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Liz estaba a punto de descodificar sus mensajes electrónicos cuando advirtió que Don Whitten se inclinaba hacia delante y ocultaba la cabeza entre las manos. Mantuvo esa posición un par de segundos, antes de que, con la cara crispada y los puños cerrados, maldijera en silencio hacia el distante techo del hangar.

Allí estaban reunidos dieciocho hombres y tres mujeres: seis de ellos oficiales del ejército, y todos, excepto Kersley, el capitán del SAS, vestían uniformes de combate. De las tres mujeres, una era agente del Cuerpo Real de Logística, otra era una agente local del Departamento de Investigación Criminal y la tercera era la policía Wendy Clissold. Todos callaron al unísono y contemplaron al enfurecido Whitten.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Dunstan.

– Un joven llamado Martindale, James Martindale, acaba de informar que le han robado un MGB verde del aparcamiento del pub La Osa Mayor en Birdhoe. Puede haber pasado en cualquier momento después de las doce y cuarto, hora en que llegó al pub.

Se oyó un gemido colectivo, una muestra de máxima frustración. Era demasiado esperar que el ladrón del coche no tuviera ninguna relación con D'Aubigny y Mansoor. Whitten buscó desanimado sus cigarrillos.

– Birdhoe, como sabe la mayoría, está un kilómetro más allá de los bloqueos de carreteras. Deben haberlos pasado a campo traviesa, y ahora nos llevan cuatro malditas horas de ventaja. Podrían estar en cualquier parte.

Los oficiales del ejército se miraron con los labios apretados. Dos batallones del ejército regular, más soldados de la reserva, y media docena de Lynxs y Gazelles, seguían desplegados en el sector noroeste.

– Ese hombre, Martindale -dijo Steve Goss-, ¿se ha pasado toda la tarde en el pub?

– Dice que su prometida y él fueron a La Osa Mayor a comer, y que se quedaron allí para ver un partido de rugby por la tele.

– Un momento -saltó Mackay, estirando el cuello en dirección a Liz, que seguía con los dedos sobre el teclado de su portátil-. ¿Un MGB verde? ¡Nosotros adelantamos a uno así! Te dije que solía…

– ¿El verde azulado? ¿El imán para las Moneypennys?

– Sí, ése… ¿dónde estábamos? Vamos a la pantalla. Estuvimos conduciendo hacia el suroeste desde aquí durante… ¿Cuánto tiempo? ¿Quince minutos? Debíamos estar cerca de Castle Acre o Narborough. Así que si nuestra entrevista en Marwell duró hasta las dos y suponiendo que el coche que vimos fuera el que robaron (y no hay muchos de esa antigüedad y color rondando por ahí hoy día), sitúa a nuestros dos terroristas cerca de Narborough aproximadamente a las dos y cuarto, hace dos horas y quince minutos. Mierda, tiene razón -admitió señalando a Whitten-. A estas alturas podrían estar en Londres o Birmingham.

– ¿Por qué robar un coche tan fácilmente reconocible? -preguntó Liz.

Los policías intercambiaron miradas.

– Porque es fácil hacerle un puente -señaló Whitten-. La mayoría de los coches con menos de veinte años tienen bloqueo automático. Puedes romperlo dando un volantazo, pero para eso hace falta bastante fuerza. Yo diría que fue la chica quien lo robó.

– Vale, lo admito. Pero ¿qué significa eso? A mí me parece un intento desesperado de romper el bloqueo. No podían saber que el propietario se pasaría toda la tarde en el pub, así que habrán actuado con la presunción de que podía descubrir el robo en cualquier momento y avisar a la policía. Y no se arriesgarán a conducir un coche tan reconocible por una gran ciudad llena de policías. Por lo que ellos saben, todos los policías del Reino Unido los están buscando.

Dunstan asintió.

– Estoy de acuerdo. Habrán usado el coche una hora como máximo; y aun así, por carreteras secundarias o comarcales. Después se habrán deshecho de él.

– Una hora por ese tipo de carreteras los llevaría hasta la base de Marwell como mucho.

Nadie replicó. La agente femenina generó una línea roja en el mapa electrónico. Avanzaba hacia el sur desde Dersthorpe, cruzaba la línea azul que representaban los controles policiales y pasaba a través de Birdhoe y Narborough hasta Marwell. La línea era casi vertical y prácticamente recta.

– Supongamos que su objetivo es Marwell -dijo Dunstan mirando alrededor por si alguien lo contradecía-. Es fácil suponer que no se atreverán a acercarse demasiado a un establecimiento gubernamental en un coche robado; y que se han librado del coche una hora después de cruzar Narborough. Eso los sitúa al este o al oeste de Marwell en un radio de siete u ocho kilómetros, ocultos en algún lugar. Han tenido un día muy estresante avanzando a pie hacia su objetivo, no creo que se atrevan a robar otro coche estando tan cerca del final de su viaje.

