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Liz insistió en ir en su coche. El encuentro con Zander era parte de «su» operación y quería que Mackay comprendiera que sólo era un pasajero que se encontraba allí por acuerdo tácito.

Mackay, percibiendo su resolución, no discutió. En vez de eso, la trató con toda la deferencia posible, llegando incluso a aceptar una revisión de su aspecto general. Ella dio el visto bueno. No eran sus ropas las que podían atraer la atención, aunque llevara una cazadora de cuero color canela y unos pantalones chinos de una calidad visiblemente superior a la media; se trataba de la ropa combinada con la personalidad. En una sala atestada, Mackay sería la primera persona en la que te fijarías. El conjunto era muy llamativo.

En Pakistán, supuso Liz, un europeo era un europeo. Diferente por definición. No obstante, en Essex, había una infinidad de sutiles distinciones en la forma en que la gente se presentaba. Liz había traído parte de su guardarropa, y ahora llevaba una chaqueta de cuero y unos vaqueros. La chaqueta era de aspecto barato y clásico. Una madre soltera yendo de compras. Un ligero toque de maquillaje, cabello lacio, expresión neutra. Invisible en cualquier calle concurrida.

No tardaron en dirigirse hacia el sur, hacia Swaffham. Liz conducía con cuidado, respetando escrupulosamente los límites de velocidad.

– Explícame otra vez por qué Zander tendría que exponerse en beneficio nuestro -pidió Mackay, mientras intentaba ajustar el reposacabezas del Audi-. ¿Qué puede ganar, aparte de tu aprobación?

– ¿No crees que eso le baste?

El sonrió burlonamente.

– Bueno, no es que crea que resulta fácil conseguir tu aprobación. Yo mismo podría pasarme la vida intentándolo sin conseguirla. Pero sí, preguntaba qué más puede ganar aparte de eso.

– Soy su póliza de seguros. Sabe que si me ofrece un buen material, intervendré en su favor si la Brigada Antidroga o el CDI le acusan de algo. Por eso no quiere hablar con Bob Morrison. Morrison es un agente del Cuerpo Especial del tipo duro, que desprecia a los Zander de este mundo. Y Zander lo sabe.

– Parece un poco miope por parte de Morrison.

– Bueno, es un punto de vista. Mis sospechas son que, antes o después, la policía pillará a Melvin Eastman e intentará crucificarlo. Y cuando eso ocurra, necesitará a alguien como Zander que acepte declarar contra él como testigo presencial.

– Por lo que dices, ese tipo, Eastman, no se sentiría muy feliz. Ordenará que lo maten y Zander debe saberlo.

– Lo sabe, estoy segura. Pero si confía en mí, y siempre he jugado limpio con él, quizá pueda convencerlo de que nos entregue las pruebas necesarias.

Llegaron a Braintree con cuarenta minutos de adelanto, y siguieron las indicaciones para llegar a la estación del ferrocarril.

– ¿Repasamos cómo quieres que hagamos esto? -sugirió Mackay.

– Claro. Él espera que llegue sola al último piso de un edificio de aparcamientos, así que te dejaré fuera, a un par de minutos a pie del edificio. Subiré al último piso y aparcaré, tú nos seguirás a pie. Instálate cerca de las escaleras o del ascensor, y vigila los coches que entren. En cuanto vea a Zander, te llamaré y te describiré su coche. Y en cuanto te asegures de que no le sigue nadie, me devuelves la llamada y lo abordaré.

Mackay asintió, era el procedimiento estándar. Frankie Ferris era cauto por naturaleza pero, dados los acontecimientos de los dos últimos días, era posible que Eastman quisiera mantenerlo vigilado.

Liz frenó cerca del edificio de aparcamientos. Intercambiaron sus respectivos números de teléfono y conectaron el efecto vibrador. Mackay cerró la cremallera de su cazadora y se deslizó hacia las sombras mientras Liz enfilaba hacia el piso superior.

Durante la media hora siguiente, mientras ella esperaba sentada en su coche, tres vehículos llegaron hasta el último piso. Varios más entraron en el aparcamiento, pero ocuparon plazas vacantes en los pisos inferiores. Por fin, cuando sólo faltaban cinco minutos para las ocho, un Nissan Almeira plateado ascendió hasta su nivel y Liz reconoció los pálidos rasgos de Frankie Ferris al volante. Pulsó el botón de llamada rápida de su teléfono.

– Dame un par de minutos -pidió Mackay.

Frankie aparcó en el rincón más alejado de su posición y ella le vio consultar nerviosamente el reloj antes de apagar el motor y las luces de posición del Nissan.

Pasaban tres minutos de las ocho cuando sonó el teléfono de Liz.

– Lo han seguido -avisó Mackay.

– Entonces abortamos -ordenó rápidamente-. Te recogeré en la salida dentro de cinco minutos.

– No hace falta. Sigue con el plan.

– La cita corre peligro. Sal de ahí.

– El tipo que sigue a Zander ha tenido un problema y ahora está inmovilizado en la escalera. Sigue con la cita.

– ¿Qué has hecho? -siseó Liz.

– He asegurado nuestro contacto. Ahora, adelante. Tienes tres minutos. -Y colgó.

Liz atisbo alrededor. No se veía ningún rastro de movimiento. Aunque aprensiva, salió del Audi y caminó por el suelo de cemento aproximándose al Almeira plateado. Su conductor bajó el cristal de la ventanilla. Dentro del lujoso interior, Frankie parecía delgado y asustado.

