17

Faraj Mansoor despertó pensando que todavía seguía en el mar. Podía oír el rumor de las olas y sentir su absorbente resaca, como cuando el Susanne Hanke culminaba la cresta de una ola para lanzarse en picado hacia la siguiente. Pero el fragor del mar pareció ir remitiendo, retirándose más allá de la ventana -una pequeña ventana que enmarcaba un cielo color acero-, y comprendió que las olas rompían a cierta distancia en una playa de piedras, y que él mismo yacía en una cama, inmóvil y completamente vestido.

Con ese descubrimiento llegó la comprensión de dónde se encontraba, y el recuerdo surrealista de su llegada a la playa y el incidente en los lavabos de la autopista. Repasó mentalmente el episodio como si fuera una película, fotograma a fotograma, y concluyó que la culpa de lo ocurrido era suya en última instancia. Había interpretado demasiado bien el papel del inmigrante oprimido y falló, quedando a merced de la venal estupidez de los británicos. El resultado era inevitable desde que permitió que se acercasen demasiado a él.

A Faraj no le preocupaba tener que matar a un hombre, y había examinado el destrozado cráneo de Gunter con frialdad antes de decidir que un segundo disparo era innecesario y que era hora de largarse. El episodio atraería la atención de las autoridades a la zona, y eso era malo. La policía británica no era estúpida, deducirían que aquel tiroteo se salía de lo normal e intentarían averiguar qué había ocurrido.

Palpando el bolsillo de sus pantalones, Faraj comprobó que conservaba el casquillo que recogiera del suelo. Se lo llevó a la nariz y olió los residuos de pólvora. Había elegido su arma con mucho cuidado; con ella, si su blanco recibía un impacto, era un blanco menos… llevara chaleco antibalas o no. Cuando llegase el momento, reflexionó sombríamente, podría necesitar los pocos segundos que le proporcionaría esa convicción.

Movió las piernas hasta apoyar los pies en el suelo. No le había contado a la chica nada de la muerte del pescador… necesitaba que se mantuviera tranquila, y saber que muy pronto se desataría una caza policial podía agitarla. El mismo se sentía distanciado de los hechos, un mero espectador de sí mismo. Qué infinitamente extraño resultaba encontrarse en aquella costa fría y solitaria, en una tierra que nunca pensó que visitaría, pero en la que -y no se hacía ilusiones al respecto- moriría casi con toda seguridad. No obstante, si tenía que ser así, que fuera. La mochila negra estaba donde la dejara la noche anterior, colgada del cabezal de la cama. El impermeable barato que le habían proporcionado en Bremerhaven estaba plegado en una silla junto a la cama, al lado de la pistola.

Podía recordar muy poco de lo ocurrido tras salir del área de servicio. Había hecho todo lo posible por permanecer despierto, pero el cansancio y el efecto secundario del flujo de adrenalina durante la pelea habían obnubilado sus sentidos. Además, el interior del coche resultaba cálido, acogedor y demasiado cómodo.

Apenas se fijó en la chica. Uno de los hombres que la entrenaron la había descrito perfectamente y explicado que, pese a que fue presionada a fondo en Takht-i-Suleiman, no se quebrantó como solía ocurrirle a la mayoría de mujeres criadas en una ciudad. Era inteligente, requisito imprescindible para una guerrillera urbana, y tenía valor. No obstante, Faraj prefería reservarse su opinión. Cualquiera podía ser valiente en la atmósfera enloquecida y bombardeada de eslóganes de un campo de entrenamiento muyahidín, donde lo peor que podía pasarte era acabar con unos cuantos golpes y magulladuras bajo el frío desdén de los instructores. Y francamente, cualquiera con medio cerebro podía dominar los rudimentos básicos de las armas y las comunicaciones modernas. Las cuestiones importantes sólo se revelarían en el momento de entrar en acción, el momento en que todo combatiente tiene que mirar en el interior de su alma y preguntarse: «¿En qué creo realmente? Ahora que ya he invocado a la muerte y la tengo al lado, ahora que puedo sentir su gélido aliento en mi mejilla, ¿soy capaz de hacer lo que debe hacerse?»

Miró alrededor. Junto a la cama tenía una silla en la que vio un albornoz rojo doblado, y una toalla a los pies de la cama. Aceptando la invitación que le ofrecían aquellas prendas, se quitó sus sucias ropas. Dada su situación, el albornoz le parecía inusualmente suntuoso. Se lo puso sintiéndose ligeramente idiota.

