El móvil de Liz sonó mientras se encontraba en la North Circular, encajonada entre un minibús escolar y un camión cisterna. Su coche era un Audi Quattro azul oscuro de segunda mano, comprado con la modesta cantidad de dinero que le había legado su padre. Necesitaba un buen lavado y el reproductor de CD estaba en las últimas, pero funcionaba suave y silenciosamente incluso a veinte kilómetros por hora. Mientras tanteaba el asiento del conductor en busca del teléfono, uno de los niños que se apretaba contra la luna trasera del minibús le sacó la lengua lascivamente. «¿Qué puede tener? -se preguntó-. ¿Doce años? ¿Catorce?» Ya no sabía deducir la edad de los niños, si es que alguna vez había sabido. Respondió la llamada.
– Soy yo. ¿Dónde estás?
Aguantó la respiración. Otros chicos se habían sumado al primero, riendo y gesticulando de forma obscena. Se obligó a apartar la mirada. Odiaba recibir llamadas mientras conducía y le había pedido a Mark que nunca, en ninguna circunstancia, la llamase en horas de trabajo.
– No estoy segura, ¿por qué? ¿Qué sucede?
– Tenemos que hablar.
– ¿Qué quieres? -preguntó ella.
– Lo que quiero siempre. A ti. ¿Adónde vas?
– Estaré un par de días fuera de la ciudad. ¿Cómo está Shauna?
– En plena forma. Este fin de semana voy a hablar con ella.
Activó los limpiaparabrisas. Los niños habían desaparecido.
– ¿De algo en concreto? ¿O sólo charlaréis del tiempo y cosas así?
– Le hablaré de nosotros, Liz. Pienso decirle que estoy enamorado de ti. Que voy a dejarla.
Liz se quedó mirando fijamente el minibús que la precedía, mientras se hacía añicos como un espejo. Aquello no podía pasar, así de simple. Habría un divorcio y su nombre quizá surgiera en pleitos y tribunales.
– ¿Has oído lo que he dicho?
– Sí, te he oído. -Entró en la M-ll. Las luces rojas de posición se refractaban en la lluvia.
– ¿Y?
– ¿Y qué?
– ¿Qué opinas?
– Creo que es la peor idea que he oído en mi vida.
– Tengo que decírselo, Liz. Es justo.
Ella sentía que la rabia le recorría todo el cuerpo, nublándole la mente.
– Mark, como se lo digas, te prometo que…
– Seremos sólo nosotros, Liz. Nosotros y la noche.
Una idea, la fracción de una idea, relampagueó a través de la oscura nube de su furia.
– Repítelo.
– ¿Qué? ¿Eso de nosotros y la noche?
La noche. El silencio.
– ¿Qué? ¿Qué ocurre?
Seguía allí, latiendo con fuerza pero fuera de su alcance. Y era importante, estaba segura.
– Te llamaré después -dijo.
– Liz, pero ¿qué…? Te estoy hablando de terminar con mi matrimonio, de dejar a Shauna, de nuestro futuro.
La noche. El silencio. Maldita sea.
– Tengo que colgar. Ya te llamaré.
– Te quiero, Liz, no puedo…
Colgó. Dos carriles estaban cerrados y las flechas indicadoras embotellaban el tráfico. Maldición. Tenía que aferrarse a aquel germen de idea. Mark volvería a llamar, estaba segura, así que apagó el teléfono. Tardó diez minutos en poder detenerse a un lado de la carretera y llamar a Goss.
– ¿Puedo repasar un par de detalles con usted? -preguntó ansiosa-. ¿Han establecido la hora exacta de la muerte de ese tal Gunter?
– Según el patólogo, entre las cuatro y cuarto y las cinco menos cuarto.
– ¿Había más gente cerca?
– Una docena de camioneros durmiendo en sus cabinas.
– ¿Y el disparo no despertó a ninguno?
– No. Al menos, a ninguno de los que hemos entrevistado hasta ahora.
– ¿Ha visto la bala?
– Sí, Balística la recuperó.
– ¿Y seguro que es del calibre 7,62?
– Eso han dicho, 7,62 antiblindaje.
– A esa distancia sería como golpear una nuez con un mazo, ¿verdad?
– Bueno, van a tener que rebozar la pared.
