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Liz contempló desesperada la imagen en la pantalla de su portátil. Tomada por las cámaras de seguridad de Avis en Waterloo, mostraba a la mujer que había alquilado el Astra. Cabello, ojos, estructura corporal, todo se veía oscuro. Incluso las muñecas y los tobillos, que podían haberles dado una pista sobre su tipo físico, quedaban tapados por la ropa. Lo único útil eran los planos más bajos de su rostro, definido, tirante, sin la hinchazón que acompañan a un cuerpo voluminoso.

Encaja, pensó Liz. Era alguien capaz de moverse deprisa de ser necesario. Parecía de altura media, quizás un poco más de lo normal. Aparte de eso, nada. La imagen resultaba demasiado borrosa para obtener alguna información útil de la ropa, excepto que la parka se abotonaba a la derecha y que tenía un pequeño rectángulo verde oscuro en un hombro. Los de Investigación habían descubierto que ese rectángulo indicaba el punto donde habían arrancado una bandera alemana. Según ellos, ese modelo de parka se vendía en los mercadillos callejeros y las tiendas de excedentes militares de toda Europa. Menos seguros estaban sobre las botas de excursionista, y ya habían consultado con Timberland y otras marcas de calzado deportivo. Liz estaba segura que procedían de una firma con tiendas en medio mundo. Esa chica era una profesional y no les pondría las cosas fáciles.

Consultó su reloj -faltaban diez minutos para las once- y apagó el portátil. Fuera del hotel hacía frío y un viento helado llevaba azotando las ventanas de la Temeraria toda la mañana, pero necesitaba caminar un rato. De momento, no podía hacer nada más. La descripción y el número de registro del Astra se habían repartido aquella mañana entre todas las fuerzas de seguridad del país, y el equipo de Whitten estaba registrando todos los garajes en cincuenta kilómetros a la redonda de Marsh Creake. ¿Habían visto aquel coche? ¿Alguien les había pagado una suma importante en efectivo durante las veinticuatro horas anteriores al asesinato de Ray Gunter?

Liz llamó un par de veces a Investigación para preguntar por la lista de pasajeros del Eurostar. El equipo estaba dirigido por Judith Spratt, reclutada hacía diez años al mismo tiempo que Liz.

– Nos llevará tiempo -le había dicho Judith-. El tren iba bastante lleno, y doscientos tres pasajeros eran mujeres.

– ¿Cuántas británicas? -preguntó Liz.

– Casi la mitad.

– De acuerdo. Claude Legendre recuerda concretamente a una británica veinteañera; y Lucy Wharmby, la mujer cuyo carnet de conducir robado está utilizando nuestra mujer, tiene veintitrés y es británica. Así que primero céntrate en las pasajeras entre diecisiete y treinta con pasaporte británico.

– De acuerdo. Eso rebaja el número de sospechosas a… veamos, a cincuenta y una. Un número algo más manejable.

– Contacta con Lucy Wharmby y que te envíe por correo electrónico media docena de fotografías recientes. Existe una buena posibilidad de que se parezca a nuestro objetivo.

– ¿Crees que por eso le robaron el carnet en Pakistán? -preguntó Judith.

– Es una posibilidad.

Cuando llegaron las fotografías, una hora después, Investigación reenvió un juego completo a Liz. Confirmaban la teoría sobre el robo del carnet, ya que mostraban a una joven atractiva pero no precisamente inolvidable. Su rostro era ovalado, y sus ojos y cabello -que le llegaba hasta los hombros- de un castaño común. Medía metro setenta y dos.

El equipo no perdió tiempo. De las cincuenta y una pasajeras, treinta vivían en una zona bajo jurisdicción de la Policía Metropolitana; el resto estaba diseminado por todo el país. Para ayudar en la búsqueda, eliminaron las que no concordaban claramente con su objetivo -negras o asiáticas, por ejemplo; o las muy altas, bajas u obesas-. Las fotos extraídas de las grabaciones de Avis siguieron enviándose por correo electrónico a todas las fuerzas movilizadas.

La policía respondió a la urgencia de la investigación reclutando tantos agentes como fueron necesarios para atender a los teléfonos y para formar los equipos que irían puerta por puerta. No obstante, el proceso era lento. Tenían que comprobar las declaraciones de todas las mujeres y sus respectivas coartadas. La espera era una parte inevitable de toda investigación, pero Liz siempre la encontraba profundamente frustrante. Con los nervios tensos y su metabolismo dispuesto para entrar en acción, paseaba esperando noticias y luchando contra la brisa marina.

Entretanto, Mackay estaba en el centro cultural con Steve Goss y la policía local, haciendo llamadas personales a los directores de los establecimientos civiles y militares más importantes de East Anglia que pudieran ser objetivos del Sindicato Terrorista Islámico. Eran muchos, desde escuelas de adiestramiento de perros y sedes del Ejército de la Reserva hasta cuarteles militares y bases aéreas norteamericanas. En el caso de estas últimas, Mackay sugirió que se doblase el número de efectivos que patrullaban el perímetro y que las carreteras más vulnerables se cerrasen al uso público. Por su parte, el Ministerio del Interior elevó el estatus de seguridad de todos los edificios gubernamentales.

A mediodía, Judith le envió un mensaje pidiéndole que la llamara, cosa que Liz hizo desde la cabina pública situada frente al mar, y con cuyas obscenidades y graffitis pintados se estaba familiarizando.

De las cincuenta y una viajeras del Eurostar, ya habían entrevistado a veintiocho y verificado sus coartadas para la noche del asesinato, cinco eran negras y siete no tenían un físico compatible con los datos que manejaban.