Empuñó su arma, abrió lentamente la puerta que daba a la estancia principal del bungalow y avanzó descalzo. La chica estaba llenando una tetera eléctrica con agua del grifo. Llevaba un jersey azul oscuro con las mangas subidas hasta medio brazo, un reloj de inmersión, vaqueros y unas botas de cordones. El pelo le colgaba lacio y castaño hasta los hombros. Cuando se dio media vuelta y lo vio, se sobresaltó derramando parte del agua de la tetera en el suelo. Se llevó la otra mano al corazón.

– Lo siento, pero me has… -Sacudió la cabeza a modo de disculpa y se recompuso-. Salaarn aleikum.

– Aleikum salaarn -respondió él con gravedad.

Permanecieron unos segundos contemplándose. Él vio que sus ojos eran de color avellana; sus rasgos, aunque agradables, resultaban fácilmente olvidables. Era una mujer con la que podías cruzarte en la calle sin que despertase tu atención.

– ¿El cuarto de baño? -se adelantó ella.

Faraj asintió con la cabeza. El hedor del Susanne Hanke -una mezcla de vómito, humedad y sudor- persistía a su alrededor, la chica tenía que haberlo notado en el coche la noche anterior. Lo acompañó, le dio una bolsa de plástico con artículos de ducha y lo dejó solo. Él depositó la pistola en el suelo antes de abrir el agua caliente de la bañera. El calentador de la pared emitió una especie de rugido, y un irregular chorro de agua color té empezó a llenar la bañera esmaltada.

Sacó una esponja de la bolsa y descubrió que, además de los productos típicos, contenía artículos de primeros auxilios, con gasas estériles y agujas de sutura, así como una pequeña brújula y un reloj sumergible como el de ella. Asintiendo con aprobación, Faraj se dispuso a afeitarse. Estaba claro que la bañera tardaría un buen rato en llenarse.

Cuando por fin reapareció en el salón, la chica ya había preparado el desayuno y la mesa, sobre la que había una bandeja cubierta -olía a pollo muy especiado- para que no se enfriase. Se vistió en el pequeño dormitorio, con la ropa de buena calidad que ella comprara la tarde anterior en King's Lynn: una camiseta azul, un jersey de marinero, unos pantalones de los apodados «chinos» y botas de ante. Volvió al salón, donde la chica observaba el horizonte con unos prismáticos; al oírlo dio media vuelta, dejó los gemelos y lo estudió de arriba abajo.

– Hablas inglés, ¿verdad? -preguntó.

Faraj asintió, acercando una silla a la mesa.

– Asistí a una escuela inglesa en Pakistán. -Ella lo miró sorprendida-. Ambos hemos recorrido un largo camino. Lo importante no es de dónde venimos, sino que estamos aquí y ahora.

Ella asintió y buscó una cuchara para servir la comida.

– Perdona. Espero que te guste, no sabía si…

– Tiene un aspecto excelente. Comamos, por favor.

Ella le llenó el plato.

– ¿Te resulta cómoda la ropa? La compré de la medida que me dieron, pero quizás el viaje…

– La talla está bien, pero todo parece… no sé, ¿demasiado suntuoso? La gente se fijará en mí.

– Deja que se fijen. Verán a un profesional respetable disfrutando de sus vacaciones de Navidad. Un abogado o un médico. Alguien cuya ropa les dice que es uno de ellos.

– El famoso sistema de clases inglés.

– Eso explicará por sí solo el motivo de tu presencia aquí -siguió ella, encogiéndose de hombros-. Éste es un lugar al que acuden las clases medias para jugar al golf, navegar un poco y beber ginebra. Inglaterra está llena de jóvenes asiáticos acomodados.

– ¿Y parezco uno de ellos?

– Lo parecerás en cuanto te corte el pelo de manera apropiada.

Las cejas de Faraj se alzaron. Pero al ver que la chica hablaba en serio, se resignó. Para eso estaba ella allí. Para tomar ese tipo de decisiones. Para volverlo invisible.

Cogió los cubiertos y empezó a comer. El arroz, demasiado hervido, tenía una textura gomosa, pero el pollo estaba bueno. Tomando un sorbo de agua, deslizó la otra mano en un bolsillo del pantalón, cogió el casquillo y lo colocó sobre la mesa.

Ella no dijo nada.

Faraj comió en silencio, masticando con la parsimonia de un hombre acostumbrado a hacer durar lo poco que tiene en el plato. Al terminar, cogió la caja de cerillas Swan Vesta, partió una astilla con la uña y se hurgó los dientes. Por fin, la miró a los ojos y anunció:

– Anoche maté a un hombre.

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