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Diane Munday tardó varios minutos en tomar una decisión. No había respondido a la llamada, sino que dejó que saltara el contestador como siempre. Así no tenía que hacer de mensajera entre Ralph y sus compinches de golf… Un tostón insoportable, en su opinión.

Cuando saltó el contestador («¿Señora M? ¿Señora M?»), algo detuvo su mano. «Soy Elsie, señora M -prosiguió la voz-. Estoy en los bungalows y…»

Después, una especie de grito. No era la voz de Elsie, sino otra distinta, como ahogada. Dos plink, como una cucharita golpeando una taza de té, y un largo y jadeante gruñido. Los plink volvieron a sonar; luego, un golpe sordo y silencio. Sólo silencio.

Elsie estaba en la lista de marcado automático del teléfono de Diane e intentó devolverle la llamada, pero la otra mujer no respondió. Entonces, desconcertada, rebobinó el contestador y volvió a escuchar el mensaje grabado. No le encontró más sentido que la primera vez, pero Diane sabía que tenía que reaccionar de alguna manera. ¿Acercarse a los bungalows, quizá? Decidió que no. Temía que se tratase de un accidente o una urgencia médica. Si ése era el caso, ir hasta allí significaba que después tendría que llevar a Elsie al hospital de King's Lynn y firmar impresos de todas clases. Aquello no sólo le estropearía toda la mañana del domingo, sino que se la arruinaría por completo.

Miró alrededor con creciente irritación. Acababa de tomarse su capuchino espolvoreado de chocolate, el Mail on Sunday y el Hello! la esperaban sobre la mesa de la cocina y Russell Watson estaba cantando uno de sus temas favoritos en los Classic FM de la radio.

«Bueno, no soy la guardiana de esa mujer», pensó. Su acuerdo con ella sólo incluía el pago en metálico por sus servicios de limpieza, sin más deberes u obligaciones. Sin contratos de ninguna clase. Si Elsie Hogan había sufrido un mareo en los bungalows, tendría que haber llamado a su hija, no a ella. El pub no abría hasta las 11.30 y era casi seguro que Cherisse estaría en su casa pintándose las uñas, viendo la tele o lo que fuera que hiciera esa gente los domingos por la mañana en esos horribles pisos de protección oficial. Suponiendo, por supuesto, que la chica hubiera vuelto a casa tras la juerga del sábado por la noche, lo que abría un amplio abanico de posibilidades.

Normalmente, Diane se habría sentido tentada de llamar a las urgencias médicas, que ellos resolvieran el problema. No obstante, en esta ocasión dudó. No quería que la policía rondase por los bungalows y terminara descubriendo que la inquilina del número 1 le había pagado en metálico y no había rellenado los impresos obligatorios. No estaba muy segura de qué grado de comunicación existía entre la policía, el fisco y urgencias, pero estaba segura de que si terminaban hablando entre ellos, tendría problemas. Así que esperó sorbiendo tranquilamente su café y prometiéndose que si Elsie volvía a llamar, hablaría muy seriamente con ella.

Cinco minutos después, tiempo en que el teléfono permaneció silencioso, Diane tecleó de nuevo y a regañadientes el número de Elsie. Una voz le informó que aquel número estaba fuera de servicio. Miró al exterior a través de las ventanas francesas y vio que seguía lloviendo.

De alguna parte, más allá de Dersthorpe, se elevaba una fina columna de humo que el viento arrastraba antes de que llegara al cielo gris acerado.

– ¡Ah, el servicio! -susurró Diane irritada, preguntándose dónde habría puesto las llaves de su 4x4. Una no podía sobrevivir sin ellos, pero, por Dios, parecían empeñados en sacarte de tus casillas.

Miró la hora en el reloj de la cocina: las 10.30.

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