22

Tras una noche lluviosa, el día amaneció claro y despejado. Y la carretera siseaba bajo los neumáticos del Audi mientras Liz conducía hacia el norte por la M-II. Había dormido mal; de hecho, no estaba segura de haber dormido nada. La amorfa masa de preocupación que representaba la investigación se había convertido en un peso aplastante, y cuanto más desesperadamente buscaba el olvido entre sus arrugadas sábanas, más rápido le latía el corazón. Las vidas de mucha gente estaban amenazadas, lo sabía, y la imagen de la cabeza destrozada de Ray Gunter se replicaba en su mente hasta el infinito. A intervalos, los rasgos del pescador muerto se convertían en los de Sohail Din. «¿Por qué no hiciste teatro?», parecía preguntarle, hasta que comprendió que la voz que resonaba en su cabeza era la de su madre aunque no pudiese evocar su imagen. En lugar de su rostro sonriente, aparecía el de una mujer pálida con una blusa azul y blanca; a través de su piel transparente, Liz podía ver el flujo de la sangre por sus venas. «¡Te estoy diciendo que te quiero! -gritaba Mark desde algún lugar en el límite de su conciencia-. ¡Estoy hablando de nuestro futuro!»

Pero sí debió de dormir algo, porque en cierto momento despertó sedienta y con dolor de cabeza, sintiendo todavía el persistente regusto ahumado del whisky de Wetherby. Había planeado madrugar y salir rápidamente de Londres; por desgracia, una considerable proporción de los habitantes de la ciudad parecía compartir la misma idea. A las once y media seguía a mitad de camino de los veinte kilómetros que la separaban de Marsh Creake, atrapada en una estrecha carretera detrás de un camión cargado de remolacha azucarera. Su conductor no tenía ninguna prisa, y si era consciente de estar perdiendo un par de remolachas en cada socavón, eso no parecía preocuparle lo más mínimo. Pero sí preocupaba a Liz, que en ocasiones tenía que zigzaguear para esquivar las verduras, ya que podían dar contra el parabrisas o encontrar alguna otra manera de provocar daños por una cantidad de tres cifras en la carrocería de su Audi.

Con los hombros cargados por la tensión acumulada, empujó la puerta del Trafalgar y entró en el pub para encontrar a Cherisse Hogan secando vasos en el vacío local.

– ¡Otra vez usted! -exclamó Cherisse, dedicándole una sonrisa. Llevaba un ceñido jersey lavanda y, a su estilo zíngaro, tenía un aspecto espectacular. Quedaba claro que estaba plenamente recuperada de cualquier aflicción que hubiera podido provocarle la muerte de Ray Gunter.

– Me preguntaba si os queda alguna habitación libre -preguntó Liz tras saludarla.

La camarera alzó las cejas y luego se perdió en las sombras de la cocina para consultar con su patrón, supuso Liz. Clive Badger debería sentirse contento, pensó, si los rumores sobre la pareja resultaban ciertos. Y estaba casi segura de que lo eran; las mujeres como Anne Lakeby tenían una especie de don para separar el grano de la paja en todo lo relacionado con las intrigas locales.

Cherisse regresó un par de minutos después, sosteniendo una llave con un llavero en forma de ancla y acompañó a Liz por una estrecha escalera alfombrada hasta una puerta, en cuyo letrero se leía: «Temeraria.» Las otras tres habitaciones eran «Veloz», «Ajax» y «Victoria».

La Temeraria era un cuarto de techo bajo y ambiente cálido, con una alfombra color ciruela, una chimenea y un diván con un cubrecamas de algodón afelpado. Liz no tardó ni dos minutos en deshacer la maleta. Cuando volvió al bar, Cherisse seguía sola tras la barra y la saludó con un gesto.

– ¿Se acuerda de Mitch, el tipo del que le hablé ayer?

– ¿El que te recordaba a un bull-terrier?

– Sí, ése. Staffy. Anda metido en el negocio del tabaco.

– ¿Quieres decir que importa y vende tabaco sin pagar impuestos?

– Eso.

– ¿Cómo lo sabes? ¿Te ofreció algo?

– No; lo hizo Ray. Me dijo que podía conseguir tanto como quisiera. Dijo que me lo dejaría a precio de coste y que podía revenderlo al precio normal.

– Espera, Cherisse. ¿Me estás diciendo que Ray hablaba en nombre de Mitch?

– Sí. Quiso darme la impresión de que le hacía un favor, pero Mitch se volvió loco. Le dijo a Ray que no sabía de qué cojones estaba hablando (perdón por mi lenguaje), y le advirtió que cerrase el pico o lo dejaría en la estacada. En fin, desquiciado del todo.

