delantera del Pabellón. Era una zona abierta con suelo de madera, una puerta cerrada y dos pares de postigos pintados de verde que cubrían sendos ventanales para que los jugadores pudieran contemplar el desarrollo del partido. Como en la sala posterior, dos altas ventanas dejaban entrar la luz y permitían ver un conjunto de sillas plegables y diversas cestas de mimbre con protectores, bates y guantes. De la larga pared colgaban un par de uniformes de arbitro y varias fotografías polvorientas de diversos equipos.

– ¡Ánimo, ánimo y a jugar! -murmuró Faraj.

– ¿Qué has dicho?

– Sólo una cancioncilla infantil. La aprendí en el colegio.

Jean se quedó mirándolo.

– Necesitamos encontrar una posición desde donde ver el exterior. Quizá podamos abrir un agujero en esos postigos o algo así.

– Demasiado arriesgado -negó él-. Además, no tenemos herramientas adecuadas. -Escaló el montón de sillas plegables y atisbo por una de las pequeñas ventanas laterales-. Ven, intenta subir hasta aquí.

Faraj descendió y Jean ocupó su lugar. Por la pequeña abertura, de poco más de medio metro cuadrado, pudo ver el cuadrante noroeste del campo. Más allá estaba la cerca que servía para delimitar el terreno de juego y, más lejos todavía, la carretera. Al otro lado se recortaban la silueta de una casa llamada La Terraza y la del pub San Jorge y el Dragón.

Tras desaparecer unos segundos en la sala posterior, Faraj volvió con los prismáticos y se los pasó a la chica. Frente a La Terraza estaba aparcado un Jaguar rojo oscuro; en el segundo piso, a través de las altas ventanas pudo ver una figura inmóvil. ¿Sería él?, se preguntó. ¿El hombre que había sido seleccionado en el otro extremo del mundo para morir? Moriría él y moriría su familia, como habían muerto tantos y tantos inocentes en Irak, Afganistán y otros países circundantes de manera casual -casi como una broma-, por decisión de seres ajenos a ellos, como si sólo fueran un montón de píxeles de un juego de ordenador. Después eran clasificados rutinariamente como «daños colaterales».

Agitó la cabeza. Esa gente aprendería lo que significaba «daños colaterales», y aprendería en sus propias carnes la diferencia entre lo cercano y lo remoto.

La figura se alejó de la ventana, y Jean se disponía a dejar los prismáticos cuando otra figura en la carretera captó su atención. Un hombre embutido en un impermeable pálido acababa de salir de un coche negro y estiraba brazos y piernas.

– También aquí tienen un dispositivo de seguridad -susurró alarmada-. Un hombre junto a un coche y… sí, otro dentro.

Faraj asintió tranquilamente.

– Era de esperar. Tendremos que acercarnos a la casa por atrás.

– Existe un callejón trasero que pasa entre los dos edificios. Cuando anochezca iré a echar un vistazo. Puede que en el jardín hayan colocado alarmas o luces, pero creo que podré pasar la bomba por encima del muro. Eso me dejará cerca de la puerta lateral de la casa.

– Esas viejas mansiones suelen ser sólidas y bien construidas, ¿verdad?

– Muy sólidas -dijo ella.

– Puede que no podamos matarlos a todos.

– No tenemos otra opción, Faraj.

– Deja que me lo piense. Tendrías que cambiarte y salir a comprar un poco de comida.

Ella asintió con la cabeza y volvió a la sala trasera. Asegurándose de mantener la cabeza por debajo del nivel de las ventanas, se lavó las manos con un pedazo de jabón Lifebuoy que encontró en una jabonera del lavadero y se las secó con una de las camisetas de criquet. Después buscó su neceser, sacó un pequeño estuche de maquillaje y dio comienzo a un ritual casi olvidado. Una ligera capa base, un toque de sombra en los párpados y un pálido toque de pintalabios. Quería parecer una chica criada en un confortable hogar de clase media, que desayunase muesli y zumo de naranja, no una terrorista que había dormido, sucia y hambrienta, en el barro acumulado debajo de un puente. También sacó ropa nueva y limpia de la mochila: un jersey lila de cachemir, unos pantalones militares grises y una chaqueta tejana acolchada que se ajustaba a su figura, todo comprado en unos grandes almacenes parisinos. Tal como esperaba, las botas de excursionista combinaban más o menos bien con su atuendo y le daban un aire estudiantil. Y el conjunto también combinaba con el último detalle, un pequeño bolso gris.

Cuando se sintió preparada, se miró en el espejo del vestuario. La transformación le pareció sorprendente. El pelo, en lugar de caer lacio y recto hasta los hombros, ahora parecía enmarcar su rostro. Faraj había hecho un trabajo sorprendentemente delicado; y el maquillaje, por supuesto, marcaba la diferencia. No había nada amenazador en la criatura convenientemente feminizada que le devolvió la mirada. Cruzó la puerta y caminó hasta Faraj con una expresión interrogante. El asintió, pero Jean creyó percibir una emoción indescifrable en sus ojos.

– Me voy de compras -avisó, metiendo la mano en su bolsillo para comprobar que llevaba el monedero.

– Prepararé la bomba. Que no te vean salir.

– Cuando dé seis golpes, déjame entrar. Cualquier otra señal será otra persona y quizá me habrán atrapado.

– Comprendido. Vete ya.

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