Eso dejaba todavía a once mujeres sin investigar, cinco de las cuales vivían solas y seis con otros inquilinos. Nueve no habían estado en sus casas durante toda la mañana y eran ilocalizables por teléfono móvil, una no había vuelto de una fiesta celebrada en Runcorn doce horas antes, y otra iba camino a Chertsey para visitar a una pariente en el hospital.

– La de Runcorn -pidió Liz.

– Stephanie Patch, diecinueve años. Empleada en el hotel Crown and Thistle de Warrington; vive en su casa, también en Warrington. Su madre nos ha dicho que la noche del asesinato estaba trabajando en el hotel y que volvió a casa antes de la medianoche.

– ¿Qué hacía Stephanie en París?

– Asistió a un concierto pop. Los Foo Fighters. Fue con un amigo del trabajo.

– ¿Se ha comprobado?

– Los Foo Fighters tocaron en el palacio de Bercy la noche en cuestión, sí.

– ¿Alguien ha hablado con el amigo?

– Parece que fue a la misma fiesta de Runcorn y aún no ha vuelto. La madre de Stephanie cree que tardan tanto en volver porque uno de ellos, o los dos, se habrán hecho un tatuaje, algo con lo que ya han amenazado varias veces a sus familias. Le ha dicho a la policía que su hija tiene un total de catorce piercings en la oreja. Y que no sabe conducir.

– Lo cual parece que la elimina. ¿Y la del hospital?

– Lavinia Phelps, veintinueve años. Una restauradora de marcos que trabaja en el National Trust. Vive en Stockbridge, Hampshire. Está en Surrey, visitando a su hermana casada que dio a luz la pasada noche.

– ¿Ha hablado la policía con ella?

– No, pero han hablado con un tal señor Phelps, propietario de una tienda de antigüedades en Stockbridge. Lavinia se ha llevado el coche familiar, un VW Passat, pero tiene desconectado su teléfono móvil. La policía de Surrey la espera en el hospital para hablar con ella.

– Se llevará una bonita sorpresa. ¿Alguna de las otras parece mínimamente factible?

– Tenemos a una estudiante de arte de Bath. Sally Madden, veintiséis años, soltera. Vive en un estudio, en un edificio de la zona de South Stoke. Tiene carnet de conducir, pero según su vecino no tiene coche.

– ¿Qué hacía en París?

– No lo sabemos. Ha estado fuera de su casa toda la mañana.

– Tiene posibilidades.

– Ya. La policía de Somerset ha enviado agentes para que la esperen.

– ¿Algo más del resto?

– Cinco de ellas han comentado a sus vecinos que salían de compras navideñas. Es todo lo que tenemos por ahora.

– Gracias, Jude. Llámame cuando haya algo más.

– Lo haré.


A las 12.30, tras recibir una llamada de Steve Goss, Liz fue al centro cultural, donde reinaba una atmósfera de tranquila urgencia. Habían colocado más sillas y mesas, y media docena de pantallas de ordenador lanzaban su pálido brillo contra las abstraídas caras de unos agentes que no conocía. Goss, en manga corta, hablaba por teléfono pero le hizo señas de que se acercase.

– Una pequeña gasolinera en las afueras de un pueblo llamado Hawfield, al norte de King's Lynn.

– Adelante.

– La tarde anterior al asesinato del café Fairmile, pasadas las seis de la tarde, una joven pagó con dos billetes de cincuenta por llenar su depósito de gasolina sin plomo, más varios litros que se llevó en un bidón de plástico. El dependiente lo recuerda porque la chica se manchó las manos y el abrigo de gasolina (dice que era una especie de chaquetón de esquí o de excursionista) mientras llenaba el bidón. Él se lo comentó, pero ella no le hizo caso y le pagó como si no lo hubiera oído, así que pensó que quizá fuera sorda. También compró una guía A-Z de Norfolk.

– Es ella. Tiene que ser ella. ¿Hay cámaras de seguridad?

– No. Seguramente eligió la gasolinera por eso, pero el chico recuerda su aspecto. En la veintena, ojos grandes, cabello castaño sujeto con una goma elástica, bastante atractiva y hablaba con lo que describe como «un acento bastante pijo».

– ¿Aún conserva los billetes de cincuenta?

– No. Los ingresaron junto con toda la recaudación hace un par de días, pero Whitten ha enviado a un dibujante de la policía. Está con el chico del garaje haciendo un retrato-robot.

– ¿Cuándo lo tendremos?

– Nos lo enviarán por correo electrónico dentro de una hora.

– La tenemos delante de las narices, Steve. Prácticamente puedo olerla.

– Sí, yo también. Con petróleo y todo. La compra de la guía sugiere que, sea lo que sea que estén preparando, tendrá lugar aquí. ¿Alguna novedad de Londres?

– Han reducido las sospechosas a una docena aproximadamente. ¿Alguna noticia del Astra?

– No, y yo no esperaría mucho del coche. Hemos hecho circular los detalles y el número de matrícula por todas las comisarías del país, pero… Bueno, con los coches has de tener mucha suerte. Normalmente, sólo los encontramos cuando los abandonan.

– ¿Podemos insistir para que todos los policías del país busquen ese Astra negro como prioridad absoluta?

– Por supuesto.

– Y deberíamos vigilar todos los coches parados en las carreteras de acceso a las bases aéreas norteamericanas.

– Mackay ya lo ha sugerido y Whitten está en ello.

Liz miró alrededor.

– ¿Dónde está Mackay?

– Le dijo a Whitten que se acercaría a Lakenheath para hablar con el comandante de la base.

– Sí, claro -susurró Liz. «Buena forma de no dejarme de lado», pensó.

– Dicen que en esas bases sirven muy buenas hamburguesas -añadió Goss.

– ¿Tenemos a alguien en el Trafalgar?

– Creo que sí.

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