24

Ajustándose el abrigo, Liz se instaló en un banco frente al mar. Las marismas estaban sumergidas y la marea lamía ansiosamente el muro que la contenía. Una gaviota tomó tierra junto a ella, vio que Liz no tenía comida que ofrecerle y volvió a elevarse manteniendo sus alas abiertas contra el viento. Hacía frío y el cielo estaba tomando un ominoso tono gris pizarra por el horizonte, pero de momento Marsh Creake seguía bañada de luz.

Según Goss, la cinta de la cámara de seguridad del Fairmile llegaría de Norwich a mediodía. El hombre del Cuerpo Especial le confesó que se había sorprendido al verla allí tan temprano, ya que la investigación de Whitten no había aportado pistas nuevas sobre el asesino de Ray Gunter. El comisario le dijo a Goss que estaba «un noventa y ocho por ciento seguro» de que el asesinato tenía relación con el contrabando de drogas. Su teoría era que Gunter estaba en el lugar equivocado en el momento equivocado, vio cómo llegaba un cargamento a la orilla y por eso recibió una bala. Whitten no estaba especialmente preocupado por el atípico calibre de la bala; según él, los gánsteres británicos utilizaban cualquier arma que les caía en las manos.

Liz siguió dándole vueltas a lo que le habían contado Peregrine Lakeby y Cherisse Hogan. A otro nivel, tomó una decisión respecto a Mark. Para ella, la relación estaba terminada. Habría momentos en los que echaría de menos su voz o su contacto, pero tendría que resistir y superarlos. Sabía que, muy pronto, esos momentos se volverían cada vez más fugaces hasta desaparecer. Desaparecerían hasta los recuerdos físicos.

No sería un proceso indoloro, pero sí familiar. La primera vez fue la peor. Pocos años después de unirse al servicio, acudió a la fiesta de inauguración de una exposición fotográfica. La fotógrafa era una mujer que conociera en sus años universitarios. No es que fuese una gran amiga, y seguro que había confeccionado bastantes listas de direcciones antes de decidirse por la definitiva. Entre los asistentes se encontraba un hombre de su misma edad, bastante guapo aunque desaliñado. Se llamaba Ed y, como ella, sólo había tenido un leve contacto con la anfitriona.

Ambos terminaron escapándose a un pub del Soho. Allí, Liz descubrió que Ed era documentalista televisivo por cuenta propia, y que estaba preparando un programa sobre el estilo de vida de los viajeros New Age. Había acompañado durante un período de dos semanas a una especie de tribu urbana viajando de campamento en campamento a bordo de un viejo autobús, y por su aspecto descuidado y tostado por el sol, bien podía ser tomado por uno de ellos.

Decidió ser precavida, pero su atracción mutua tenía un aire de inevitabilidad, y no tardaron en pasar las noches juntos en un reconvertido almacén de Bermondsey que compartían con un cambiante número de artistas, escritores y cineastas. Le mintió, le dijo que trabajaba en uno de los departamentos de personal del Ministerio del Interior, que estaba satisfecha de su puesto aunque no entusiasmada y que no podía llamarla al trabajo. Ed, que superficialmente no parecía del tipo posesivo, no aparentó tener ningún problema con la situación. Sus investigaciones le hacían viajar a menudo durante varios días, incluso semanas, y ella siempre tenía cuidado de no preguntarle detalles de esas ausencias para que él hiciera lo mismo con ella. La mayor parte del tiempo mantenían vidas físicamente separadas, pero con reencuentros apasionados. Ed era inteligente, divertido y veía el mundo desde una perspectiva oblicua de lo más fascinante. La mayoría de los fines de semana eran una fiesta para ella, o lo más parecido a una fiesta. Tras pasar una semana gris trabajando en el grupo contra el crimen organizado, el mundo artístico, calidoscópico del cual formaba parte parcialmente, le resultaba una maravillosa válvula de escape.

Un domingo por la mañana, yacía en su cama de Bermondsey rodeada de periódicos, contemplando el lento avance de las barcazas de carga por el Támesis.

– ¿Dónde dijiste que trabajabas exactamente? -preguntó Ed mientras hojeaba un colorido suplemento dominical.

– En Westminster -respondió Liz vagamente.

– ¿Dónde de Westminster exactamente?

– En Horseferry Road. ¿Por qué?

Él le dio un sorbo a su taza de café.

– No, por saberlo.

– Por favor, ahora no quiero pensar en el trabajo. Es fin de semana.

– ¿Es la Horseferry House de la calle Dean Ryle o la Grenadier House de la calle Horseferry?

– La Grenadier House. ¿Por qué? -volvió a preguntar, esta vez más cautelosamente.

– ¿En qué número de la calle Horseferry está la Grenadier House?

Ella se sentó lentamente sin dejar de mirarlo.