Liz meditó sobre aquella información mientras el viento azotaba el coche. No tenía ni idea de dónde se encontraba.
Pasaron tres horas antes de que descubriera los primeros signos de la existencia de Marsh Creake, tras pasar por un cruce de dos estrechas carreteras. A ambos lados, los campos azotados por el viento se extendían hasta el horizonte; por encima, el cielo estaba plúmbeo y cargado de lluvia. Muchas veces, los pueblos pequeños no son más que un puñado de granjas esparcidas, con sus muros de sílex y sus techumbres de tejas curvas visibles desde kilómetros de distancia.
A finales de verano, supuso Liz, esos campos serían un estallido de oro y los canales que los recorrían reflejarían el azul del cielo; pero, en esa época del año, el paisaje no era más que una mancha marrón plomizo. Los tallos del maíz habían sido cortados y sus restos esparcidos por el húmedo suelo. Podías caminar hasta el infinito y no llegar a ninguna parte.
Mientras conducía en dirección a Marsh Creake, los campos se convirtieron en los perfilados greens de un campo de golf. No parecía que hubiera nadie jugando en aquel momento, pero unas cuantas personas se habían reunido junto a la puerta del pequeño edificio social del club, una estructura con techo de hierro pintado de verde. Liz prosiguió por la carretera, pasando entre las dunas de arena pálida empapada por la lluvia a un lado y las viejas villas estilo años sesenta al otro, hasta que se encontró frente al mar.
La marea estaba baja y, cerca de allí, un muro bajo e irregular dejaba expuesta a la vista la extensión gris verdosa de las marismas. Estrechos canales serpenteaban a través de ellas, con sus riberas horadadas por enjambres de gusanos; a unos cien metros, un regimiento de pájaros patrullaba buscando comida delicadamente con sus picos.
Cuando miró hacia el este, su interés se vio atraído por un promontorio boscoso y el techo de una enorme casa georgiana. ¿Sería aquello el cabo que había visto en el mapa? Ahora debía encontrarse al oeste de Marsh Creake. Decidió conducir hasta allí para asegurarse.
Dos minutos después tuvo que detenerse. A su derecha, la carretera estaba bordeada por la periferia del campo de golf; a su izquierda, en el punto opuesto a aquel en que el campo de golf se convertía en un pantanal de juncos, un edificio de madera con terraza se anunciaba como el club de vela de Marsh Creake. Al igual que el edificio del club de golf, parecía construido a escala, casi en miniatura, y estaba situado sobre una cala cuyas marismas servían como puerto de anclaje a una docena de barcos de poco calado. Se oía el débil susurro del viento contra sus mástiles y cordajes. Era imposible llevar hasta allí un barco de carga por la noche. A un lado de la ensenada, boyas señalizadoras instaladas en el extremo de unas sogas flotantes marcaban el canal navegable durante la marea alta, pero sin antorchas o luces de posición sería muy arriesgado intentar embocarlo. Aquél no era el cabo de Eastman.
Más allá del club de vela se encontraba el edificio georgiano que había visto antes. Según rezaba un rótulo se llamaba Creake Manor, y parecía muy imponente. Frente a la casa, una mujer rubia al volante de un Cherokee verde metalizado hablaba por un teléfono móvil y, por lo que Liz podía ver, ojeaba una revista al mismo tiempo. El motor del coche ronroneaba serenamente, lanzando chorros de humo blanco contra un macizo de hortensias.
Cuando Liz pasaba ante las puertas de entrada, la mujer alzó la mirada. Inquisidoramente al principio, pero luego sólo con ligera irritación. Recuperando su sonrisa de turista, Liz se alejó con su coche. Los terrenos de la propiedad, delimitados por un muro bastante alto, parecían extenderse hasta donde alcanzaba la vista. Grandes árboles -encinas, robles, un haya- se alzaban tras el muro de ladrillos.
Creake Manor, según descubrió Liz, era la última casa del pueblo, y ni ella ni el club de vela parecían ni remotamente acondicionadas para ninguna clase de contrabando. Volvió al cruce de caminos en forma de T y encaró el Audi hacia la parte principal del pueblo.
