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– Éste es un país extraño -comentó Faraj Mansoor, eyectando el cargador de cinco balas de la PSS en la palma de su mano y dejándolo con cuidado sobre la mesa-. Muy distinto a como me lo imaginaba.

La mujer que adoptara el nombre de Lucy Wharmby estaba pelando patatas, manejando el cuchillo con rápidos y eficientes cortes, de manera que las mondas cayeran en su mano izquierda.

– No todo el país es así. No todo es tan expuesto y deprimente…

Él esperó que terminase la frase. Fuera, el sol todavía lanzaba tímidos rayos sobre el mar, pero el viento azotaba las crestas de las olas, convirtiéndolas en fino polvo de espuma.

– Creo que el país hace a las personas -sentenció Mansoor, revisando el mecanismo de retroceso de la PSS antes de volver a colocar el cargador-. Y creo que ahora, después de conocer el país, comprendo mejor a los británicos.

– Es un país frío -reconoció la chica-. Pasé mi infancia en un piso frío de paredes delgadas como el papel, oyendo discutir a mis padres.

Se guardó la pistola y apretó su cinturón.

– ¿De qué discutían?

– En aquellos momentos no estaba muy segura. Mi padre daba clases en la universidad, en un lugar llamado Keele. Era un buen trabajo para él y pretendía que mi madre se involucrara más en su vida universitaria.

– ¿Y ella no quería?

– Para empezar, nunca quiso irse de Londres. No le gustaba Keele y no hacía ningún esfuerzo por conocer a la gente. Acabó teniéndose que tratar contra la depresión.

Faraj frunció el ceño.

– ¿Cuáles eran sus creencias?

– Creía en… los libros y las películas, y las vacaciones en Italia, y en invitar a sus amigos a cenar.

– ¿Y tu padre? ¿En qué creía él?

– En sí mismo. Creía en su carrera, en la importancia de su trabajo y la aprobación de sus colegas. -Buscó un cuchillo de cocina y empezó a trocear las patatas con brío-. Más tarde, cuando la depresión de mi madre se agudizó, creyó que tenía derecho a compartir su cama con las alumnas.

– ¿Tu madre lo sabía?

– Lo descubrió muy pronto. No era estúpida.

– ¿Y tú? ¿Lo sabías?

– Lo supuse. Me enviaron a una escuela de Gales. -Se apartó el pelo de la frente con el reverso de la mano-. Es una región muy diferente a ésta, hay colinas. Incluso un par de ellas podrían llamarse montañas.

El la miró fijamente inclinando la cabeza.

– Estás sonriendo. Es la primera vez que te veo hacerlo.

La sonrisa y la mano se congelaron al instante.

– ¿Fuiste feliz allí? ¿En esa escuela de las colinas que casi son montañas?

– Supongo que sí -admitió encogiéndose de hombros-. Nunca lo pensé en esos términos.

Un recuerdo le acudió espontáneamente, un recuerdo olvidado hacía muchos años. Su amiga Megan había descubierto unos hongos alucinógenos que crecían entre los pinos detrás de la escuela, arracimados en los troncos podridos. Megan -que a los quince años ya era una estupenda bioquímica, especialmente en todo lo referente a los narcóticos- los reconoció de inmediato.

Al día siguiente, la escuela les dio permiso -es más, las animó- a recoger unos cuantos, habían cambiado algunas clases teóricas por otras prácticas en plena naturaleza. Aprovisionadas con una tartera llena de bocadillos y una botella de naranjada, fueron al bosque y recogieron media docena de hongos cada una. Extendieron una tela impermeable en el suelo y comieron un par cada una. Después se sentaron a esperar que las sustancias psicotrópicas hicieran efecto.

Durante media hora no pasó nada y entonces, simultáneamente, ambas empezaron a sentir náuseas y miedo, al tiempo que perdían el control sobre sus reacciones; sus miembros y su estómago ya no eran suyos, y Lucy sintió que se estaba ahogando. Los sonidos del bosque, antes un coro apenas audible de distantes trinos, ramas agitándose e insectos zumbando, se amplificó hasta alcanzar niveles de una intensidad casi insoportable. El mudo pinchazo de la luz a través de las ramas se convirtió en una falange de lanzas arco iris. Su nariz, garganta y pulmones parecieron llenarse con el agudo aroma de la resina, parecido a la trementina. Pasó el tiempo -quizá minutos, quizás horas- y esas sensaciones multiplicadas se transformaron en una especie de sublime arquitectura. Parecía estar vagando a través de una vasta red de zigurats que llegaban hasta las nubes y que cambiaban constantemente; de ellos colgaban jardines y mareantes columnatas. Creía estar al mismo tiempo dentro y fuera de su cuerpo, una espectadora de su propio avance por aquel extraño y exótico reino. Después, con la lenta disolución de las visiones, llegó una inmensa melancolía. Y cuando aquella tarde intentó comentar la experiencia con Megan, fue incapaz de encontrar las palabras adecuadas.

