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En el hangar de Swanley Heah, Liz se sentó frente a una tostada con mantequilla y una taza de café. De momento, Investigación no había aportado nada más de interés respecto a los nombres de la lista de alumnos de Garth House. Varios de ellos vivían en Norfolk o Suffolk, o vivieron allí en el pasado, y aunque se acordaban de Jean D'Aubigny, ninguno mantuvo contacto con ella tras abandonar las aulas. La opinión generalizada es que se trataba de una solitaria, alguien que no necesitaba compañía.

Y en una escuela como Garth House, donde la mayoría de los alumnos tenían problemas de uno u otro tipo, el deseo de estar solo era algo que se respetaba, pensó Liz. Los chicos sabían cuándo no tenían que molestar a un compañero. Mark telefoneó la noche anterior, pero como dejó conectado su buzón de voz, no se tomó la molestia de responder a la llamada. Y tampoco la devolvió.

Investigación había informado que los padres de D'Aubigny seguían negándose a hablar o a ayudar a la policía en cualquier forma. Leyendo entre líneas, Liz sospechó que eso era cosa de su abogado y que si intentaban presionar a los padres -acusándolos de obstrucción a la justicia, por ejemplo-, Julián Ledward aprovecharía la oportunidad para montar una campaña en favor de los derechos humanos.

Y a pesar del enorme operativo de búsqueda, que involucraba a varias unidades de la policía marroquí, el MI6 no conseguía localizar a Price-Lascelles. La última teoría, basada en el hecho de que el director de la escuela Garth House cargase varios bidones de gasolina en su jeep antes de abandonar Azemmour, era que no se había dirigido hacia Casablanca, como les había dicho el criado, sino hacia las montañas del Atlas. El área de búsqueda, le informó una desanimada Judith Spratt, se había ampliado unos dos mil kilómetros cuadrados.

Liz echó un vistazo a la sala. La policía y los hombres de Operaciones Especiales formaban un grupo; los oficiales del ejército, otro; y los equipos del SAS, un tercero. Bruno Mackay permanecía junto a los SAS y, en ese momento, reían de algo que había dicho Jamie Kersley.

Liz estaba sentada junto a Wendy Clissold, que se había pasado casi toda la comida hablando por su teléfono. En un extremo de la mesa, a una respetuosa distancia de ellas, se reunía media docena de terriblemente amables pilotos de las fuerzas aéreas.

– Creen que hoy es el día -comentó Clissold-, que van a tener movida en esa base yanqui.

– Eso es lo que creen -admitió Liz.

– Pues yo no -dijo una voz familiar junto a su hombro.

Liz se dio media vuelta. Era Don Whitten, y estaba claro que había pasado una mala noche. Tenía los ojos inyectados en sangre y las bolsas eran de un gris púrpura. Por contraste, las puntas de su bigote seguían amarillentas por la nicotina.

– Recuérdeme que no me una nunca al ejército, Clissold. No me gustan sus dormitorios, no dejan fumar.

– ¿No es una violación de sus derechos civiles?

– Yo diría que sí -corroboró Whitten quejoso, antes de volverse hacia Liz-. ¿Cómo le ha ido a usted? ¿Ha dormido satisfactoriamente?

– Bastante, gracias. Mi cama era muy cómoda. ¿Quiere desayunar?

Whitten se palmeó los bolsillos buscando sus cigarrillos y miró hacia la improvisada barra.

– No estoy seguro de que tanta comida frita sea apropiada para un gourmet como yo. Creo que me limitaré a beber una taza de té y fumarme un cigarrillo.

– Anímese, jefe. Es gratis.

– Tiene razón, Clissold, toda la razón. ¿Sabemos algo de Brian Mudie esta mañana?

– ¿Qué quiere decir, jefe?

El policía le dirigió una mirada de cansancio.

– Cuando te telefonee, dile que quiero el inventario de todo lo recuperado del bungalow tras el incendio. De todo. Cada botón, cada hoja de afeitar, cada hueso del Kentucky Fried Chicken… Y los embalajes. Especialmente los embalajes.

Clissold se miró incómoda las uñas.