Este, aunque poseía cierto encanto a la antigua usanza, no tenía el aspecto de un lugar que hubiera desterrado a todos sus habitantes originales para sustituirlos por ricos londinenses que sólo venían los fines de semana. En esencia, Marsh Creake consistía en un puñado de casas levantadas irregularmente a lo largo de la carretera que bordeaba la costa. Tenía un garaje con tres surtidores y un taller adosado de suelo grasiento; junto a ellos, el pub Trafalgar, cuyos ladrillos y vigas exteriores sugerían que su construcción databa de los años de posguerra. Junto al pub se erguía un centro cultural con tejado de dos aguas, a través de cuyas ventanas podían verse hileras de sillas plegables amontonadas. Siguiendo hacia el oeste a lo largo del frente marino, Liz descubrió las tiendas del pueblo y una tienda de recuerdos que parecía cerrada durante el invierno. Más allá se divisaban varias calles de casas de ladrillo rojo y un edificio bajo, el ayuntamiento.
Una curva de la carretera y una hilera de viejos pinos ocultaban el edificio más occidental del pueblo, Headland Hall. Era un edificio Victoriano gris carente de todo encanto, cuyas torretas y ventanas góticas sugerían un hotel o un ayuntamiento más que una casa privada. En la parte que daba al mar, apenas visible a causa de los árboles que rodeaban la casa, se adivinaba un jardín vallado que llegaba hasta las ahora expuestas marismas. La casa era menos elegante que Creake Manor, un kilómetro más al oeste, y los terrenos menos cuidados, pero existía cierta simetría entre ambos edificios, daban la impresión de ser dos sujetalibros que apuntalaran el pueblo entre ellos, y sugerían implícitamente cierta rivalidad. Ambos transmitían una incuestionable sensación de dinero e influencia. ¿Podía ser Headland Hall el lugar donde descargaron en la orilla «veinte más un especial»?, se preguntó Liz. No era imposible.
Un par de minutos después, tras un giro en redondo de tres maniobras, Liz ya había regresado al centro del pueblo. Aparcó el Audi frente al mar y salió al exterior luchando contra un fuerte viento del este, provocando que una bandada de gaviotas levantase el vuelo desde un banco de cemento y se alejasen volando, describiendo en el aire un círculo casi completo.
Las palabras In Memoriam lucían inscritas sobre la entrada del centro cultural. Una vez dentro, el frío y la humedad hacían pensar que el edificio no se utilizaba de forma regular. Gran parte del espacio estaba ocupado por montones de sillas plegables. En un extremo había un pequeño escenario, cuyo telón semiabierto revelaba un piano polvoriento; en el otro, un ordenador portátil y una impresora descansaban sobre una mesa improvisada con un amplio tablero y unos caballetes. Frente a la mesa, una policía y un agente de paisano instalaban un reproductor de vídeo y un monitor.
Cuando Liz miró alrededor, un pelirrojo enjuto de chaqueta de cuero ya se dirigía hacia ella.
– ¿En qué puedo ayudarla?
– Busco a Steve Goss.
– Soy yo. Y usted debe de ser…
– Liz Carlyle. Hemos hablado por teléfono.
– Oh, sí. Por supuesto. -Le echó un vistazo de reojo a la ventana salpicada por la lluvia-. Bienvenida a Norfolk.
Se estrecharon la mano e intercambiaron sonrisas. Liz supuso que tendría unos cuarenta y cinco años.
– El comisario todavía está ventilando algunos detalles en el área de servicio donde tuvo lugar el tiroteo, pero el fotógrafo acaba de enviarme un e-mail con las fotografías que ha tomado allí. ¿Por qué no les echamos un vistazo? Así, después podremos ir al pub a comer unos sándwiches y charlar para descongelarnos un poco.
– Por mí, perfecto.
Saludó con la cabeza al personal de la policía, que la observaba con miradas recelosas pero caras inexpresivas. Salvó un montón de cables eléctricos y siguió a Goss hasta la mesa de caballetes. El agente del Cuerpo Especial abrió una silla plegable para ella y se sentó en otra similar ante su ordenador portátil.
– Muy bien. Gunter, Raymond… allá vamos.
En la pantalla parpadearon columnas de imágenes en miniatura.
– Sólo le mostraré las fotos clave -susurró Goss-. Si no, podríamos pasarnos aquí todo el día.
– Está bien -asintió Liz-. Si hay algo que necesite volver a ver, siempre puedo revisarlas.
