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– ¿Cómo está tu pescado? -preguntó Bruno Mackay.

– Muchas espinas y poco sabor -respondió Liz-. Es como arrancar bolitas de pelo de un cepillo. En cambio, este vino es fabuloso.

– Estos locales que no aparecen en ninguna guía gastronómica tienen a veces botellas muy buenas en sus bodegas. Como nadie las pide, permanecen almacenadas durante años y años.

– ¿Esperando a un connoiseur como tú? -dijo Liz maliciosamente.

– Más o menos, sí. Ah, ahí viene Bethany con la salsa tártara.

– Que, como el vino, ha estado madurando tranquilamente en la bodega…

– ¿Sabes una cosa? -preguntó Mackay-. Eres una mujer muy crítica.

Liz estaba buscando una réplica adecuada cuando sonó su teléfono. Era Goss.

– Sólo llamaba para decirle que quizá tengamos un nombre para nuestro asesino. Mitchell ha estado mirando fotografías todo el día y ha hecho una identificación provisional. ¿Quiere que le envíe los datos por correo electrónico?

– Por supuesto.

– ¿Cuál es su dirección?

– Un segundo. -Le pasó el teléfono a Mackay-. Dale a Steve Goss tu dirección de e-mail. Tenemos una identificación del asesino.

Él asintió, y ella colocó el cuchillo y el tenedor en la posición de las seis en punto para indicar que se rendía con el pescado.

Diez minutos antes de que llegaran las fotos, estaban sentados en la Victoria, la habitación de Mackay. Se habían llevado el vino y los vasos, pero el penetrante olor del ambientador hizo que Liz no tuviera ganas de seguir bebiendo. Mackay se mostró de acuerdo.

– Hace que se te irrite la garganta. Lástima que Ray Gunter no fuera asesinado cerca de la playa de Aldeburgh, allí hay unos cuantos hoteles y restaurantes realmente espléndidos.

Ella asintió sin dejar de mirar el ordenador portátil situado sobre la mesa.

– Sabes cómo va a ser esto, ¿verdad?

– No. ¿Y tú? -preguntó a su vez Mackay frunciendo el ceño.

– Tengo una idea bastante aproximada -respondió Liz, mientras el polvoriento retrato de un hombre con gorra de muyahidín se materializaba en la pantalla.

– Faraj Mansoor -leyó él-. ¿Y quién diablos es Faraj Mansoor?

– Un antiguo mecánico de Peshawar. Conocido contacto de Dawood al Safa y actual propietario de un falso carnet de conducir británico hecho en Bremerhaven.

Mackay estudió la imagen de la pantalla.

– ¿Cómo lo sabes? ¿Qué me has estado ocultando?

– ¿No te lo ha contado Geoffrey Fane? Fue él quien se fijó en este tipo cuando nuestro enlace informó sobre el carnet de conducir. ¿De verdad me estás diciendo que no sabes nada acerca de este hombre? Al fin y al cabo, tú eres Mr. Pakistán.

– Te lo estoy diciendo de verdad. ¿Quién es?

Liz le contó lo poco que sabía.

– Así que lo único que tenemos es un nombre y una cara, nada más -resumió Mackay-. Ni contactos ni…

– No sé nada más, no.

– ¡Maldita sea! -Se hundió en la cama, cubierta por una colcha de un verde desvaído.

– Al menos sabemos qué aspecto tiene -apuntó Liz, estudiando los rasgos del hombre-. Bastante guapo, diría yo. Me pregunto qué habrá entre la chica y él.

– Sí, yo también. Supongo que la policía imprimirá y distribuirá fotos con su cara, ¿no?

– Supongo. Es un principio.

El asintió.

– No puede haber mucha gente con ese aspecto en East Anglia.

– No estoy tan segura. Su piel es muy pálida. Si lo afeitas, le haces un corte de pelo moderno y lo vistes con vaqueros y chaqueta, podría pasar inadvertido en cualquier calle importante del país. Mi instinto me sigue diciendo «cherchez la femme». Si podemos identificarla y conocer su vida, podremos encontrarlos a los dos. ¿Se te ocurre algo, lo que sea, respecto a la lista de pasajeras del Eurostar?

– Sólo una confirmación de lo injusta que es la vida.

– ¿Qué rayos significa eso?

– ¿Puedes imaginarte lo que es nacer con un nombre como Adrienne Fantoni-Brizeart o Jean d'Alvéydre? -preguntó Mackay-. Cualquier presentación sería una declaración de amor.

– ¿Esos dos nombres están en la lista? -se extrañó Liz. Algo, un súbito atisbo de idea…

– Por lo que recuerdo, sí.

– Repítelos. Repite otra vez esos nombres.

– Bueno, creo que había una mujer llamada Adrienne Fantoni-Brizeart y un hombre llamado Jean d'Alvéydre o algo parecido. ¿Por qué?

– No lo sé. Algo… -Cerró los ojos para concentrarse-. No. Lo he perdido.

– Conozco esa sensación -dijo Bruno-. Lo mejor es archivarla y olvidarla. Cuando esté lista, saldrá a la luz por sí sola.