– Resulta que he estado hablando con el sargento Mudie, y aunque siguen haciendo el inventario…

– Continúa.

– Pues dijo algo que…

– Abrevia.

– Cuando usted era joven, jefe, ¿existía una cosa llamada Silly Putty? Esa especie de baba espesa y repugnante que se aprieta entre los dedos y…

Whitten pareció hundirse de pronto en su silla. Su piel, a la luz de los fluorescentes, adoptó un tono cadavérico.

– Sigue -repitió, más tenso todavía que antes.

– Bueno, pues encontraron los restos de más de una docena de cajas. Todas vacías.

Los ojos del policía se encontraron con los de Liz.

– ¿Cuánto pueden fabricar?

– Depende del tamaño de las cajas. Pero calculo que suficiente para volar este edificio.

Wendy pasaba la mirada de uno a otra, desconcertada.

– Explosivo C-4 -le explicó Liz-. Uno de sus principales ingredientes puede encontrarse en esas cajas de Putty. Las jugueterías son el mejor amigo del terrorista.

– Entonces ¿cuál es su objetivo? -preguntó Whitten.

– La base de Marwell parece el más popular por aquí.

– Pero usted no está de acuerdo, ¿verdad?

– Tengo una sugerencia mejor -reconoció Liz-. Y se nos está agotando el tiempo.

Whitten sacudió la cabeza.

– Esos de ahí -señaló a los oficiales del ejército- creen que Mansoor y D'Aubigny terminarán por toparse con un equipo de búsqueda. No les conceden dos dedos de inteligencia. -Se encogió de hombros antes de seguir-. Quizá tengan razón, quizás estamos complicando innecesariamente las cosas, quizás esos dos se limiten a buscar la mayor concentración de gente posible y… -Simuló un estallido con las manos.

Desde la mesa de los oficiales llegaron más carcajadas.

– Se lo diré a Jim Dunstan -decidió Whitten-. Le diré que no estaríamos aquí y ahora de no haber sido por usted.

– ¿Que no estaríamos aquí? -repitió Liz-. ¿Quiere decir dentro de un recinto rodeado por alambre de espino, fingiendo que sabemos lo que hacemos? ¿Quiere decir esperando a que un par de maníacos que se pasea alegremente por East Anglia tengan la delicadeza de llamar a nuestra puerta y entregarse voluntariamente?

Whitten la contempló en silencio. Liz, furiosa consigo misma, intentó disimular su estallido dándole un mordisco a la tostada, pero tuvo la impresión de que había perdido el sentido del gusto. Lo que más deseaba en aquellos momentos era subir a su coche y marcharse de allí, trazar una equis sobre el caso y dar por concluida su parte, dejarlo en manos de la policía y el ejército. Ya había hecho todo lo que podía.

Pero sabía que no abandonaría. Todavía no. Quedaba una sola pista por seguir, tenue pero lógica. Si los padres de D'Aubigny creyeran en serio que su hija no tenía ninguna conexión con East Anglia y que nunca había estado allí, lo hubieran dicho. Eso no los comprometía a nada y hasta beneficiaría a su hija. Julian Ledward podía gritar tanto como quisiera, pero el silencio de los padres de D'Aubigny significaba que esa conexión existía. Y si existía, dado que no tenían ni idea de lo que había hecho su hija desde que se marchara de casa, significaba que era una conexión previa a su marcha del hogar. Lo cual los llevaba de nuevo a la escuela y a Garth House.

«Vamos, Jude. Encuentra la llave. Abre la puerta.»

– Es como una corrida -sugirió Wendy Clissold.

Liz y Whitten se giraron hacia ella.

– Una vez fui a ver una corrida de toros en Barcelona -explicó Clissold-. Tienes al toro y tienes al torero, y todo el mundo sabe que… bueno, que uno de los dos morirá. Te vistes, te perfumas y compras tu entrada para ver una muerte. Y después te vas a casa tan tranquila.

Whitten dio unos golpecitos con su cigarrillo en el plástico que cubría la mesa.

– Hay una diferencia básica, cielo. En una corrida de toros, estás casi seguro de quién será el muerto.

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