La primera imagen que Goss aumentó de tamaño era una panorámica del área de servicio. En los lejanos límites de su borrosa extensión, los grandes camiones tenían el aspecto de hoscas bestias prehistóricas con sus húmedas lonas brillando por la lluvia acumulada. A la izquierda se veía un edificio bajo prefabricado, con un letrero donde se leía «Café Fairmile»; las luces del exterior iluminaban débilmente el interior y podían distinguirse los coloridos rizos de la decoración navideña; a la derecha se erguía un bloque de cemento: los lavabos. Más allá, una línea de policías con chaquetas amarillas fluorescentes e impermeables peinaban el terreno.
Las fotos siguientes mostraban el interior del café. Debía de ser un lugar bastante animado cuando estaba abierto y sus grandes teteras humeaban. No obstante, vacío como ahora resultaba bastante lúgubre a pesar de las tiras de papel y los Papá Noel hinchables.
La tercera tanda estaba dedicada al bloque de los lavabos. Primero el exterior, donde forenses y patólogos pululaban alrededor, con sus protectores monos azules y aspecto ensimismado, mientras la lluvia se acumulaba alrededor del bloque antes de penetrar por la puerta abierta. Estaba vacío… al menos de seres vivos. Baldosas blancas revestían las paredes y podía verse un lavabo, dos urinarios colgados de la pared y una cabina cerrada para el retrete. Un primer plano mostraba que la cerradura de la cabina estaba rota. En lugar del rollo de papel higiénico, una guía telefónica de Páginas Amarillas colgaba de una cuerda.
En la última secuencia aparecía Ray Gunter. Estaba vestido con un jersey otrora blanco y unos pantalones Adidas azul oscuro. Yacía en el suelo, bajo una gran mancha de sangre seca y tejido cerebral en la pared. En el centro de la mancha se veía un agujero negro, allí donde la bala había atravesado un azulejo. Un largo reguero de un rojo amarronado descendía por la pared hasta el cuerpo desplomado. La bala había entrado por encima de la ceja izquierda, dejando el rostro más o menos intacto; no obstante, la parte posterior del cráneo prácticamente había desaparecido y su contenido estaba desparramado por el suelo de cemento.
– ¿Quién lo encontró? -preguntó Liz, entrecerrando los ojos a causa del sangriento horror de las fotografías.
– Un conductor de camión. Hacia las seis de la mañana.
– ¿Y la bala?
– Tuvimos suerte. Atravesó la pared de los lavabos y se alojó en el muro del café.
– ¿Algún rastro del que disparó?
– No. Y hemos buscado por cada centímetro del suelo y paredes. Incluso han examinado las uñas de la víctima por si acaso, pero no tengo muchas esperanzas.
– ¿Dónde estaba el asesino cuando disparó?
– Ahora mismo es difícil saberlo, pero lo bastante lejos como para que el arma no dejara ningún rastro de quemaduras en la víctima. Tres o cuatro metros quizá. Quienquiera que fuera sabía exactamente lo que estaba haciendo.
– ¿Qué quiere decir?
– Disparó a la cabeza. Apuntar al pecho era mucho más fácil, pero nuestro asesino quería asegurarse. Gunter debió de morir antes incluso de que sus rodillas cedieran.
Liz asintió pensativamente.
– ¿Y nadie oyó nada?
– Nadie admitirá haber oído nada. Pero, claro, puede que hubiera camiones yendo y viniendo, y toda clase de ruidos ambientales.
– ¿Cuánta gente había por los alrededores?
– Una docena de camioneros durmiendo en sus cabinas. El café cierra a medianoche y abre a las seis de la mañana. -Apagó el portátil y echó su silla hacia atrás-. Sabremos más cuando llegue la grabación de la cámara de seguridad, aproximadamente dentro de una hora. ¿Qué tal esa bebida?
– ¿La que precede al sándwich?
– Esa misma.
La calidez del Trafalgar fue reconfortante después del lúgubre frío del centro cultural. El bar estaba panelado en roble y decorado con retratos de Nelson, nudos marineros, barcos dentro de botellas y demás parafernalia naval. Sobre la zona de servicio reservada a los camareros colgaba una Insignia Roja al Valor enmarcada. El local olía a abrillantador de madera y humo de tabaco. Un puñado de clientes de mediana edad murmuraba y asentía alrededor de un almuerzo frío, acompañado de ensaladas y medias pintas de cerveza.
