48

Un cuarto de hora después eran detenidos en un puente sobre el río Wissey por tres policías uniformados, uno de los cuales llevaba un fusil Heckler and Koch y otro retenía con dificultad a un perro por su correa. Un Range Rover con más hombres uniformados estaba aparcado en ángulo junto a la carretera. La base Marwell se encontraba todavía a dos kilómetros y ni siquiera era visible.

Liz y Mackay enseñaron sus pases y esperaron fuera del BMW mientras los otros pedían confirmación por radio. Entretanto, el agente con el perro revisó minuciosamente el coche.

– Ahora comprendo lo que comentabas -dijo Liz-. Sería difícil pasar un Stinger.

– Incluso una bomba de C-4 -añadió Mackay mientras les devolvían los pases.

Dos minutos después divisaron el perímetro exterior de la base aérea de Marwell. Mackay detuvo el coche y estudiaron el llano y anodino paisaje que se extendía ante ellos, con las verjas de hierro, la distante caseta del guardia, los comedores y edificios administrativos, y las infinitas extensiones de hierba y cemento. No era visible ningún avión.

– Sonríe -aconsejó Mackay mientras una cámara de seguridad, montada sobre el alambre de espino que remataba una verja, se centraba en ellos.

No tardaron en sentarse en un despacho amplio y con calefacción. El mobiliario parecía gastado pero resultaba cómodo. Un retrato de la reina compartía las paredes con las insignias del escuadrón, fotografías de hombres y aparatos tomadas en Diego García, Arabia Saudí y Afganistán.

El teniente coronel Colin Delves, un hombre de rostro rosado, con pantalones de combate de la RAF y suéter, era el comandante británico de la base, mientras que el coronel Clyde Greeley, sólido y bronceado en su atuendo civil, era su equivalente de la USAF. Liz, Mackay y Greeley bebían café, mientras que Delves, en deferencia a las relaciones entre ambos países, tenía una Diet Coke junto a su codo.

– Nos sentimos malditamente complacidos de verlos y hablar con ustedes -estaba diciendo Greeley, sosteniendo en sus manos las fotos de D'Aubigny y Mansoor-. Y apreciamos las molestias que se han tomado, pero es difícil saber qué más podemos hacer.

– Desafío a esa parejita a que se atrevan a llegar a un kilómetro del perímetro -retó Delves-. No se mueve ni una brizna de hierba sin que lo sepamos y grabemos.

– ¿Cree que esta base puede ser el objetivo de un posible atentado terrorista, coronel? -preguntó Mackay.

– ¡Rayos, claro que sí! -exclamó Greeley-. No tengo ninguna duda de que somos el objetivo de esos terroristas.

Una cierta inquietud revoloteó por el rostro de Delves, pero Greeley abrió los brazos con resignación.

– Las pruebas están en los informes, si sabes dónde mirar, y supongo que nuestros terroristas saben exactamente dónde hacerlo. De las tres bases de East Anglia (la 48° Escuadrilla de Combate en Lakenheath, la 100° de Reaprovisionamiento de Mildenhall y nosotros), somos los únicos que hemos actuado en Asia central.

– ¿Dónde exactamente? -se interesó Liz.

– Bueno, hace un par de meses tuvimos un escuadrón de A-10 Thunderbolts estacionados en Uzgen, Kirguizistán, tres AC-130 de combate en Bagram, y menos públicamente, un par más de AC-130 apoyando operaciones especiales en Fergana, Uzbekistán. Trabajo meramente policíaco, podría decirse.

– ¿Se desplegaron en Pakistán? -insistió Liz.

– Sólo por la frontera -admitió Greeley con la sombra de una sonrisa.

– ¿Y se ganaron unos cuantos enemigos por allí…? Si me permite la ingenuidad.

– Yo no diría tanto. Y no es una pregunta ingenua -corrigió Greeley tras pensárselo un momento-. Pero, sinceramente, puedo asegurar que con la posible excepción de unos cuantos chicos duros de pelar que se esconden en sus cuevas armados con nuestros misiles Sidewinder y Maverick, sólo hicimos nuevos amigos.

– Entonces, ¿por qué ese hombre ha cruzado medio mundo desde Pakistán para atacar esta base en concreto?

– Creo que somos un objetivo simbólico -explicó Greeley-. Somos militares norteamericanos y nos encontramos en suelo británico. Simbolizamos la alianza que derrotó a los talibanes.