– Pero ¿estás segura de que Ray hablaba en serio? ¿Que Mitch vendía tabaco a mitad de precio?

Cherisse se lo pensó unos segundos.

– Bueno, si no era así, ¿por qué iba a ofrecérmelo? Además, un montón de gente se dedica a eso. Si trabajas en un bar siempre estás recibiendo ofertas de bebida y tabaco baratos. Sobre todo, tabaco. Todo el mundo lleva una docena de cartones en su coche.

– ¿Alguna vez les has comprado algo?

– ¿Yo? No. Perdería mi trabajo.

– ¿Y el señor Badger tampoco?

Cherisse sacudió la cabeza y siguió limpiando vasos muy poco metódicamente.

– Creo que ya le dije que ese Mitch es un tipo desagradable.

– Eso parece. Gracias por todo.

Contempló el bar vacío. El pálido sol de invierno entraba por las ventanas, iluminando las motas de polvo y la decoración de las paredes paneladas en madera. Si Mitch, fuera quien fuese, estaba involucrado en la venta de tabaco de contrabando y se lo había dicho a Gunter, ¿por qué enfurecerse tanto cuando él intentó hacer negocios con Cherisse? Un contrabandista de tabaco pasa la mayor parte de su tiempo intentando persuadir a los dueños y al personal de los bares de que les compren el material que ofrecen.

La única razón que Liz podía imaginar era que Mitch hubiera dejado el contrabando por un trabajo más lucrativo… y peligroso. Un juego en el que no podía permitirse rumores. Dándole de nuevo las gracias a Cherisse, le pidió que le cambiase un billete de diez libras en monedas para llamar a Frankie Ferris desde el teléfono de la entrada. El local estaba sobrecalentado y desprendía un fuerte olor a barniz y ambientador. Ferris, como siempre, le pareció sumamente agitado.

– Con este asesinato se está subiendo por las paredes -susurró-. Eastman se encerró en su oficina ayer por la mañana, y anoche no salió hasta las…

– ¿Tiene algo que ver el muerto con Eastman?

– No lo sé y no pienso preguntarlo. Ahora mismo prefiero pasar lo más desapercibido posible, y si esto termina mal, quiero que me prometas…

– ¿Que te prometa?

– Protección, sí. Corro muchos riesgos hablando contigo. ¿Y si alguien…?

– Mitch -cortó Liz-, necesito que me cuentes todo lo que sepas sobre un hombre llamado Mitch.

Un breve y ominoso silencio.

– Braintree -dijo Ferris-. Esta tarde a las ocho, en el piso superior del aparcamiento de la estación. Ven sola. -Y colgó.

«Se huele problemas -pensó Liz, colgando a su vez-. Quiere seguir embolsándose el dinero de Eastman, pero también guardarse las espaldas cuando todo estalle. Sabe que no conseguirá nada de Bob Morrison, así que por eso acude a mí.»

Se debatió brevemente entre ir al centro cultural o no, restablecer el contacto con Goss y Whitten, y ver si habían avanzado algo con el caso. Tras un momento de duda, decidió acercarse primero a Headland Hall y charlar con Peregrine Lakeby. Una vez hablase con los otros, sería más difícil guardarse la información que le interesara.


El Audi frenó frente a Headland Hall con un apagado crujido de grava. Esta vez fue el propio Lakeby quien abrió la puerta. Llevaba una larga bata china y corbata, y lo envolvía un suave aroma a lima.

Se sorprendió un instante al ver a Liz, pero se recuperó rápidamente y la guio por el pasillo embaldosado hasta la cocina. Allí, junto a una mesa de pino muy gastada, una mujer secaba vasos de vino con un estilo pausado que Liz reconoció de inmediato. Debía de ser Elsie Hogan, la madre de Cherisse.

– La estufa vuelve a humear, señor Lakeby -dijo la mujer, sin dejar de mirar a Liz con curiosidad.

Peregrine frunció el ceño, se enfundó un guante de cocina y abrió con cautela una de las trampillas de la estufa. El humo salió despedido. Tomando un leño de una cesta de mimbre, lo metió dentro y volvió a cerrar la trampilla.

– Con eso bastará.

La mujer lo miró con escepticismo.

– Esos troncos están un poco verdes, señor Lakeby, creo que ése es el problema. ¿Los han traído del garaje?

Le tocó el turno de dudar a Peregrine.

– Es posible. Hablaré con Anne al respecto. Volverá de King's Lynn dentro de una hora. ¿Café?