Goss ordenó una pinta para él, una taza de café para Liz y sándwiches tostados. Liz no depositó muchas esperanzas en el café, y los sándwiches tampoco le apetecían demasiado, pero necesitaba comer algo. Tenía tendencia a dejarse llevar por el ímpetu del trabajo y olvidar cosas tan elementales como la comida, y lo sabía. A su falta de apetito contribuía la llamada telefónica de Mark, una silenciosa pero insistente pulsación que se sumaba a las otras muchas preocupaciones del día. Si lo que le dijo por teléfono iba en serio, tenía que hacer algo al respecto. Debería haber roto con él hacía mucho, trazar de una vez por todas los límites de la relación.
«Más tarde -pensó-. Me encargaré de eso más tarde.»
– Así pues, tenemos una bala del calibre 7,62 -comenzó cuando se hubieron sentado en un rincón tranquilo con sus bebidas.
– Por eso estoy aquí -explicó Goss-. Parece que tenemos entre manos un asesinato llevado a cabo con un rifle específicamente militar. Un AK o un SLR.
– ¿Conoce algún caso en el contexto del crimen organizado en que se haya utilizado un arma como ésa?
– No en este país, es demasiado pesada. El gánster medio suele usar pistolas de importación, preferiblemente una Beretta 9 mm o una Glock. Los asesinos profesionales prefieren revólveres chatos, son más fáciles de llevar… un 38, por ejemplo. No deja casquillos que los forenses puedan recoger en el escenario del crimen.
Liz removió su café.
– Entonces ¿qué opina de este asunto? Extraoficialmente, claro.
El se encogió de hombros.
– Lo primero que pensé, dado que Gunter era pescador, es que estaba involucrado en el contrabando de drogas (o de personas), y que tuvo una disputa con alguien. Después, que es por lo que me inclino ahora, que se topó sin querer con la operación de otro, de una banda de Europa del Este quizás, y que tuvieron que silenciarlo.
– Suponiendo que fuera eso, ¿por qué matarlo tierra adentro, a quince kilómetros de Fakenham, en un lugar tan frecuentado como suele ser un área de servicio?
– Bien, ésa es la cuestión, ¿verdad? -La miró calculadoramente-. ¿Su presencia aquí significa que su gente cree que existe alguna conexión terrorista?
– No sabemos nada que ustedes no sepan -respondió Liz.
Y técnicamente era cierto, dado que había informado a Bob Morrison de todo lo que le contara Zander. Goss la miró fijamente, esperando, pero cualquier sospecha que pudiera albergar fue silenciada momentáneamente por la llegada de los sándwiches.
– ¿Ha provocado mucha agitación este asesinato? -preguntó ella cuando la camarera se hubo alejado.
– Sí. Cuando se encontró el cadáver, hubo bastante caos. Tuvimos que despejar el lugar sacando de allí a todos los camioneros, y acotar el escenario. Ya puede imaginarse cómo se lo tomaron.
– ¿Quién encontró a Gunter?
– Un camionero llamado Dennis Atkins. Venía de Glasgow y aparcó frente al Fairmile hacia medianoche. Tenía que realizar su entrega a las ocho y media en un parque industrial de las afueras de Norwich. En cuanto el café abrió, se encaminó a los lavabos para adecentarse un poco antes de desayunar y…
– ¿Todo eso está comprobado?
– Parece bastante kosber -aseguró Goss, asintiendo con la cabeza-. Atkins estaba muy agitado. Y los de Investigación Criminal han hablado con gente en ambos extremos de la cadena y confirmado que es quien dice ser.
– ¿Y la prensa ha mostrado mucho interés?
– Los periodistas locales llegaron una hora después, y los nacionales no mucho más tarde.
– ¿Qué les ha dicho el comisario?
Goss se encogió de hombros.
– Hallado un hombre muerto de un disparo. Se hará una declaración cuando tengamos más detalles de lo ocurrido.
– ¿Se les dio el nombre de Gunter?
– No, pero ya lo han descubierto. Se pasaron horas intentando localizar a su único pariente vivo, una hermana que vive en King's Lynn. Aparentemente, pasó la noche trabajando y llegó a su casa tarde por la mañana.
