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Mientras volvían de Norwich, vieron dos coches de policía. Estaban aparcados en un cruce de la A-1067 y la carretera de circunvalación cuando un Rover rojo sin distintivos pero con una larga antena sobresaliendo de su techo los adelantó a la máxima velocidad permitida. Los rostros del conductor y su acompañante, y su controlado estilo de conducir tenían un inequívoco sello oficial, y ella sintió un enfermizo arrebato de miedo.

– ¡Sigue! -exclamó Faraj. Ella supuso que no había reconocido el Rover por lo que realmente era-. ¿Qué sucede?

La carretera estaba despejada, pero se aproximaba tráfico por la derecha y tuvo que esperar. Por el retrovisor podía ver el impaciente rostro del conductor que iba tras ellos; cuando tuvo el camino despejado lo dejó atrás con un brusco acelerón.

– A partir de ahora conduce con más cuidado -ordenó Faraj con sequedad-. Cuando llegue el momento, estaremos transportando material muy inestable, ¿entendido?

– Entendido -repitió ella, aspirando hondo para controlar el residuo del miedo.

– En cuanto puedas parar, conduciré yo. ¿De acuerdo?

Liz asintió. Se suponía que era importante que él se familiarizara con el coche. Si ella caía…

Si ella caía…

Afrontó la verdad y, ante su sorpresa, el peso del miedo se hizo mucho más liviano. Podían matarla, se dijo, era así de simple. Si terminaban enfrentándose al enemigo, tendrían delante a los mejores. Una unidad de la Brigada Antiterrorista o un equipo del SAS. Pero, por su parte, había descubierto que era buena, y lo descubrió en la más dura de las escuelas de entrenamiento. Las armas la obedecían moviéndose con fluidez en sus manos. El combate cuerpo a cuerpo era su especialidad, una habilidad descubierta recientemente.

Si ella caía…

Condujo en silencio durante quince minutos y al final se detuvo en una parada de autobuses de Bawdeswell. Mientras intercambiaban posiciones y ella se abrochaba el cinturón de seguridad, vio la distante luz de un coche patrulla en la rotonda que se encontraba a medio kilómetro de distancia. El vehículo de la policía conectó brevemente la sirena, tomó la salida del oeste y desapareció.

– Creo que ya es hora de librarnos de este coche -apuntó ella-. Te estuve esperando con él en el aparcamiento del área de servicio donde mataste al ladrón. Alguien podría atar cabos.

Mansoor pensó un segundo y asintió. Ella sabía que había visto y oído a la patrulla de policía.

– Necesitaremos otro.

– Estaba previsto. Alquilaré uno con mi verdadero nombre.

– ¿Y qué haremos con éste?

– Lo haremos desaparecer.

– ¿Dónde?

– Conozco el lugar adecuado.

Faraj asintió y salió de la parada del autobús controlando el Astra con suave y desdeñosa facilidad. No vieron más patrullas policiales.

En el bungalow, después de comer y de que Lucy pasara varios minutos vigilando la costa con los prismáticos, él dispuso las compras de la mañana sobre la mesa de la cocina. Ella conocía la rutina, los instructores de Takht-i-Suleiman la obligaban a memorizarla.

Tomando un bol de pyrex, Faraj lo llenó de agua y lo puso al fuego para que hirviera. Añadió dos paquetes de gelatina, que mezcló cuidadosamente con una cucharilla de postre de acero inoxidable. Se puso los guantes de cocina a rayas azules y blancas que Diane Munday había dejado allí, así como un delantal de cocinero, y apartó el recipiente del fuego. Colgó los guantes y dejó que la mezcla se enfriase un par de minutos, añadió media taza de aceite para cocinar y removió de nuevo. En la superficie empezó a formarse una delgada capa sólida. La fue recogiendo con una cuchara y dejándola en un recipiente tipo Tupperware, que más tarde metió en el congelador de la nevera. Ambos trabajaban en silencio. La atmósfera era casi doméstica.

Tras descartar el residuo y lavar el bol, Faraj comenzó a vaciar la masilla Silly Putty. Cuando tuvo una bola grande del material, la metió en el bol, se colocó nuevamente los guantes Marigold que colgaban sobre la pila y pasó a trabajar con el resto de los ingredientes. Varios minutos después, dejando que los grasosos guantes de goma colgasen del borde del bol, fue a su habitación en busca de la mochila.

El hidrómetro electrónico todavía se encontraba en su embalaje original. Las instrucciones impresas, a las que apenas echó un vistazo, venían escritas en ruso. Una segunda bolsa contenía una selección de pilas celulares envueltas en papel parafinado. Colocó una de ellas en el hidrómetro y midió la densidad de la mezcla gris rosada del bol. Insatisfecho, siguió trabajando la mezcla; primero con la mano y después con la cuchara.

Resultó un trabajo sucio y cansado, pero finalmente consiguió la consistencia requerida y el hidrómetro señaló la lectura correcta. Ambos sabían cuál era el siguiente paso en el que tenían que combinarse dos mezclas altamente inestables. Sin dejar que asomase expresión alguna en su rostro, Faraj dejó el hidrómetro sobre la mesa.