– Estoy bien, gracias -dijo Liz, reflexionando que no podía decirle a un hombre lo que ella iba a decirle a Peregrine Lakeby y beberse su café al mismo tiempo. Así que permaneció de pie mientras el agua se calentaba hasta que hirvió.

El dueño de la casa metió con una cucharilla el equivalente a unos granos de café árabe en una cafetera, los mezcló con el agua y transfirió el humeante resultado a una taza Wedgwood de estilo chino.

– Bien, dígame en qué puedo ayudarla -dijo Peregrine cuando hubieron abandonado el reino de la cocina, ya cómodamente instalados en el salón de los libros que Liz conocía del día anterior.

Ella exhibió su mirada inquisitiva, ligeramente divertida.

– Me gustaría saber cuál era el acuerdo que tenía con Ray Gunter -dijo tranquilamente.

La cabeza de Peregrine se agitó pensativamente. Liz se fijó en que su pelo, peinado hacia atrás, tenía sendas alas grises sobre cada oreja.

– ¿A qué acuerdo se refiere exactamente? Si se refiere al que lo autorizaba a anclar sus botes en la playa, creo que ya lo hablamos en detalle la última vez que sus colegas y usted estuvieron aquí.

«Así que no han vuelto», pensó Liz.

– No. Me refiero al acuerdo mediante el que Ray Gunter transportaba por la noche cargamentos ilegales hasta la orilla y usted hacía oídos sordos a los ruidos que provocaba. ¿Cuánto le pagaba Gunter por ignorar sus actividades?

Peregrine sonrió. La máscara de patricio mostró signos de tensión.

– No sé de dónde ha podido sacar esa información, señorita… hum, pero la simple idea de que pudiera tener una relación criminal con Ray Gunter es francamente ridícula. ¿Puedo preguntarle qué o quién le ha llevado a tan absurda conclusión?

Liz abrió su portafolios y extrajo dos hojas impresas.

– ¿Puedo contarle una historia, señor Lakeby? Es una historia sobre una mujer llamada Dorcas Gibb, conocida en ciertos círculos como la Marquesa.

Peregrine no dijo nada. Su expresión permaneció inmutable, pero su rostro empezó a perder color.

– Desde hace varios años, la Marquesa es propietaria de un discreto establecimiento en Shepherd Market, donde cuenta con empleadas especializadas en… -consultó las hojas impresas- disciplina, dominación y castigos corporales.

Peregrine siguió sin emitir un solo sonido.

– Hace tres años, la existencia de este establecimiento atrajo la atención de Hacienda. Parece que madame la Marquise había «olvidado» pagar sus impuestos desde hacía una década más o menos. Un pequeño despiste. Así que Hacienda le preguntó a la Brigada Antivicio si podían apretarle un poco las tuercas, y Antivicio no se hizo de rogar. Organizó una redada. ¿Adivina a quién encontraron, junto a un eminente consejero de la reina y un miembro muy popular del Partido Laborista, atado a un curioso aparato para propinar azotes, con una mordaza de goma en la boca y los pantalones por los tobillos?

La mirada de Peregrine se convirtió en puro hielo. Su boca era apenas una fina línea tensa.

– Joven, mi vida privada sólo es asunto mío, y no, repito, no pienso dejarme chantajear en mi propia casa. -Se levantó del sofá-. Tiene que marcharse.

Liz no se movió.

– No le estoy chantajeando. Sólo le pregunto los detalles de su relación comercial con Ray Gunter. Podemos hacerlo por las buenas o por las malas. Lo primero implica que usted me lo cuenta todo confidencialmente; lo segundo, un arresto por parte de la policía, como sospechoso de estar involucrado en una organización criminal. Y dado que, como todos sabemos, existe un flujo regular de información entre la policía y la prensa amarilla…

Ella se encogió de hombros y Peregrine se quedó contemplándola sin expresión. Liz le sostuvo la mirada, y gradualmente la arrogancia del hombre pareció ir perdiendo terreno. Volvió a sentarse a cámara lenta, con los hombros caídos.

– Pero si usted trabaja para la policía…

– No trabajo para la policía, señor Lakeby. Trabajo en la misma dirección que ellos.

– Entonces…

– No estoy sugiriendo que haya algo peor que aceptar el dinero de Gunter -explicó Liz tranquilamente-. Pero tengo que advertirle que éste es un asunto de seguridad nacional. Estoy segura de que no querrá poner en peligro la seguridad del país. -Hizo una pausa-. ¿Cuál era el trato con Gunter?

Él desvió sus ojos hacia la ventana.

– Como usted ha dicho, la idea es que yo cerrara los ojos ante sus idas y venidas nocturnas.

– ¿Cuánto le pagaba?