– ¿Qué hace la hermana?
– ¿Kayleigh? No mucho. Se quita la ropa un par de noches por semana en un club llamado PJ's.
– Que es lo que estuvo haciendo la noche anterior…
– Sí.
– ¿Y el muerto? ¿Sabemos qué hizo anoche?… Aparte de dejarse volar la cabeza.
– Todavía no.
– ¿Ninguno de los vehículos aparcados en la zona de descanso era suyo?
– No. La policía los ha identificado todos. Llegaron con otras personas al volante.
– Así que lo tenemos a quince kilómetros de su casa, asesinado en un área de servicio a la que llegó sin ningún medio de transporte conocido.
– Según parece, así es.
– ¿El Departamento de Investigación Criminal conocía a Gunter? ¿Tenía algún expediente sobre él?
– En realidad, no. Hace un par de años se vio involucrado en una pelea a la salida de un pub en Dersthorpe, y por aquí se dice que pudo incendiar un coche, pero nunca se presentaron cargos. El coche pertenecía a un camello local.
– ¿Gunter también traficaba? ¿O consumía?
– Digamos que si traficaba, no lo hacía a una escala lo bastante grande como para atraer nuestra atención.
– ¿Ni siquiera un poco?… Quizás era el chico malo del pueblo.
– Según el DIC, ni siquiera eso -negó Goss, volviéndose a encoger de hombros-. Sólo era un bocazas. Y si había bebido, podía llegar a tener las manos muy sueltas.
– Deduzco que era soltero -dijo Liz con ironía.
– Sí. Pero no gay, que fue una de las primeras cosas que se me ocurrieron al descubrirlo en los lavabos del Fairmile.
– ¿Ese café es un lugar de reunión gay?
– Es un lugar de reunión de todo tipo. Esos camioneros que recorren largas distancias son muy fogosos.
– ¿Pudo haber ido hasta allí para reunirse con una mujer?
– Es posible. En el local trabajan unas cuantas profesionales, pero eso no responde a nuestra pregunta. ¿Cómo llegó hasta allí sin un coche? ¿Quién lo llevó? Si podemos responder a eso, creo que podremos llegar a alguna parte.
– Sí, supongo que sí -admitió Liz-. ¿Qué sabemos del disparo?
– Francamente, no mucho. Nadie oyó nada, nadie vio nada. A menos que los forenses nos sorprendan, diría que nuestra mayor esperanza es la cámara de seguridad.
– ¿Anoche funcionaban las cámaras?
– El propietario del café dice que sí. Aparentemente, están recién instaladas. El año pasado sufrieron una racha de atracos, y los camioneros amenazaron con boicotear el lugar si no instalaban un sistema de seguridad decente.
– Entonces crucemos los dedos.
– Crucemos los dedos -repitió Goss.
Siguieron hablando, pero no tardaron en descubrir que volvían una y otra vez a terreno ya transitado. En estos intercambios, Liz procuró mantenerse neutral. El Cuerpo Especial pertenecía a la policía y se sabía que la información saltaba fácilmente de la policía a los periodistas… normalmente a cambio de dinero. Goss parecía de lo mejor que podía ofrecer el Cuerpo Especial, al igual que Bob Morrison parecía de lo peor, pero Liz se sintió aliviada cuando el comisario local telefoneó para avisarles que el material grabado por la cámara de seguridad había vuelto de Norwich.
– Aparentemente es bastante desastroso -advirtió Goss, devolviendo el teléfono móvil a su cinturón-. Si queremos sacar alguna información de utilidad tendremos que aplicar algunos filtros.
Liz miró los restos de su comida. La mitad de los sándwiches seguían sin tocar, languideciendo al lado de otro intocado montón de pepinillos de Branston. Y su corazonada acerca del café había resultado acertada.
– Pagaré yo. Esto corre a cuenta de Thames House.
– Muy generoso por su parte -dijo Goss irónicamente.
– Ya nos conoce. Somos todo dulzura y amabilidad.
Mientras Liz se ponía en pie, un teléfono empezó a sonar detrás de la barra. La camarera contestó y unos segundos después soltó un grito sofocado. «Se acaba de enterar del asesinato -supuso Liz-. No, ya sabía lo del asesinato, pero acaba de descubrir que la víctima era Gunter. Seguro que lo conocía, en pueblos como éste todo el mundo conoce a todo el mundo.»
