21

Mientras conducía de regreso a Londres, Liz pensó en Mark. Su ira por la inoportuna llamada ya había desaparecido y necesitaba descansar del riguroso análisis de los acontecimientos del día. Sabía que no sería tiempo perdido. Si cambiaba el centro de su atención, su subconsciente seguiría dándole vueltas a las piezas del rompecabezas, centrándose en los cabos sueltos, en las redes terroristas y en la munición antiblindaje. Y quizá consiguiera algunas respuestas.

¿Qué ocurriría si Mark dejaba a Shauna? A un nivel imprudente e irresponsable -el nivel hacia el que Mark gravitaba instintivamente- sería genial. Podrían estar juntos, decirse el uno al otro cosas hasta el momento impronunciables, acostarse por la noche con la certeza del deseo correspondido…

Pero a un nivel realista era imposible. Para empezar, su carrera en el servicio no prosperaría. No se lo dirían a la cara pero sería tachada como poco fiable, y en la siguiente remodelación la trasladarían a algún puesto aburrido y sin riesgos -quizá reclutamiento o protección- hasta que los mandos superiores comprobaran cómo funcionaba su vida privada.

Además, ¿cómo sería vivir con Mark veinticuatro horas diarias? Incluso suponiendo que Shauna se tomase el divorcio con tranquilidad y resignación y no armase jaleo, su vida cambiaría drásticamente. Tendría nuevas e inoportunas limitaciones a su libertad personal, una libertad que ahora daba por garantizada. Sería imposible comportarse como lo había hecho ese día, por ejemplo: coger su coche simplemente y viajar a otra ciudad sin saber cuándo regresaría. Las ausencias tendrían que ser explicadas y negociadas con una pareja que, no sin razón, querría saber cuándo estaría con él. Como la mayoría de los hombres que odiaban sentirse atados, Mark era capaz de ser intensamente posesivo. La vida de ella estaría sujeta a toda una nueva dimensión de estrés.

Y había cuestiones más fundamentales todavía. Si Mark dejaba a Shauna, ¿era porque la relación entre ambos estuvo condenada desde el principio? ¿Habría fracasado de todas formas su matrimonio, aunque Liz no hubiera aparecido? ¿Acaso era una agente letal, una rompematrimonios, una femme fatale? Nunca se había visto bajo ese prisma, pero, claro, nadie solía hacerlo nunca.

No, eso no podía suceder. Lo llamaría en cuanto volviera a Londres. ¿Dónde se encontraba en aquellos momentos? Creía que en algún lugar cerca de Saffron Walden, y acababa de pasar por el pueblo de Audley End cuando se dio cuenta de una sensación familiar. Un picorcillo, como si las burbujas de una bebida espumosa recorrieran su torrente sanguíneo, una dilatable sensación de urgencia.

Rusia. La memoria que luchaba por salir a la luz tenía algo que ver con Rusia. Y con Fort Monkton, el campo de entrenamiento del MI6, donde recibiera un cursillo sobre armamento. Mientras conducía, pudo escuchar el acento bristoliano de Barry Holland, el armero de Fort Monkton, y oler el aire desgarrado por las balas mientras sus colegas y ella vaciaban los cargadores de sus Browning 9 mm en las cabezas de los blancos.

Casi había llegado a la M 25 cuando su recuerdo por fin afloró a la superficie y comprendió el motivo de que a Ray Gunter le hubieran disparado con una bala antiblindaje. Pero ese descubrimiento no hizo que se sintiera liberada.


Poco después de las ocho, Liz se sentó frente a Wetherby. Había llegado a su despacho y encontrado un mensaje telefónico de tres palabras: «Marzipan Cinco Estrellas.» Aquello significaba que Sohail Din quería que lo llamase a casa urgentemente. Nunca antes había recibido un mensaje así de su parte, e inmediatamente se preocupó, porque «Cinco Estrellas» solía significar que un agente tenía miedo de ser descubierto y quería interrumpir el contacto, ya fuera temporal o permanentemente. Rezó porque ése no fuera el caso de Marzipan.

Marcó su número, y descubrió aliviada que el propio Sohail respondía al teléfono. De fondo se oían las risas enlatadas de una comedia televisiva.

– ¿Está Dave? -preguntó Liz.

– Lo siento, se equivoca de número -respondió Sohail.

– Qué raro. ¿No conoce a Dave?

– Conozco a seis o siete Daves, pero aquí no vive ninguno.