– Ed, ¿por qué me haces tantas preguntas?

– ¿En qué número? Dímelo.

– No, hasta que me digas por qué quieres saberlo.

– Porque llamé a información del Ministerio del Interior la semana pasada para dejarte un mensaje. Dije que trabajabas en personal y me dieron el número de la Grenadier House. Así que llamé allí para dejarte el mensaje y quien contestó me dijo claramente que jamás había oído tu nombre. Tuve que deletreárselo dos veces, y creyó que había puesto mi llamada en espera pero no lo había hecho, así que escuché cómo hablaba con otra persona, y esa otra persona le explicó que nunca tenía que confirmar ni negar nada, que sólo tenía que anotar mi nombre y mi número de teléfono. Se los di, pero no me llamaste. Insistí, y otra persona distinta volvió a pedirme el nombre y el número de teléfono, pero se negó a decirme si trabajabas allí. Llamé por tercera vez y me pasaron con un supervisor, que dijo que mis llamadas anteriores habían sido «procesadas» y que estaba seguro de que ya te pondrías en contacto conmigo… a su debido tiempo. Así que me pregunté de qué diablos iba todo aquello. ¿Qué es lo que no me has contado, Liz?

Ella cruzó los brazos y suspiró.

– Escúchame bien. El número de la Grenadier House es el noventa y nueve de la calle Horseferry. Es la sede del Departamento de Personal del Ministerio del Interior, y es responsabilidad del departamento, entre otras muchas, que el personal del servicio civil esté adecuadamente protegido. Eso significa asegurarse de que las personas que toman decisiones acerca de temas como inmigración o sentencias judiciales, por ejemplo, no puedan ser molestadas o presionadas telefónicamente por cualquier Tom, Dick o Harry que haya averiguado su nombre. Resulta que esta semana no he estado en mi despacho, sino trabajando en las oficinas de Croydon. Seguro que me darán tus mensajes mañana por la mañana cuando vuelva. ¿Satisfecho?

Lo estuvo… más o menos. Pero aquélla era una parte de Ed que nunca había visto, y se alegró de que durante su entrenamiento hubieran practicado sesiones de preguntas-respuestas muy similares a la que acababa de vivir. Pero no se hizo ilusiones de que el tema terminase allí. Ed era curioso por temperamento y profesión, y seguramente insistiría.

– Lo siento -había dicho-. Es que esa parte de tu vida es tan… tan misteriosa. Nunca hablas de ella, y eso hace que imagine cosas.

– ¿Qué clase de cosas?

– Déjalo. No importa.

Ella sonrió y terminaron de almorzar tranquilamente. Después dieron un largo paseo por el sendero que circundaba el canal Grand Union, desde Limehouse Basin hasta Regent's Park, pasando por King's Cross. Era un día de invierno muy parecido al presente, y las cometas sobrevolaban el parque. Fue la última vez que lo vio. Esa tarde le escribió una carta, diciéndole que había conocido a otra persona y que ya no volverían a verse.

Las semanas siguientes fueron realmente espantosas. Se sentía como si la hubieran despellejado, arrancado toda una capa de su vida, precisamente aquella que le daba color y emoción a su existencia. Se sumergió en el trabajo, pero tratar con la dolorosa lentitud de la burocracia y sus múltiples frustraciones sólo empeoró las cosas. Junto a varios colegas, había estado recopilando información sobre una reciente sociedad formada por las familias criminales del sureste de la isla. El trabajo -procesar y analizar informes de vigilancia y escuchas telefónicas- era torturadamente rutinario e involucraba a muchos servicios distintos.

Fue Liz la que finalmente encontró la grieta en la armadura del sindicato criminal que llevaría a su quiebra. Uno de los chóferes habituales del oeste londinense aceptó proporcionarle la información necesaria a cambio de inmunidad total. Era el primer agente que reclutaba personalmente y sintió una gran satisfacción cuando la Met, la Policía Metropolitana, desmanteló toda la red, que tenía su base en Acton, requisando todo un almacén de armas de fuego y cientos de miles de libras en cristales de crack. Cortar su relación con Ed, por muy agónico que le pareciera en su momento, era la única opción posible.

Y fue en aquel instante cuando por fin comprendió la verdad. No era, como pensaba a veces, una pieza cuadrada empotrada en un agujero redondo, sino la persona perfecta para el trabajo perfecto. Los reclutadores del servicio lo supieron mejor que ella misma. Se percataron de que la tranquila mirada de sus ojos verdes enmascaraba una determinación inquebrantable, un ansia de feroz y concentrado compromiso con la caza.