Un joven con chaqueta de cuero y corbata lila empujó a Liz en la barra. «Periodista -dedujo-. Y casi seguro que trabaja en un periódico sensacionalista.» Aquella mezcla de prendas era inconfundible.
– Otra pinta, cariño -pidió, dejando una jarra vacía y un billete de diez libras sobre la barra.
La camarera dio media vuelta. Un minuto después, visiblemente alterada todavía, le sirvió la cerveza y tecleó el importe en la caja registradora. Cuando le estaba dando el cambio, Liz vio que, por un instante, los ojos del supuesto periodista se abrían como platos.
– Perdón -dijo Liz a la camarera-. Creo que te has equivocado. El te ha dado un billete de diez libras y le has dado cambio de veinte.
La muchacha se quedó inmóvil, con la caja todavía abierta frente a ella. Era una chica corpulenta, de unos dieciocho años, con nerviosos ojos de gitana.
– ¿Y eso qué tiene que ver contigo? -protestó el tipo de la chaqueta de cuero girándose hacia Liz.
– Oh, vamos -dijo Liz-. Al final del día, las cuentas no le cuadrarían.
– ¿Y qué te hace suponer que eso me importa un carajo? -insistió el hombre apoderándose de su jarra.
– ¿Algún problema? -intervino Goss.
– No, ningún problema -aseguró Liz-. Este señor se ha quedado con cambio de más, pero ya iba a devolverlo.
– Ah, entiendo -sonrió Goss.
El hombre de la chaqueta de cuero estudió la masa muscular del agente del Cuerpo Especial. Luego meneó la cabeza y, sonriendo como con suficiencia, dejó diez libras sobre la barra y se marchó con su bebida.
– Gracias -dijo la camarera en cuanto el tipo se alejó-. Si falta dinero, tengo que ponerlo de mi bolsillo.
– ¿Ese tipo es de por aquí? -se interesó Liz.
– No, nunca lo había visto. Cuando llegó, me preguntó por…
– ¿El asesinato?
– Sí, el de Fairmile. Me preguntó si sabía quién era el muerto y cosas así.
– ¿Y lo sabías? -se interesó Liz.
Ella se encogió de hombros.
– Lo conocía de vista, había venido unas cuantas veces. Esto es un establecimiento público. -Consultó su libreta y le alargó la cuenta a Liz-. Serán siete libras justas.
– Gracias. ¿Puedes hacerme un recibo?
El nerviosismo volvió a los ojos de la camarera.
– Pensándolo mejor, no te preocupes -rectificó Liz-. Déjalo correr.
Cuando salieron al exterior, el viento arrastraba irregulares ráfagas de lluvia.
– Lo ha manejado estupendamente -comentó Goss, hundiendo las manos en los bolsillos de su abrigo-. ¿Qué habría hecho si el tipo se hubiera negado a devolverle el dinero?
– Oh, lo habría dejado bajo sus tiernos cuidados -respondió Liz-. Al fin y al cabo, sólo somos una organización de inteligencia. No utilizamos la violencia.
– ¡Vaya, muchas gracias!
Volvieron al centro cultural, donde Don Whitten, el comisario a cargo del caso, acababa de llegar del café Fairmile. De figura maciza y mostacho, sacudió la mano de Liz con viveza y se disculpó por las condiciones espartanas del local.
– ¿Podemos conseguir algo de calor en este maldito lugar? -exigió exasperado, señalando las paredes desnudas-. Aquí hace un frío que pela.
La mujer policía que estaba agachada frente al reproductor de vídeo se puso en pie un tanto insegura. El comisario se giró hacia ella.
– Telefonee a comisaría y que alguien traiga uno de esos calefactores de aire. Y un recipiente para hervir agua. Y bolsitas de té y galletas. Y ceniceros y todo lo demás. Alegre un poco este cementerio.
La mujer sonrió y cogió su móvil. Un agente de paisano les mostró una cinta de vídeo.
– Norwich ha autentificado la filmación y nos ha enviado una copia de la cinta -anunció-. Pero la calidad es horrible. La cámara no estaba bien ajustada y la cinta está llena de reflejos y fantasmas. Están trabajando con algunos filtros para mejorar un poco la imagen, pero no tendremos resultados hasta mañana.