– Pero ¿nada más… específico? -preguntó Liz.

– Con todos los respetos, ¿quién diablos lo sabe? Allí había gente muy molesta por nuestra presencia y otros (más numerosos, hay que reconocerlo) encantados de tenernos con ellos. -Señaló los retratos de D'Aubigny y Mansoor-. Por lo que respecta a esta feliz pareja de gatillo fácil y sus reivindicaciones, puedo asegurarles que tengo una confianza total en nuestras medidas de seguridad.

Colin Delves comenzó a levantarse de su silla. Fue un gesto inseguro, y Liz tuvo que recordarse que el hombre de la RAF era el que estaba oficialmente a cargo y no Greeley.

– Clyde, ¿puedo proponerte que, si tienen tiempo, hagamos un pequeño recorrido por la base para que se tranquilicen?

– Por mí, encantada -aceptó Liz antes de que Mackay pudiera responder. En las últimas cuarenta y ocho horas, él ya había visto suficientes bases y aviones norteamericanos para toda su vida.

Siguieron a Delves y Greeley hasta el exterior por un pasillo escrupulosamente limpio, donde el personal de servicio, la mayoría de uniforme aunque no todos, examinaba los tablones de anuncios o colgaba con chinchetas los turnos establecidos y las invitaciones a servicios religiosos y sociales. Al cruzarse con ellos, todos los miraban sonrientes, y sus rostros parecían brillar como los suelos recubiertos de vinilo. Eran tan jóvenes, pensó Liz.

Cerca de la salida, decorada con guirnaldas de papel y tarjetas navideñas infantiles, se detuvieron para esperar el vehículo en que recorrerían las instalaciones. En las paredes, pósters generados por ordenador anunciaban la ceremonia oficial del encendido del árbol navideño y una fiesta nocturna. Según leyó Liz, en el centro comunitario podían alquilarse trajes de Papá Noel. La oferta incluía peluca, barba, bigotes, sombrero, guantes y botas.

El vehículo resultó ser un jeep abierto y sin techo, y el chófer una chica rubia. Clyde Greeley les entregó una gorra de béisbol a cada uno, con la inscripción «Go Warthogs!», antes de empezar a zigzaguear rápidamente por el asfalto de las pistas.

– ¿Qué puede decirnos del personal norteamericano que vive fuera de la base? -preguntó Mackay, inclinando su gorra al estilo de los héroes de las películas de acción-. ¿No son vulnerables a un ataque? Todo el mundo debe de saber dónde viven.

Delves respondió.

– Si eres alguien de fuera -dijo sonriente-, puede resultarte muy difícil conseguir información de ese tipo. Tenemos muy buenas relaciones con la comunidad local, y cualquiera que haga preguntas de ese tipo puede encontrarse rápidamente con la policía militar.

– Pero su gente echará una cana al aire de vez en cuando, ¿no? -insistió Mackay.

– Seguramente -admitió Greeley-. Pero las cosas han cambiado mucho desde el Once de Septiembre. Los tiempos en que los soldaditos y las chicas jugaban a dardos en los pubs y cosas así pertenecen al pasado.

– ¿Han recibido un entrenamiento específico en seguridad y contravigilancia? -preguntó Liz-. Quiero decir, supongamos que decido seguir a un par de ellos desde el pub o el cine hasta el lugar donde viven…

– Supongo que no tardaría más de cinco minutos en toparse con una respuesta hostil, que incluye vehículos de seguridad y posiblemente helicópteros. Digamos que si usted intentase algo así y no supiéramos quién es, no lo intentaría dos veces. Siempre le advertimos a nuestra gente que no vayan a bares o pubs demasiado cercanos a sus lugares de residencia, que si quieren beber unas cervezas fuera de aquí, se alejen como mínimo quince o veinte kilómetros. Así tienen tiempo suficiente para descubrir si algún vehículo los sigue hasta sus casas.

– ¿Y usted mismo, coronel? -concretó Liz.

– Vivo en la base.

– ¿Teniente coronel?

Colin Delves frunció el ceño.

– Vivo con mi familia a más de quince kilómetros de aquí, en uno de los pueblos circundantes. Nunca abandono la base vestido de uniforme, y dudo que haya más de media docena de personas en el pueblo que tengan la menor idea sobre mi profesión y dónde la ejerzo. La casa en que vivo, de hecho, es una propiedad listada como de segundo grado y pertenece al Ministerio de Defensa. Tengo mucha suerte, es el último lugar donde esperarías encontrar a un oficial de la RAF.