– Coge esto y simula que me estás pagando -dijo con voz temblorosa, mientras le alargaba una pequeña papelina. Liz se la guardó en el bolso y fingió que le pasaba dinero.

– Mitch -susurró con urgencia-. Cuéntame.

– Kieran Mitchell. Transportista, traficante, matón a sueldo, lo que sea. Tiene un local grande a las afueras de Chelmsford, en una de esas propiedades cerradas.

– ¿Trabaja para Eastman?

– Con él. Tiene su propia gente.

– ¿Lo conoces?

– Lo he visto algunas veces bebiendo con Eastman. Es un hijo de puta peligroso. Tiene los ojos blancos, como los cerdos.

– ¿Algo más?

– Sí, transporta cosas de aquí para allá. Ahora márchate, por favor.

Liz volvió rápidamente al Audi y enfiló directamente la rampa. Un piso más abajo recogió a Mackay, que la esperaba apoyado en una barrera.

– ¿Qué diablos ha pasado? -preguntó furiosa.

El saltó al asiento del pasajero.

– ¿Has identificado a Mitch?

– Sí. Pero ¿qué rayos has hecho?

– Estaban siguiendo a Zander. Obviamente, Eastman sospecha algo. El tipo llegó un minuto después de tu hombre y aparcó en esta planta.

– ¿Cómo sabías que lo estaba siguiendo a él?

– Lo seguí hasta la escalera y empezó a subir, no a bajar, así que lo neutralicé.

Ella pisó el freno. Las ruedas del Audi gimieron en la rampa.

– ¿Qué quieres decir?

Tras buscar en su bolsillo, Mackay extrajo un delgado objeto de plástico, parecido a un teléfono móvil.

– La pistola atontadora C-6 de industrias Oregón, también llamada «el Amiguito». Descarga un buen voltaje en el sistema nervioso central. Resultado: objetivo incapacitado de tres a seis minutos, dependiendo de su constitución física. Ideal para vigilantes de prisiones, resistencia a los arrestos o control de pacientes mentales violentos.

– Y completamente ilegal en el Reino Unido -apostilló Liz.

– La MET lo está estudiando mientras hablamos, pero el asunto es que estas pistolitas se han convertido en un accesorio de primera, por eso me he quedado con el reloj y la cartera del tipo en cuestión. En teoría sólo ha sido víctima de un robo, pero dado que ha fallado en su misión de seguimiento, supongo que no dirá ni una palabra. Parecería muy estúpido admitiendo ante Eastman que no ha podido hacer su trabajo porque lo han robado en una escalera.

– Supones.

– Oye, Zander está acabado -sentenció Mackay-. El hecho de que vigilen sus pasos es una prueba. Lo esencial era lograr identificar a Mitch, y puedes estar segura que no habríamos tenido otra oportunidad para conseguirlo. Ahora, sugiero que nos larguemos de aquí antes de que nuestra víctima se recupere.

Pisando el embrague, Liz lanzó al Audi hacia delante.

– Como hayas electrocutado a una persona inocente…

– Si lo es, se recuperará -contestó Mackay restándole importancia-. Esas cosas no producen un daño permanente, las han probado en el Departamento de Policía de Los Angeles. No es que esos chicos sean la forma de vida más evolucionada de la Tierra, pero…

– ¿Y qué te propones hacer con el reloj y la cartera que le has robado?

– Investigaremos al propietario y veremos si es uno de los hombres de Eastman. Después, si quieres, se lo podemos enviar todo por correo con una nota anónima que diga que lo encontramos en un aparcamiento. ¿Qué te parece?

Ella no apartó los ojos de la rampa.

– Mira, Liz, sé que estás molesta por haberme metido en tu caso, sobre todo porque hasta ahora has tenido que hacer todo el trabajo de campo. Lo comprendo, de verdad. Pero, en el fondo, ambos buscamos lo mismo, atrapar a ese bastardo antes de que mate a más gente, ¿de acuerdo?

Liz inspiró hondo.

– Aclaremos las cosas. Si vamos a trabajar juntos, establezcamos unas cuantas reglas. Y la primera es que utilizaremos el material adecuado, nada de armas de vaquero. Has arriesgado la vida de mi agente con eso, por no decir toda la operación.

Mackay iba a replicar, pero ella lo cortó antes de que emitiera la primera palabra.

– Si el caso termina con un arresto y resulta que hemos quebrantado la ley, el abogado defensor saltará de alegría. Estamos en Inglaterra, no en Islamabad, ¿vale?

Mackay se encogió de hombros.

– Zander puede darse por muerto, y tú lo sabes. Crees que Bob Morrison informa a Eastman, ¿verdad?

– ¿Tú también lo has deducido?

– Me preguntaba por qué insistías en hablar con Zander para identificar a Mitch, cuando era mucho más fácil acudir al Cuerpo Especial de Essex. Pero te preocupaba que Morrison pudiera avisar a Eastman y entonces Mitch desapareciera.

– Era una posibilidad -admitió Liz-. Quizás un uno por ciento únicamente, no tengo ninguna prueba contra Morrison, ninguna. Es puro instinto.

– ¿Podemos compartir las conclusiones de tu instinto en el futuro?

– Veamos cómo va todo, ¿de acuerdo? -Soltando una mano del volante, buscó en su bolsillo la bolsita de papel que le había dado Frankie Ferris y se la alargó a Mackay-. Zander estaba muy nervioso, me hizo fingir que era una compradora de droga, así que debe de sospechar que Eastman puede estar vigilándolo. Échale un vistazo a esto.

– Son Smarties -exclamó Mackay alborozado-. ¡Me encantan!

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