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En el Trumper de la calle Jermyn, un par de kilómetros al noroeste, Peregrine Lakeby estaba cómodamente sentado en una silla, contemplándose a sí mismo en el espejo con cierta satisfacción. No es fácil mantener un aspecto elegante mientras un barbero revolotea a tu alrededor con sus cepillos, tijeras y toallas. Pero, a pesar de sus sesenta y dos veranos, Perry Lakeby se congratulaba por conseguirlo. Para él no eran las venas prominentes, los ojos saltones o la papada lo que hacían a sus contemporáneos tan poco atractivos. La mirada de Lakeby era de un azul claro, su piel todavía se mantenía tersa, y su cabello era una melena acerada.

No tenía ni idea de cómo había conseguido escapar a esa guerra de desgaste, mientras los demás sucumbían a ella. Comía y bebía, sin excesos pero tampoco con excesiva moderación. Lo más cercano al ejercicio que solía hacer eran sus encuentros adúlteros y, en la temporada, unos días de caza. Si le interrogasen, probablemente atribuiría su buena apariencia a una buena cuna. Los Lakeby, como le gustaba decir a sus conocidos, descendían de los sajones.

– ¿Buen día en la ciudad, señor?

Perry alzó una ceja.

– No está mal, excepto por esos malditos teléfonos móviles. Parece que a la gente le encanta transmitir al mundo entero hasta los mínimos detalles de su espantosa vida. A todo volumen y en toda su patética extensión.

– Lamento oír eso, señor. -Las tijeras de Park se movían con fluidez-. Esta noche vuelve al campo, ¿verdad?

– Me temo que sí. Mi esposa tiene invitados. La pareja más aburrida de Norfolk, pero tengo que asistir.

– Sí, señor. Incline la cabeza, por favor.

Perry tomaba el tren a Londres una vez al mes, y normalmente iba directo a Trumper. Había algo en sus paneles oscuros, en los cepillos de cerdas duras y en el jabonoso aroma del lugar -algún recuerdo escolar, quizá- que le hacía sentirse inmensamente cómodo. Valoraba la fidelidad y ya hacía varias décadas que acudía a aquel local. Podía ir a la peluquería de Fakenham pero, francamente, nunca se le ocurría hacerlo. Sus viajes a Londres eran un escape -y no sólo del vigilante ojo de Anne, su esposa-, un ritual del que había llegado a depender.

– Levante un poco la barbilla, señor, por favor.

Perry obedeció, y Park le dio unas palmaditas en las mejillas con una loción de aroma acre.

– ¿Algo más, señor?

– Creo que no, señor Park. Muchas gracias. -Perry se incorporó en medio de un agradable miasma de talco y esencia de limas sicilianas. Ni siquiera la tenebrosa perspectiva de Ralph y Diane Munday bebiéndose su ginebra podía estropear aquel momento.

Se levantó y aceptó la ayuda para colocarse el abrigo de cuello de terciopelo que siempre utilizaba en sus viajes a la ciudad. Ascendió las escaleras hasta el nivel de la calle, comprobando que el viento todavía soplaba fuerte, pero que la lluvia había cesado. Era todo cuanto podía pedirle razonablemente a una mañana de diciembre.

Con su paraguas en la mano, Perry caminó tranquilamente en dirección oeste hacia St. James, pasando ante las tiendas de zapatos hechos a medida, de calcetines, sombreros, perfumes, complementos de baño, del emporio de los gemelos y los tradicionales camiseros, con sus escaparates llenos de prendas a rayas. Todos esos establecimientos levantaban el ánimo de Perry Lakeby, le confirmaban que todavía existía un mundo donde el viejo orden contaba para algo y aún tenía deferencia hacia personas como él. Si bien algunos de esos establecimientos habían cerrado -sustituidos por otros de saldos de teléfonos móviles o de ropa unisex y hortera para hombres-, él cerraba los ojos ante ello. No iba a dejar que una nimiedad como ésa le estropeara el día.

Al pasar frente a New and Lingwood pensó en regalarse una corbata. Sentía una particular inclinación por New and Lingwood; en Eton había una tienda de la cadena cuando él estudiaba, y seguramente seguiría allí. No obstante, se alejó de la puerta en el último momento. No podía llegar a casa con una corbata nueva sin llevar también un regalo para Anne, y no tenía tiempo de comprar ninguno. O, para ser sinceros, lo que no tenía era dinero suficiente. Los últimos meses había tenido que apretarse el cinturón, y aunque en ciertos aspectos se mostrara indulgente consigo mismo, lo hacía recurriendo a sus fondos particulares, unos fondos bastante limitados y que no pensaba malgastar -cualesquiera que fueran las circunstancias atenuantes- en pañuelitos de Liberty o botellitas de aceite Morís para el baño.