Esa era la razón, suponía, de que eligiera a hombres atractivos pero también prescindibles. Porque cuando todo estaba dicho y hecho -cuando la pasión que la inflamaba en los primeros momentos amenazaba en convertirse en algo más exigente y complejo- podía prescindir de ellos. En cada ocasión -y había tenido una media docena de relaciones semejantes, unas más largas y otras más cortas- se prometía actuar de forma distinta, pero, mirándolo retrospectivamente, terminó haciendo lo mismo. Había descubierto que era incapaz de poner en peligro su independencia para acomodarse a las necesidades emocionales de un amante.

Era consciente de que ese ciclo la llevaba a negar sus propias necesidades emocionales. Cada ruptura era como una extirpación, como el tajo de un escalpelo cuya única cura era la inmersión en el trabajo.


– Tenemos la cinta -anunció Goss, apareciendo a su lado.

– Gracias. -Liz regresó al presente, al viento y la marea alta-. Dígame una cosa, Steve. ¿Resultaba obvio que en el café Fairmile habían instalado cámaras de seguridad?

– No. Camuflaron los cables en los troncos de los árboles, y si no sabías que estaban ahí, difícilmente podías verlas.

– Tenía entendido que el motivo de colocar esas cosas es disuadir a los ladrones de actuar.

– Hasta cierto punto; en este caso era algo más. Ya habían sufrido una serie de robos y los propietarios del café sospechaban quiénes eran los cacos. Querían conseguir pruebas con las que poder denunciarlos.

– Así que si alguien le echaba un vistazo general al lugar no vería que habían instalado las cámaras.

– No, imposible.

– Buen lugar para dejar a alguien inadvertidamente o para aparcar un utilitario que espera a alguien.

– Si no supieras que tenían cámaras, sí, podría parecerlo. -Miró desanimado el encapotado cielo-. Esperemos encontrar algo por fin. Necesitamos avanzar en la investigación como sea.

– Esperemos.

El interior del centro cultural estaba bastante cambiado respecto al día anterior. Habían distribuido ceniceros, instalado una tetera, y un calefactor de aire zumbaba tranquilamente bajo el escenario del teatrillo. Mientras una mujer policía rebobinaba la cinta en el reproductor, y Liz y Goss se hacían con unas sillas de tijera, Whitten y tres agentes de paisano daban vueltas en torno al monitor. En el aire flotaban los conflictivos aromas de diversos aftershaves.

– ¿Puede encontrar la secuencia en la que Sharon Stone cruza y descruza las piernas? -preguntó uno de los agentes de paisano a la mujer policía, provocando las risitas del resto.

– Tú sueña, gordito -contestó la aludida, antes de dirigirse a Whitten-. Estamos preparados. ¿Empezamos?

– Sí, adelante.

– Han eliminado la secuencia del primer vehículo que vimos ayer -susurró Goss a Liz-. Sólo era un tipo aparcando para pasar la noche.

– De acuerdo.

Mientras el equipo de la policía se distribuía entre las sillas, en la pantalla podía verse la imagen congelada del área de servicio. La versión mejorada tenía un aspecto brillante aunque descolorido, y Liz se encontró entrecerrando los ojos para distinguir mejor los detalles. La cinta había sido editada y el reloj empezaba en las 4.22. Pasado un minuto, la imagen plateada de un camión entró en escena con sus luces dejando rastros blancos. El camión realizó tranquilamente tres maniobras en el centro del aparcamiento para quedar de cara a la salida. Sus luces se apagaron.

Tras varios segundos, una figura saltó de la cabina. ¿Gunter?, se preguntó Liz al contemplar el pálido borrón que bien podía ser el jersey del pescador. Mientras la figura se dirigía a la parte trasera del camión y desaparecía, una nueva luz titiló brevemente en la cabina, iluminando una segunda figura en el asiento del conductor.

– Encendió un cigarrillo -susurró Goss.

Dos sombras surgieron de la parte trasera del camión. Una era la que había salido de la cabina; la otra llevaba un abrigo o una mochila. Las dos caminaron juntas unos instantes y después se separaron. Una pausa. Entonces, la figura más oscura siguió caminando en línea recta, saliendo de cuadro. Veinticinco segundos después, la otra siguió a la primera.

La imagen fue a negro y después volvió a iluminarse. La hora marcaba las 4.26. El camión seguía en el mismo lugar, pero no se veía ninguna luz en la cabina. Tras medio minuto, la más oscura de las dos figuras anteriores regresó de la misma dirección que tomara al alejarse y desapareció tras el camión. Cuarenta segundos más tarde, un coche aparcado encendió sus luces de posición y se dirigió velozmente a la salida del aparcamiento. Dentro del coche, las figuras del conductor y un pasajero se hicieron brevemente visibles, pero el vehículo en sí no era más que un borrón negro casi informe, y quedaba claro que nunca podrían distinguir su matrícula. Rodeó el camión y aceleró hacia la salida saliendo de cuadro.

Cuando terminó la filmación, se produjo un largo silencio.

– ¿Opiniones? -preguntó por fin Whitten.

Загрузка...