– Terminaré yo -propuso ella tranquilamente, sujetándole la muñeca para que se detuviera-. Reúne las armas, los documentos y el dinero, y aléjate unos quinientos metros por la carretera. Si algo… si algo sale mal, aléjate todo lo deprisa que puedas y sigue la lucha sin mí.

Él la miró a los ojos.

– Tú debes vivir -insistió ella, apretándole más la muñeca, para lo que necesitó más valor de lo que ella misma suponía.

– Sabes que…

– Lo sé -corroboró la chica-. Vete. Si me ves paseando por la playa, es que habré terminado.

Faraj se alejó de su lado y no tardó más de un minuto en reunir todo lo que necesitaba. Iba a salir por la puerta cuando dudó un segundo y se giró hacia ella.

– ¿Asimat? -Ella se encontró con una mirada plana y sin expresión-. En Takht-i-Suleiman eligieron bien.

– Vete -repitió ella.

Esperó hasta que dejó de oír el crujido de la grava bajo las ruedas del Astra, y entonces se acercó a la nevera. Sacó cuidadosamente el Tupperware del congelador y añadió la frágil capa a la mezcla del bol. Suavemente pero con firmeza, musitando una plegaria, trabajó ambos componentes hasta que adquirieron la consistencia de una crema cuajada.

– C-4 -susurró para sí misma. Los cuatro vientos de la yihad. Explosivo de Composición Cuatro.

Tomó uno de los baratos cuchillos de supermercado del cajón de los cubiertos y, sin dejar de rezar, cortó la pasta cremosa en tres trozos de igual tamaño. Con la ayuda de una cucharita de té fue dando forma de esfera a cada trozo, hasta que obtuvo tres bolas similares a pelotas de tenis. Según le habían enseñado, las cargas esféricas garantizaban la mayor velocidad de detonación.

Mientras fundía un par de velas en una bandeja de teflón, se permitió respirar profundamente. Lo peor ya había pasado. Sólo quedaba un paso más. «Si la cera está demasiado caliente… -recordó que les advertía el instructor de Takht-i-Suleimán entornando los ojos- ¡buuuum!» Y el hombre sacudía espasmódicamente la cabeza ante lo hilarante de la idea.

Pero si la cera estaba demasiado fría, no envolvería el C-4 ni lo sellaría apropiadamente, y por tanto no lo protegería de la humedad, las temperaturas extremas o la presión barométrica. Apartó la bandeja del fuego y esperó hasta que vio formarse una delgada película sobre la cera, entonces depositó encima las tres esferas de C-4 con la cucharita de té y las hizo rodar suavemente. Cuando estuvieron cubiertas con una capa regular de cera, las apretó ligeramente con la cucharita una contra otra para que se unieran en hilera por un punto. La cera se fue endureciendo poco a poco hasta volverse opaca. Ahora, las cargas parecían de chocolate blanco, quizá belga, como el que su madre…

«No sigas por ahí -se ordenó-. Esa vida ha muerto.»

Pero no lo bastante, al parecer, y la plegaria que susurraba mutó de alguna forma en Bohemian Rhapsody, la canción de Queen que sus padres solían poner en el reproductor de su coche antes de separarse. Y de repente allí estaban, figuras brumosas que paseaban por la cocina del bungalow, riendo juntas y llamándola por su antiguo nombre, el nombre con que la bautizaran. Furiosa, retrocedió un paso, cerró los ojos un par de segundos y dio una palmada en su bolsillo para que su mano entrara en contacto con la Malyah cargada.

«Asimat, me llamo Asimat. ¡Me llamo Asimat!»

El intenso placer que acompañara la aprobación de Faraj había desaparecido. En su lugar, amenazaba con inundarla la marea de duda que periódicamente atormentaba su conciencia. Sintió un dolor agudo en el pecho y el duro, amargo latido de su corazón.

Controlándose a duras penas, volvió a centrar su atención en el explosivo. Tomó tres limpiadores de pipas y los clavó a través de la cera y la esfera central hasta que sobresalieron por el otro lado -ahora ya rezaba en voz alta-. Luego retorció los extremos para que pudieran conectarse al detonador. Retrocedió un paso para echar un vistazo lo más objetivo posible al resultado, y le pareció ver el rostro alegre y cuarteado de su instructor en Takht-i-Suleiman asintiendo de aprobación. La detonación de C-4 en triple cascada era siempre la favorita de los Hijos del Paraíso, su firma, por así decirlo, y ella, la combatiente Asimat, estaba firmando aquella acción.

Sintiéndose más tranquila y con las nubes de tormenta emocional controladas, llevó el pequeño fetiche con sus piernas formadas por los limpiadores de pipa a la nevera y lo colocó en el estante más alto. Era muy ligero, la mayor parte del peso correspondía a la cera. Lo dejó allí con cierta reverencia.

Hecho esto, salió por la puerta trasera y caminó por los guijarros hasta la orilla, donde se quedó quieta, con el rostro vacío de expresión, los brazos colgando a ambos lados del cuerpo y el viento azotándole el pelo contra la cara.

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