– Quinientas libras mensuales.

– ¿En metálico?

– Sí.

– ¿Y en qué consistían esas idas y venidas?

Peregrine esbozó una tensa sonrisa.

– En lo mismo que consisten desde hace cientos de años. Ésta es una costa de contrabandistas, siempre lo ha sido y siempre lo será. Té, coñac francés, tabaco holandés… Cuando los puertos del Canal y las marismas de Kent se volvieron demasiado peligrosos, las cargas se desviaron hacia aquí.

– ¿Y eso es lo que contrabandeaba? ¿Tabaco y bebida?

– Eso me dijo.

– ¿Quién? ¿Gunter?

– No, en realidad no hice el trato directamente con Gunter. Fue con otro hombre, pero nunca supe su nombre.

– ¿Mitch? ¿O algo parecido a Mitch?

– No tengo ni idea. Como acabo de explicarle…

– ¿Cómo le pagaban?

– Dejaban el dinero en la caseta de la playa, la que Gunter utilizaba para guardar sus aparejos de pesca. Yo tenía una llave del candado.

– Y aparte de ese segundo hombre, ¿nunca vio o se encontró con nadie más?

– Nunca.

– ¿Puede describirme a ese segundo hombre?

Peregrine meditó unos segundos.

– Daba la impresión de ser… violento. Pálido y con el pelo cortado como un skinhead. Se parecía a uno de esos perros a los que siempre tienes que pegarles un tiro porque tarde o temprano terminan mordiendo a los niños.

– ¿Cómo lo conoció?

– Fue hace un año y medio. Anne había ido a la ciudad, y Ray Gunter y él vinieron aquí. Me preguntó directamente si me apetecería cobrar quinientas libras el primero de cada mes por no hacer absolutamente nada.

– Y usted le respondió que…

– Que me lo pensaría. No me pidió que hiciera nada ilegal, así que me lo pensé. Me telefoneó al día siguiente y le dije que sí. Y el día uno del mes siguiente, el dinero estaba en la caseta tal como prometió.

– ¿Dijo concretamente que lo que pensaba desembarcar era alcohol y tabaco?

– No. Sus palabras exactas fueron que continuaría con la tradición local de burlar a la gente de Hacienda.

– ¿Y usted no tuvo ningún problema con eso?

– No -admitió él, recostándose en el sofá-. Para ser sincero con usted, no tuve absolutamente ningún problema. Cuando tienes que sacar adelante una casa como ésta, los impuestos son una cruz. Y si lo que Gunter y su amigo pretendían era tomarle el pelo a Aduanas y Hacienda, podían contar con mi bendición.

– ¿Algo más que pueda decirme? ¿Qué vehículos utilizaban? ¿De dónde procedían los barcos que transportaban las mercancías?

– Me temo que no. Cumplí mi parte del trato y mantuve ojos y oídos cerrados.

«Cumplí -pensó Liz-. Toda una palabra.»

– ¿Y su esposa nunca sospechó nada?

– ¿Anne? -exclamó-. Claro que no, ¿por qué diablos iba a sospechar nada? A veces se quejaba de los ruidos nocturnos, pero…

Liz asintió. Aquel segundo hombre tenía que ser el tal Mitch, quienquiera que fuera. Y la razón de que se enfureciera tanto con Gunter por hablarle a Cherisse del contrabando de tabaco era que ambos escondían algo mucho más serio que eso. Gunter resultaba un socio demasiado indiscreto y nada ideal. No obstante, como propietario de los botes, y conocedor de las mareas y los bancos de arena locales, cumplía con una parte vital en la operación.

¿Sabría Frankie Ferris algo de Mitch? Su forma de actuar por teléfono sugería que sí, que sabía quién era Mitch; lo cual, a su vez, sugería que Mitch era uno de los hombres de Eastman. Por eso Ferris estaba tan desesperado por demostrar su utilidad, aunque eso significara manipular un poco la verdad.

Miró a Peregrine. Prácticamente había recuperado su fachada urbana. Ella lo había asustado un rato, pero nada más. De camino a la salida pasó por delante de Elsie Hogan, que la observaba de pie con los brazos cruzados desde la puerta de la cocina. Peregrine ni siquiera se tomó la molestia de dedicarle una sola mirada, pero Liz sí, y vio la calculada vaciedad en la expresión de la anciana. No podía saber si durante los últimos diez minutos habría estado ocupada con el pasatiempo tradicional de los sirvientes, escuchar detrás de la puerta. De ser así, pronto circularían escabrosas historias de culos desnudos y orgías de azotes por las colas de los autobuses locales, las oficinas de correos y los supermercados.

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