Liz asintió con resignación.

– Sé que hoy has ido a Lakenhead. ¿Piensas ir a las otras bases, Mildenhall y Marwell?

– No. Quería ir a Mildenhall, pero el comandante de la base no estaba. Me acercaré mañana por la mañana. ¿Te apetece venir conmigo?

– No; creo que me quedaré. Tarde o temprano alguien encontrará ese coche alquilado. Whitten tiene gente buscando por todo el…

El teléfono de Liz dejó escapar un leve blip, y ella lo sacó de su cinturón sin fijarse en quién llamaba.

– ¿Jude?

– No, no soy Jude, quienquiera que sea ella. O él. Soy yo, Mark. Escucha, te dije que iba a hablar con Shauna. Bien, pues ya lo he hecho. He…

No siguió escuchando. No podía permitirse que la distrajera y se le escapara la idea que un segundo antes estaba a punto de concretar.

– Mark, estoy en una reunión, ¿vale? Te llamaré mañana.

– Liz, por favor, yo…

Ella ignoró las protestas y colgó.

– ¿Quién era? -se interesó Mackay sonriendo.

Pero Liz ya estaba de pie.

– Espera, quiero que mires la lista del portátil. Vuelvo enseguida.

Salió de la habitación de Mackay y cruzó el pasillo hasta la Temeraria. Conectó su propio portátil, tecleó su contraseña y bajó sus mensajes. Tardó menos de un minuto en encontrar lo que buscaba.

– Tenías razón -le dijo a Mackay, de vuelta en la Victoria -. Hay un Jean d'Alvéydre.

– Hum… sí, claro.

Ella consultó la lista.

– Y un Jean Boissevin, y un Jean Béhar, y un Jean Fauvet, y un Jean d'Aubigny, y un Jean Soustelle.

– Exacto.

– Y te apuesto lo que quieras a que uno de ellos no es un Jean, sino una Jean.

Mackay frunció el entrecejo.

– ¿Quieres decir que la han puesto en la lista de hombres únicamente porque tiene un nombre que suena francés?

– Exacto.

– Dios mío, podrías tener razón -susurró-. Podrías tener toda la maldita razón. -Le arrebató la lista de las manos-. Yo apostaría por éste.

– Yo también elegiría ése -admitió Liz, tomando su bolso-. Espera aquí. Dame cinco minutos.

Si la cabina frente al mar era poco atractiva de día, de noche resultaba todavía peor. El suelo de cemento estaba cubierto de colillas y el auricular apestaba a alcohólico por el aliento del último cliente.

– Jude… -comenzó Liz.

– Me temo que no tengo buenas noticias -la cortó Judith Spratt-. Hemos investigado el sesenta por ciento de los nombres franceses y los resultados son negativos.

– Jean d'Aubigny -precisó Liz-. Segunda página. Entre los nombres franceses.

Una pausa.

– Oh, Dios mío, sí. Ya te entiendo. Podría ser un nombre inglés. Lo…

– Llámame.

Mackay y ella tuvieron tiempo de terminar el vino y de tomarse una taza de café cada uno. Cuando por fin llamó Judith, Liz inmediatamente adivinó por su tono que tenía razón. Terminó en la cabina telefónica, con su espalda apretada contra el pecho de Mackay, pero no podía importarle menos.

– Jean D'Aubigny, veinticuatro años -informó Spratt-. Nacionalidad: británica. Dirección actual: diecisiete, passage de l'Ouled Naïl, deuxiéme étage a gauche, Corentin-Cariou, París. Registrada como estudiante en el departamento Dauphine de la Sorbona, literatura urdu. Felicidades.

– Gracias -exclamó Liz, dando media vuelta para hacerle un gesto de asentimiento a Mackay, que le devolvió una amplia sonrisa y levantó el puño eufórico. «Ya te tengo -pensó-. ¡Ya te tengo!»

– Los padres están separados y viven en Newcastle. No esperaban a Jean por Navidad, ya que les dijo que se quedaría en París con unos amigos de la universidad. Acabamos de hablar con su tutor en Dauphine, un tal doctor Hussein: no ha visto a Jean desde el final del curso pasado. Suponía que se había rendido.

– ¿Pueden los padres enviarnos algunas fotografías?

– Estamos en ello, y en cuanto tengamos algo os lo enviaremos por correo electrónico. Aparentemente, Jean no vive con ninguno de los padres desde hace varios años, pero de todas formas he mandado un par de agentes para que hablen con ellos en persona. También hemos sugerido a los franceses que le echen un vistazo al piso de Corentin-Cariou.

– Vamos a necesitarlo todo -advirtió Liz-. Amigos, contactos, compañeros de estudios… todo el lote.

– Lo sé -respondió Judith-. Y lo tendremos. Estad atentos al correo electrónico. ¿Pensáis quedaros ahí, en Norfolk?

– Yo sí. Esa chica está aquí por alguna razón, estoy segura.

– Entonces hablaremos más tarde.

Liz cortó la conexión y dudó con el dedo apoyado en el dial. Primero a Steve Goss, decidió, después a Whitten.

«¡Sí, ya te tengo!»

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