– Temía que pasara algo así -le dijo Goss a Liz. Le señaló una silla plegable y él cogió otra.
– Ya que estamos aquí, podemos echarle un vistazo a lo que tenemos, ¿no? -propuso Whitten, apoderándose de una tercera silla. Sacó un paquete de cigarrillos y un encendedor, y entonces recordó que no tenían ceniceros. Irritado, lo devolvió todo a su bolsillo.
El agente de paisano enarcó las cejas como pidiendo permiso. Como había advertido, lo filmado por la cámara era prácticamente inservible. No obstante, el reloj incorporado a la imagen sí se veía con nitidez.
– Entre las cuatro y las cinco, tenemos dos momentos en que se percibe movimiento. El primero es éste.
Dos repentinas líneas blancas parecieron dibujarse sobre la negrura cuando un vehículo llegó al aparcamiento y dio marcha atrás lentamente, hasta salir fuera de plano. Debió de apagar las luces, porque la pantalla volvió a quedar negra.
– Por la distancia entre la cabina y las luces de posición traseras creemos que es una especie de camión articulado, probablemente bastante largo y que no guarda relación con nuestro caso. Como ven, el marcador de tiempo señala las 0.45. A las 4.23 hay algo más interesante. Miren.
Un segundo vehículo pareció entrar en escena. No obstante, esta vez no hubo maniobra de retroceso, sino que el vehículo, notablemente más pequeño y corto que el primero -aunque casi seguro que también un camión-, realizó un giro en tres maniobras, se detuvo en medio del aparcamiento y apagó las luces. Como antes, la pantalla volvió a teñirse de negro.
– Tengan paciencia -pidió el agente.
Así lo hicieron y, tres minutos después, otro vehículo más bajo, más pequeño -un utilitario, supuso Liz-, encendió sus luces, realizó una rápida maniobra desde su posición en el límite izquierdo de la pantalla, rodeando el camión aparcado, y desapareció. Pasó el tiempo -por lo menos cinco minutos- y entonces, aunque con lentitud, el camión se dirigió a la salida del aparcamiento.
– Y eso es todo hasta las cinco. Dado que el patólogo nos dio las cuatro y media como la hora de la muerte, con quince minutos de margen…
– ¿Puede pasar la cinta de nuevo? -pidió Whitten-. Acelere las partes en que no ocurre nada.
Volvieron a ver la grabación.
– Bueno, seguro que no va a ganar ningún Oscar a la mejor fotografía -bufó Whitten, frotándose los ojos-. ¿Qué opinas, Steve?
Goss frunció el ceño.
– Yo diría que el primer vehículo sólo es un transporte comercial. El que más me interesa es el segundo. No aparcó, así que es obvio que esperaba volver a ponerse en marcha poco después…
Liz sacó su ordenador portátil del maletín. Tenía un par de preguntas que quería enviar por correo electrónico al Departamento de Investigación de Thames House. Con un poco de suerte, las respuestas llegarían muy pronto. Al conectarse, vio que tenía dos mensajes recibidos con remites numéricos en vez de alfabéticos.
Liz los reconoció como códigos de Investigación. Los mensajes tardaron un minuto en descodificarse, pero eran cortos y concisos. Contenían los datos de un ciudadano británico llamado Faraj Mansoor, un comerciante de tabaco retirado, de sesenta y cinco años, y que vivía en Southampton; el enlace paquistaní confirmaba que Mansoor ya no trabajaba en el taller de reparaciones Sher Babar, situado en la carretera de Kabul. Se había marchado seis semanas antes sin dejar dirección alguna, y su paradero actual era desconocido.
Tras apagar el portátil y volver a guardarlo en su funda, Liz se quedó contemplando un póster que anunciaba una producción de HMS Pinafore, interpretada por el grupo de teatro de Brancaster. Como Whitten había constatado, la sala era horriblemente fría y tenía el olor rancio, institucional, de ese tipo de edificios. Ciñéndose el abrigo, Liz dejó que su mente vagara por la incoherente masa de cabos sueltos que era el caso en aquellos momentos. Poco después, se concentró en el tema de la munición 7,62 antiblindaje.