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Veinte minutos después, Liz y Mackay se dirigían de vuelta hacia Swanley Heath. Mackay había puesto un CD de las Variaciones Goldberg de Bach, pero Liz le pidió que lo apagase, así que todo estaba silencioso. Algo preocupaba su subconsciente.

– Ese hombre, Greeley… -apuntó.

– ¿Sí?

– ¿A qué se refería cuando habló de las «reivindicaciones» de Mansoor y D'Aubigny?

– ¿Qué quieres decir?

– Dijo algo así como «esa feliz pareja de gatillo fácil y sus reivindicaciones». ¿Por qué dijo eso? ¿A qué «reivindicaciones» se refería?

– Supongo que se refería a las mismas reivindicaciones que llevan al SIT a bombardear, disparar y quemar civiles inocentes en todo el mundo.

– No, no me lo trago. No usarías esa palabra para referirte a miembros de una célula terrorista profesional. No mataron a Ray Gunter y Elsie Hogan como una «reivindicación» de nada. ¿Por qué utilizó esa palabra, Bruno?

– ¿Cómo quieres que lo sepa, Liz? No había visto a ese tipo en mi vida.

– No he dicho que lo conocieras.

Él frenó en seco y el BMW se detuvo bruscamente. Se giró hacia ella solícito.

– Tienes que calmarte, Liz. Has hecho un trabajo genial y estoy deslumbrado por la forma en que has llevado la investigación… pero debes sosegarte. No puedes cargar todo el peso del caso sobre tus hombros o terminará hundiéndote, ¿vale? Estoy seguro de que opinas que soy el peor agente de campo del mundo, pero, por favor… yo no soy el enemigo.

Ella parpadeó. Hacia el horizonte, el cielo seguía de un gris acerado. La subida de energía que supusiera el café de Greeley y Delver se estaba agotando.

– Lo siento -susurró-. Tienes razón, estoy dejando que todo esto me obsesione.

Pero Mackay bien podía haber conocido a Greeley, pensó. Al fin y al cabo, Asia Central tampoco tiene un escenario de guerra tan amplio. «Nos desplegamos por la frontera…» ¿Por qué se sentía en caída libre? ¿Agotamiento? ¿Falta de sueño? ¿Qué era lo que no sabía?

Siguieron en silencio hacia Swanley Heath, y ya se encontraban a cinco minutos de la base británica cuando un chasquido de su móvil alertó a Liz de que había recibido un mensaje de texto. Leyó: LLAMA A JUDE. Pararon junto a la carretera, frente a una cabina de teléfonos. Mackay reclinó su asiento, mientras Liz salía al exterior y llamaba a Investigación. Lejos, a varios campos de distancia, distinguió un equipo de rastreo de la policía con sus fluorescentes cazadoras amarillas moviéndose a través de la maleza. La luz estaba desapareciendo rápidamente.

– Bien, ahí voy -empezó Judith Spratt-. A los padres de D'Aubigny les hemos sonsacado que la chica, desde los trece años, estuvo en un colegio cerca de Tregaron, en Gales, llamado Garth House. Una escuela pequeña, progresista, dirigida por un antiguo sacerdote jesuita llamado Anthony Price-Lascelles. La escuela se ha ganado una buena reputación admitiendo a chicos problemáticos que no responden a una disciplina convencional. La asistencia a clase es opcional, no tienen equipos organizados de deportes, animan a que se trabaje con formas artísticas libres, etc., etc. Enviamos un equipo, pero resulta que el lugar está cerrado por las vacaciones navideñas y Price-Lascelles se ha ido a Marruecos, a un lugar llamado Azemmour, donde tiene un piso de propiedad. El Seis ha mandado a un hombre esta mañana, pero el criado de Price-Lascelles le ha dicho que pasaría todo el día en Casablanca y que no sabía cuándo volvería. Así que tenemos a un tipo sentado a la puerta de su piso esperándolo.

– ¿No podemos preguntar a nadie más por la escuela? ¿Averiguar quiénes eran sus mejores amigos y esas cosas?