– ¿Y está vigilada por la policía?

– Sí, pero no de forma que atraiga la atención.

Guardó silencio mientras se acercaban a la larga hilera de aviones. Todavía con los colores de entrega verde mate y amarillo desierto, parecían agazaparse sobre sus colas, aplastados por dos enormes motores gemelos montados en su fuselaje. Miembros de los equipos de tierra trabajaban en media docena de aparatos, y varias cabinas estaban abiertas. De cada morro surgía una ametralladora de siete cañones que apuntaba al cielo. Bajo las alas colgaban vacíos anclajes para misiles.

– ¡Aquí tienen a los jabalíes! -anunció Greeley, incapaz de evitar un temblor de orgullo en su voz.

– ¿Estos son los A-10? -preguntó Mackay.

– Cazas de combate A-10 Thunderbolt -confirmó Greeley-, conocidos por todo el mundo como Warthogs o Jabalíes Verrugosos. Son aparatos de ataque y apoyo terrestre, y se han utilizado mucho en las operaciones contra Al Qaeda y los talibanes. Lo sorprendente de ellos es que, aparte de que son capaces de transportar misiles, son capaces de soportar mucho castigo. A nuestros pilotos les han disparado con balas antiblindaje, granadas impulsadas por cohetes… En fin, todo lo que puedan imaginar.

Liz asintió, pero en cuanto el militar empezó a utilizar frases como «capacidad de carga», «cargas explosivas reforzadas» y «estructuras primarias redundantes», se encontró deslizándose en una especie de trance semihipnótico. Tuvo que hacer un esfuerzo para salir de él.

– ¿De noche? -dijo, intentando demostrar que estaba atenta-. ¿En serio?

– Naturalmente -dijo Greeley-. Los pilotos tienen que llevar intensificadores de luz; pero, dejando eso aparte, estos aparatos pueden estar operativos veinticuatro horas al día. Y con la Gatling en el morro y los misiles bajo las alas…

– Deben haberse sentido muy raros en Uzgen -apuntó Mackay-. Eso está muy lejos de casa.

– Marwell también está muy lejos de casa -objetó Greeley-. Pero sí, Uzgen era lo que llamamos una base… hum, bastante austera.

– ¿Sufrieron algún ataque? -se interesó Liz.

– No, allí no. En Afganistán, como he dicho antes, nos encontramos con pequeños grupos que disponían de lanzagranadas y munición antiblindaje. Incluso tuvimos un par de alarmas de Stinger, pero al final no hubo nada que pusiera en peligro nuestros aviones.

– ¿A qué distancia estamos ahora de la carretera que bordea el perímetro de la base? -preguntó Mackay, sin dejar de contemplar el fuselaje mate del A-10 más cercano.

– A un par de kilómetros. Ahora les enseñaremos a los peces gordos.

La chófer realizó un giro cerrado y condujo durante cinco minutos. Hacia el sureste, calculó Liz, luchando por conservar su orientación en aquel paisaje plano de hierba y cemento.

La media docena de AC-130 parecían enormes, incluso a distancia. Cosas aparentemente torpes, de barrigas enormes con armas como tentáculos submarinos. En esencia, les explicó Delves, eran transportes Hércules con cañones pesados añadidos y sistemas de control de fuego; no obstante, se habían convertido en una fuerza de ataque capaz de pulverizar cualquier posición enemiga.

El coronel sonrió ampliamente.

– Las Fuerzas Aéreas de Estados Unidos no están interesadas en lo que los británicos llaman «igualdad de oportunidades». Si el enemigo dispone de fuerza aérea, estos chicos se quedan en tierra. -Dudó un segundo y la sonrisa desapareció-. Esos dos terroristas, el hombre y la mujer…

– ¿Sí? -le animó Liz.

– Podemos proteger a nuestra gente y nuestros aviones. Llevé a trescientas setenta y seis personas y veinticuatro aviones al Asia Central, cumplí con mi deber y los traje a todos de vuelta. Al personal y a los aviones. Me enorgullezco de ese récord y no pienso dejar que lo emborronen un par de psicópatas que asesinan ancianas. Confíen en nosotros, ¿de acuerdo? -Señaló a Delves, que asintió con confianza-. Estamos preparados.

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