O sea, que en seis o siete minutos volvería a llamarla desde un teléfono público. Le había advertido repetidas veces que nunca utilizase la cabina más cercana a su casa. Mientras esperaba, habló con Barry Holland, de Fort Monkton, y cuando Sohail volvió a llamarla, su impresora láser ya estaba vomitando una información importante.

Wetherby, pensó ella, parecía cansado. Las sombras que rodeaban sus ojos eran más profundas y sus rasgos proyectaban una expresión fatalista que le hicieron desear ser portadora de mejores noticias. Quizá todo se debía a la avanzada hora del día porque sus modales eran, como siempre, fastidiosamente corteses. Mientras hablaba, era consciente de que tenía la completa atención del hombre. Jamás lo había visto tomar notas.

– Estoy de acuerdo con usted sobre Eastman -dijo, y ella se fijó en que el lápiz verde bailaba de nuevo entre sus dedos-. Lo están utilizando, y da la impresión de que el asunto se le ha escapado de las manos. También parece cierto que existe una conexión alemana de algún tipo y que esa conexión señala al este. Y pasando a datos más concretos, que un camión llegó a un área de servicio y que allí se realizó una especie de transferencia de cargamento. De cargamento humano.

Liz asintió y dijo:

– La policía parece estar actuando sobre la base de que el arma en cuestión era una especie de fusil de asalto militar.

– Y usted opina otra cosa -apuntó Wetherby con la más tenue de las sonrisas.

– Recuerdo algo que nos dijeron en Fort Montkon. Parece que el KGB y la gente del Ministerio del Interior soviético heredaron de la vieja era estaliniana la obsesión por disponer de armas eficaces contra chalecos blindados.

– Siga.

– Así que desarrollaron una nueva generación de armas ligeras con carga explosiva masiva. La Gyurza, por ejemplo, que pesaba más de un kilo y disparaba balas antiblindaje con corazón de tungsteno. Barry Holand nos enseñó un par de ellas.

– ¿Alguna de esas armas era del calibre 7,62?

– No, que yo recuerde. Pero en los últimos diez años se han producido muchos avances en ese terreno. El FBI ha realizado pruebas con algo tan avanzado que ni siquiera lo han bautizado todavía. Sólo se conoce como PSS… -echó un vistazo a las hojas impresas-, Pistolet Samozaryadne Speciality.

– Pistola Especial Silenciosa -tradujo Wetherby.

– Exactamente. Es una cosa de aspecto bastante feo, pero técnicamente muy avanzada; produce menos sonido que cualquier arma de fuego existente. Puedes disparar a través del bolsillo de tu abrigo y la persona a tu lado ni siquiera se dará cuenta. Y posee suficiente potencia para abatir a un blanco que lleve chaleco antibalas.

– Creía que los silenciadores reducen el impacto de la bala.

– Los silenciadores convencionales, sí. Los rusos modificaron el enfoque del tema y lo que consiguieron fue una munición silenciosa.

Wetherby alzó las cejas apenas.

– Se llama SP-4. La detonación queda completamente contenida en el cuerpo principal del arma. No hay escape de gases, así que no produce luz ni sonido.

– ¿Y el calibre de esa munición es?

– Pues 7,62 antiblindaje.

Wetherby no sonrió, pero la miró pensativamente un par de segundos, apuntando hacia la mesa con la punta afilada de su lápiz verde. El hecho de que no encontrase necesario felicitarla le proporcionó a Liz un sosegado placer, a pesar de lo preocupante del tema.

– ¿Por qué nuestro hombre se tomaría la molestia de utilizar un arma tan sofisticada?

– Porque espera encontrarse contra una oposición blindada o con chaleco antibalas. Policía. Guardias de seguridad. Fuerzas especiales. Porque cree que necesita la ventaja técnica que puede proporcionarle una PPS.

– ¿Qué otras conclusiones podemos sacar?

– Que él, o más probablemente su organización, tiene acceso a tecnología punta. Es un arma muy rara, no puedes encontrarla en cualquier pub del East End o en un bazar de Gales. Que sepamos, sólo estaban a disposición de un puñado de agentes de las fuerzas especiales rusas, la mayoría destinados a operaciones encubiertas contra los chechenos en las montañas del Cáucaso. No tenemos datos fiables, pero es bastante seguro que habrán sufrido bajas; por tanto, también es razonable suponer que algunas de esas armas han podido caer en manos de los rebeldes.