– Bueno, el problema es que ese colegio es muy pequeño. Tiene una página web, pero no es que ofrezca mucha información que digamos, nada que pueda interesarnos. Hemos realizado las búsquedas normales en la Red y hablado con todos los ex alumnos que hemos podido encontrar, pero nadie recuerda nada significativo sobre Jean d'Aubigny, más allá del hecho de que estuvo allí hace diez años, que tenía el cabello oscuro y largo, y que era muy reservada.

– ¿No habéis podido hablar con ninguno de sus profesores?

– No hemos rastreado a ninguno que recuerde nada significativo sobre ella. La impresión que hemos sacado es que tienen problemas financieros, y que por eso los profesores vienen y van con mucha facilidad. Parte del profesorado y del personal doméstico es extranjero, y casi seguro que les pagan en mano y en metálico.

– ¿No puede la policía abrir el colegio y revisar los expedientes? El Acta de Prevención del Terrorismo lo hace posible, ¿no?

– Sí, y estamos en ello. En cuanto tengamos algo, te lo haré saber.

– ¿Y antes de ir a Garth House, en Newcastle? ¿Con quién se relacionaba en sus días de colegio?

– Los padres no sueltan prenda. La policía ha estado preguntando y al final ha encontrado una familia paquistaní que la conoció en el centro islámico local, pero eso es todo.

– ¿Nada sobre París?

– Nada significativo. Un compañero de estudios llamado Hamidulá Suad la conocía bastante bien. Estudiaban juntos durante los exámenes y parece que fueron un par de veces al cine, pero dejaron de verse cuando ella le dijo que desaprobaba su estilo de vida. Aparentemente, se mantenía dando clases de inglés en una escuela de idiomas, pero al final la expulsaron al recibir quejas de que había expresado «opiniones extremistas» en diversas ocasiones frente a algunos clientes.

– O sea, que seguimos sin poderla conectar con East Anglia.

– Exacto. ¿Es necesario?

– No; puede que la chica sólo sea la tapadera de Mansoor, y en ese caso basta con que sea inglesa. Pero la pareja está huyendo, y si ella hubiera estado alguna vez en esta parte del país eso podría indicarnos hacia dónde se dirigen o incluso cuál es su objetivo. Así que no te rindas, Jude, por favor.

– No lo haré.

Diez minutos después, Mackay y ella llegaban al hangar de Swanley Heath y se sentaban frente al subjefe de policía Jim Dunstan, un hombre grande y directo, con fino cabello color arena, que retenía el aire bravucón del que, treinta años antes, había conducido al equipo de los Servicios Unidos a la victoria contra los Bárbaros de Twickenham.

– Nada -les dijo taciturno-. ¡Nada de nada! Y eso que hemos buscado con helicópteros toda la tarde, los nuestros y los del ejército, con perros y equipos de búsqueda militares; hemos peinado el terreno palmo a palmo de aquí a la costa y establecido controles de carretera por toda la región, pero…

– Sabíamos que iba a ser difícil -dijo Mackay diplomáticamente.

– Por supuesto que lo es. Y así se lo dije al Ministerio del Interior. Les expliqué que, por una vez en la vida, no era cuestión de recursos, y que el problema es poder controlar eficazmente a tanta gente, ya que te arriesgas a niveles inimaginables de confusión, falsas denuncias y malentendidos. En mi opinión, nuestra mayor esperanza es que un civil cualquiera los vea y nos avise. Lo que sería bastante factible si no fuera domingo, por supuesto, pero ¿qué más podemos hacer al respecto?

– No hay nada que señale un objetivo concreto -dijo Liz, frustrada-. Y nada que relacione a D'Aubigny con East Anglia en ningún momento del pasado. Los padres tienen un abogado aconsejándoles que mantengan la boca cerrada, así que…

– Así que dejemos que esos cabrones de la policía y el ejército le vuelen la cabeza a la niña y después montaremos el numerito, lo sé. Genial. -Miró sin entusiasmo la actividad que los rodeaba y adelantó su barbilla de forma beligerante-. Lo que necesitamos es un descanso y mucha suerte. A estas alturas, poco más podemos esperar.

Liz y Mackay asintieron, no podían añadir mucho más. El silencio fue roto por el móvil de Liz. Otro mensaje de texto, esta vez anunciando un correo electrónico. Se retiró a un rincón de la mesa y conectó su portátil.

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