No obstante, sabía que las imágenes que había visto no eran accidentales, sino significativas. Eran una señal, un atisbo de lo celestial, una confirmación de su camino y su determinación.

– Sí -dijo por fin-. Allí fui feliz.

– ¿Y cómo terminó? La historia de tus padres, me refiero.

– En divorcio. La familia se rompió. Nada fuera de lo común.

Levantó el cuchillo de cocina por el mango con dos dedos, y lo dejó caer para que se clavase en la húmeda tabla de cortar.

– ¿Y los tuyos?

Avanzando por la cocina, Faraj tomó uno de los vasos baratos que había sobre la mesa, lo examinó con aire ausente y volvió a dejarlo en el mismo sitio. Entonces, como haciendo caso omiso de la cultura occidental asumida con la ropa que le habían comprado, se sentó en cuclillas.

– Mis padres eran tajikos de Dushanbe. Mi padre era un combatiente, un teniente de Ahmed Sha Massud.

– El León de Panjshir.

– El mismo, que viva eternamente. De joven, mi padre había sido maestro. Hablaba francés y un poco de inglés, aprendido gracias a los soldados británicos y norteamericanos que luchaban junto a los muyahidines. Fui a una buena escuela de Dushanbe y entonces, cuando tenía catorce años, nos trasladamos a Afganistán siguiendo a Massud, donde acudí a una escuela inglesa de Kabul. Mi padre esperaba que no tuviera que llevar la vida que él había tenido. La familia de mi madre tenía un poco de dinero y ambos vieron la educación como una forma de prosperar. Su sueño era que me convirtiera en oficial del ejército o funcionario público.

– ¿Qué sucedió?

– Que en el noventa y seis llegaron los talibanes. Tenían dinero de Estados Unidos y Arabia Saudí, y pusieron sitio a Kabul. Por la noche conseguimos escapar de los bombardeos y mi padre viajó al norte para reunirse con Massud. Quise ir con él, pero me envió a la frontera sur con mi madre y mi hermana pequeña. Desde allí teníamos que intentar entrar en Pakistán y escapar de los talibanes, pero no fuimos los únicos en tener esa idea. Tras meses de vagabundeo, por fin nos reunimos con otros tajikos y patanes desplazados, opuestos a los talibanes, en un pueblo llamado Daranj, al este de Kandahar.

– ¿Qué hacíais allí?

– Soñábamos con marcharnos. Con encontrar una vida mejor en Pakistán.

De pronto calló y pareció sumirse en un ensueño. Tenía los ojos abiertos pero su rostro carecía de expresión. Tardó unos segundos en reaccionar.

– Al final, quedó claro que nunca podríamos cruzar la frontera legalmente. Podríamos haber encontrado una forma de pasar, ya que existían pastores y correos que te guiaban a través de las montañas si pagabas bien, pero no queríamos ser refugiados apátridas. Creíamos ser mejores que eso.

»Tras varios años de guerra, mi padre regresó. Lo habían herido y ya no podía combatir. Y con él llegó otro hombre, alguien al que mi padre persuadió para que me llevase con él al otro lado de la frontera de Pakistán, alguien con influencia que podría enrolarme en una madraza, un colegio islámico de Peshawar.

– ¿Y te fuiste con él?

– Sí, me fui con él. Me despedí de mis padres y mi hermana, y crucé la frontera con ese hombre por el paso de Chaman, en dirección norte. Una semana después llegamos a Mardan, al noroeste de Peshawar y fui admitido en la madraza. Como en la frontera, no me hicieron ninguna pregunta.

– ¿Quién era ese hombre? ¿Tanta influencia tenía?

El sonrió y sacudió la cabeza.

– Muchas preguntas y muy poco tiempo. ¿Qué habrías hecho con tu vida si las cosas hubieran sido distintas?

– Nunca fueron distintas -replicó ella-. Para mí, no hubo elección.

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