No obstante, los puros eran tema aparte. Kipling escribió cierta vez que una mujer sólo es una mujer, pero un buen puro es humo; y fue precisamente con este dictum en la cabeza con el que Perry cruzó la calle hasta Davidoff, en la esquina de St. James. El propietario de la tienda le dio la bienvenida cortésmente y lo acompañó hasta la sala humidificada. Aquél era uno de los lugares favoritos de Perry, y durante unos instantes se limitó a aspirar el aroma a habanos que flotaba en el ambiente. La elección era delicada, como siempre, y Perry dudó indeciso entre los Partagás, los Cohiba y los Bolívar. Al final tuvo que intervenir el propietario, dirigiendo su atención hacia un fino humidificador de madera que contenía un par de docenas de El Rey del Mundo en varios tamaños. Perry se quedó con tres, un Gran Corona y un par de Lonsdale, y a cambio entregó un par de billetes.

Cruzó St. James evitando los taxis, que aquellos días parecían no dar cuartel a los peatones, e hizo una discreta entrada en el club Brooks. Era el cumpleaños de su ahijada, y aquel mediodía había quedado para comer con ella.

Miranda Munday era la hija más joven de los vecinos de Perry en Norfolk, y no estaba muy seguro de cómo había adquirido la responsabilidad de velar por su bienestar espiritual. Basándose en sus anteriores experiencias, tenía una buena idea de lo que ocurriría durante el siguiente par de horas. La chica de veinticuatro años se mostraría resueltamente poco impresionada por el escenario -techos abovedados, molduras doradas, pesadas cortinas color Burdeos y sillones tapizados en cuero verde- y comentaría despectivamente la escasez de socios femeninos, frunciría el ceño ante el menú, pediría una ensalada en lugar de un plato principal, rechazaría el clarete del club en beneficio de un agua mineral, insistiría en tomar una infusión de menta y no un pudín, y obsequiaría a Perry con aburridos detalles sobre su trabajo en publicidad. Se preguntó por qué los jóvenes eran tan mortalmente serios. ¿Qué diablos pasaba con la diversión?

Entró en el club, saludó a Jenkins, el portero -que se encargó de su abrigo-, y dejó el paraguas en el espacioso paragüero de caoba. Las once y media. Tendría que esperar media hora.

En vez de dirigirse hacia las escaleras, giró impulsivamente a la derecha, hacia la sala de backgammon, donde un par de miembros estaban terminando una partida.

– Buenos días, Roddy, Simon -saludó.

Roderick Fox-Harper, miembro del Parlamento, y Simon Farmilow lo miraron un instante sin dar muestras de reconocerlo.

– Lakeby, ¿no? -preguntó el segundo.

– Peregrine Lakeby. ¿Tienen tiempo para una partida?

Farmilow alzó las cejas, sorprendido. Era un jugador profesional de torneos muy conocido, pero si aquel pichón se ofrecía él solito en el altar para el sacrificio…

– ¿Diez libras el punto? -sugirió Perry, impulsado por el silencio del otro ante la imprudente bravata.

La partida no duró mucho. Farmilow sacó un seis doble, lo cual doblaba automáticamente la apuesta. Un par de minutos después, con su posición consolidada, cambió el doble dado de dos a cuatro. En vez de rendirse y pagar las cuarenta libras, Perry aceptó la subida con una ligera sonrisa que mantuvo en sus labios cuando, con impecable amabilidad, Farmilow creó un redoble y atrapó a Perry con un gammon que, como ambos sabían, doblaba las apuestas existentes.

– ¿Otra? -preguntó Perry con voz menos segura que en la primera ocasión.

– ¿Por qué no? -aceptó Farmilow.

Esta vez, las cosas le fueron un poco mejor a Perry. Una serie inicial de movimientos razonables lo animaron a doblar, pero su oponente no tardó en descargarlo de sus últimas fichas.

– ¿Seguimos mañana? -sugirió Farmilow.

– Creo que podré -susurró Perry. Se acercó hasta una mesa en un extremo de la sala, firmó un pagaré por cien libras para Farmilow y lo metió por la ranura de la caja de madera. Bien podría haberle comprado a Anne su maldito pañuelo. Aun así, las deudas no debían saldarse hasta fin de año. El día no se había estropeado del todo.

Miranda Munday, con su anodina figura embutida en un traje beige, le esperaba en recepción. Mientras ascendían la escalera, Perry pensó que al menos su ahijada solía evaporarse después de la comida, y con la ayuda de un taxi podría llegar cómodamente a su cita de las 14.30 en Shepherd Market. Esa simple idea hizo que su mano se aferrase a la barandilla, el pelo de su nuca se erizase y el corazón le retumbara como un tambor de regimiento. «Todo hombre necesita una vida secreta», se dijo.

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