– Y de ellos han pasado a los muyahidines… Sí, ya veo adonde quiere ir a parar. -Wetherby desvió la mirada hacia la ventana. Parecía estar escuchando el golpeteo irregular de la lluvia-. ¿Algo más?

– Sí, y me temo que peor. Cuando he vuelto esta tarde, me he encontrado una llamada Cinco Estrellas de Marzipan.

– Continúe.

– En Internet existe una especie de boletín árabe que suelen leer sus colegas. Cree que está escrito por militantes saudíes del SIT (posiblemente gente de Al Safa) que planean operaciones en Occidente. Marzipan no tiene acceso al boletín (está escrito en una especie de código), pero sus compañeros le han contado que se prepara algo aquí, en el Reino Unido. Una especie de acontecimiento simbólico, pero ni una sola pista sobre de qué puede tratarse, ni cuándo ni dónde, pero lo que se dice es que «ha llegado un hombre y su nombre ante Dios es Venganza».

Wetherby dejó de parpadear.

– ¿Estamos hablando de una operación del SIT? -preguntó con cautela-. ¿Nada de demostraciones de cara a la prensa quemando banderas o recibiendo a un nuevo imán?

– Marzipan dice que sus amigos no tienen ninguna duda. Para ellos, el boletín pronosticaba un ataque inminente.

Wetherby entornó los ojos levemente.

– ¿Y cree que ese hombre del que hablan puede ser nuestro silencioso pistolero de Norfolk?

Liz no dijo nada, y su jefe devolvió el lápiz a la jarra de Fortnum and Mason antes de inclinarse para abrir el cajón inferior de su escritorio. Extrajo una botella de whisky Laphroaig y dos vasos, y los llenó. Empujó uno de ellos hacia Liz y alzó una mano para indicarle que no se marchara. Cogió el teléfono y marcó un número.

La llamada, comprendió Liz, era para su esposa.

– ¿Cómo te ha ido hoy? -susurró Wetherby-. ¿Ha sido muy horrible?

La respuesta llevó su tiempo. Liz se concentró en el sabor ahumado del whisky, en el retumbar de la lluvia contra la ventana, en la pulsación del radiador, en lo que fuera, excepto en la conversación que se desarrollaba frente a ella.

– Llegaré un poco tarde -decía Wetherby-. Sí, me temo que tenemos una crisis y… no, no me quedaría si no fuera absolutamente necesario, sé que has tenido un día infernal… Te llamaré en cuanto suba al coche para volver… No, no me esperes levantada.

Tras colgar, tomó un largo sorbo de whisky y le dio la vuelta a una de las fotos enmarcadas que tenía sobre la mesa para que Liz la viera. Mostraba a una mujer con blusa azul y blanca, sentada a una mesa y sosteniendo una taza. Tenía el cabello oscuro y delicado, rasgos finos, y miraba a la cámara con un divertido movimiento de la cabeza.

No obstante, lo que más le chocó a Liz fue la piel de la mujer. Aunque no aparentaba más de treinta y cinco años, era de color marfil, tan pálida que parecía casi transparente. Al principio, Liz creyó que era resultado de un mal revelado, pero, gracias a los otros clientes del café, descubrió que el equilibrio de color era más o menos correcto.

– Se llama aplasia de los glóbulos rojos -explicó Wetherby con tranquilidad-. Es un defecto de la médula ósea. Tiene que ir cada mes al hospital para una transfusión de sangre.

– ¿Y ha ido hoy?

– Sí, esta mañana.

– Lo siento -dijo Liz sinceramente. Su pequeño triunfo al identificar la PPS le parecía ahora casi infantil-. Lamento ser portadora de las noticias que lo retienen aquí.

– Lo ha hecho excepcionalmente bien. -Removió el Laphroaig en su vaso y lo alzó con una sonrisa ambigua-. Además, me ha proporcionado los medios para estropearle la tarde a Geoffrey Fane.

– Bueno, algo es algo.

Durante un par de minutos, mientras terminaban sus bebidas, guardaron silencio. Las oficinas estaban vacías y el distante sonido de un Hoover avisó a Liz que llegaban las señoras de la limpieza.

– Váyase a casa -le sugirió a Liz-. Informaré a todo el mundo de lo que necesite saber.

– De acuerdo. Pero, primero, volveré a mi despacho para repasar algunos datos de Peregrine Lakeby. ¿Volverá mañana a Norfolk?

– Creo que debería.

– Manténgame informado -pidió él.

Liz se levantó de la silla. En el río, una barcaza dejó escapar una larga y lúgubre nota.

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