Veinte minutos después, el cinco puertas blanco se detuvo en un aparcamiento de Dersthorpe junto al que vivían Elsie y Cherisse Hogan. El sargento Brian Mudie se abrió el chaleco policial impermeable y buscó bajo el asiento su pesada linterna Maglite.
– Parece que la mayoría están cerrados -dijo la agente Wendy Clissold a la luz de los faros del coche patrulla-. Yo tampoco dejaría abierto mi coche si tuviera que aparcarlo en un vertedero como éste. Lo más probable es que al volver me lo encontrara sobre cuatro ladrillos en vez de ruedas.
Mudie pensó en quedarse dentro del coche y enfocar por la ventanilla a los coches con su linterna, mientras Wendy hacía circular el coche patrulla por el aparcamiento, pero las instrucciones de Don Whitten habían sido claras: tenían que hacer la inspección a pie, mirar a través de las ventanas de los garajes y detrás de los muros… aunque fuera un incordio. Así que se caló su húmeda gorra una vez más. Llevaba la cubierta impermeable de la gorra en la guantera del salpicadero, pero Mudie prefirió dejarla allí porque pensaba que estaba ridículo con ella, se parecía demasiado a los gorritos que se ponen las mujeres para ducharse.
Movió los dedos de los pies dentro de sus empapados Doc Martens y salió al exterior. El viento soplaba desde el mar y tuvo que aguantarse la gorra con la mano libre mientras cerraba la puerta del coche con la rodilla. Dentro, Wendy Clissold quedó brevemente iluminada al encender un cigarrillo. Dios, era una mujer preciosa.
Tardó cinco minutos en revisar todo el aparcamiento y ocho más en comprobar todos los coches frente al Lazy W, asegurándose de que ninguno de los que estaban cubiertos por una funda del Londis Minimart era un Vauxhall Astra. Incluso les dio un susto a dos chicos que estaban fumando un canuto dentro de un Ford Capri estacionado frente al mar.
– ¿Algo interesante? -preguntó Wendy, mientras él lanzaba su empapado equipo al asiento de atrás.
– Claro que no. Pásame uno de esos cigarrillos.
Mientras él lo encendía, Wendy Clissold arrancó lentamente en dirección a Marsh Creake. A medio camino, metió el coche en el arcén y apagó motor y luces, dejando únicamente el débil siseo del intercomunicador. En el lado de la carretera que daba al mar se veía el salto de la espuma al romper las olas contra la playa.
Permanecieron en silencio mientras él terminaba su cigarrillo.
– ¿Seguro que tu esposa no sospecha nada? -preguntó ella al fin.
– ¿Doreen? No; está demasiado ocupada con sus culebrones y loterías. Y para ser sincero, tampoco me importaría.
– ¿Y Noelle? -siguió preguntando Clissold-. Dijiste que acababa de empezar en la escuela nueva.
– Se dará cuenta tarde o temprano, ¿no? -respondió Mudie con fatalismo. Abrió su ventanilla unos centímetros y lanzó al exterior la colilla, antes de girarse hacia Clissold.
Un par de minutos después, ella separó la cabeza de la de su compañero. Mudie parpadeó desconcertado.
– ¿Qué ocurre, cariño?
– Esos bungalows del paseo. Creo haber visto luz en uno de ellos.
– Whitten habló de Brancaster, Marsh Creake y Dersthorpe. No dijo nada del paseo.
– Aun así, sigo creyendo que deberíamos echar un vistazo.
– Cuando nos paguen un extra, haremos un par de kilómetros extra. Hasta entonces, que les den. -Ella dudó. La lluvia repicaba contra las ventanillas-. Además, tenemos que estar en Fakenham dentro de media hora. Eso nos deja… ¿qué? ¿Un cuarto?
Deslizó su mano por la suave y cálida cintura que asomaba por encima de los pantalones del uniforme. Ella se tendió en el asiento, dubitativa pero placenteramente.
– Es usted malo, sargento Mudie. Y me está dando muy mal ejemplo.
– ¿Y qué piensa hacer al respecto, agente Clissold? -susurró él, hundiendo el rostro en el pelo de su compañera-. ¿Arrestarme?