– Entonces ¿qué sugiere? -preguntó Whiten, aplastando su cigarrillo en el cenicero.

– Que tracemos dos círculos en torno a Marwell. Primero, un círculo interior con un radio de ocho kilómetros y que saturaremos de policías, soldados y personal de la reserva, con gafas de visión nocturna, reflectores y todo cuanto necesiten para que ni siquiera una mosca pueda pasarles inadvertida.

Un hombre calvo y con estrellas de teniente coronel hizo un rápido cálculo con un bolígrafo.

– Eso nos da unos doscientos kilómetros cuadrados en total. Si concentramos todas nuestras patrullas de búsqueda del sector noroeste y traemos otro batallón…

– Y paralelo a éste, un nuevo anillo de ocho kilómetros más -prosiguió Dunstan-, lo que nos da un área de quinientos dieciocho kilómetros cuadrados, que nosotros y nuestros amigos de la RAF sobrevolaremos toda la noche utilizando sensores térmicos. -Barrió con la mirada a todos los presentes buscando su aprobación-. ¿A alguien se le ocurre una idea mejor?

Sólo le respondió el silencio.

– ¿Qué les parece, caballeros y señora? -preguntó a los oficiales del ejército.

– Bastante bien -aceptó el teniente coronel, girándose hacia sus hombres con una ligera sonrisa-. Que no nos puedan acusar de no saber proteger a nuestros aliados norteamericanos de una estudiante de idiomas y un mecánico paquistaní.

El personal del ejército sonrió levemente; los policías se mantuvieron serios. Dunstan retomó la palabra.

– Comisario Goss, me gustaría que se desplazase a Marwell y actuase de enlace con el coronel Greeley. Lo llamaré ahora mismo para ponerlo al corriente.

Goss asintió y abandonó el hangar a la carrera, alzando una mano a modo de despedida al pasar frente a Liz. Kersley y el oficial del PO-19 lo siguieron para informar de las novedades a sus respectivos equipos.

Liz se quedó mirando las carreras de los distintos grupos de hombres, y pudo escuchar el crescendo del rotor del Gazelle que se llevaba a Steve Goss hacia Marwell. De una forma que no podía definir, los acontecimientos parecían escapárseles de las manos. Había demasiada gente involucrada y demasiados servicios representados. Y, sobre todo, el instinto le gritaba que habían cometido un error en alguna parte. Aceptaba que Mansoor y D'Aubigny podían estar preparados para inmolarse en el transcurso de la operación, pero hasta el momento sus actos no tenían nada de suicidas. La idea de que estuvieran dispuestos a lanzarse contra una inexpugnable base de las fuerzas aéreas norteamericanas y acabar hechos pedazos no encajaba, de eso estaba segura. El plan tenía que ser otro.

De pronto recordó que seguía sin leer su mensaje, así que levantó la tapa de su portátil y lo conectó. El mensaje en cuestión, una vez descodificado, era extenso. Sobre todo para ser de Wetherby.


Liz: adjunto informe que requiere su atención inmediata, la de Mackay y la de Dunstan. La fuente es secreta pero fiable.


La mujer sonrió ante el familiar estilo críptico y abrió el documento adjunto.


TOP SECRET – ÚNICAMENTE PERSONAL AUTORIZADO

RE: MANSOOR FARAJ


En la medianoche del 17 de diciembre de 2002, en respuesta a unos informes sobre posible actividad del SIT en la frontera afgano-paquistaní cerca de Chaman, un AC-130 de transporte y combate despegó de una base norteamericana en Uzbekistán (posiblemente Fergana) en misión de búsqueda y destrucción. A bordo del AC-130 iba la tripulación habitual más doce hombres de Operaciones Especiales…


– ¿Una taza de té? Parece que tienen Earl Grey en deferencia a nuestros paladares metropolitanos. Y existen rumores sobre unos mantecados que…

Liz alzó la vista del informe.

– Gracias, Bruno. Me encantaría tomar una taza de lo que sea. Y estoy hambrienta, así que si no te importa…

– Dalo por hecho. ¿Alguna noticia interesante de la Estrella de la Muerte?

– No estoy segura. Te lo confirmaré cuando vuelvas con esos mantecados y ese té. Con dos terrones de azúcar.

– ¿Dos? No te imaginaba tan golosa.

– No lo soy. Es que estoy enamorada de mi dentista.

El se alejó agitando la cabeza y balanceando su propio portátil con la mano derecha. De camino a la mesa forrada de plástico que delimitaba la zona de la cantina, se encontró con Wendy Clissold, que se masajeaba las sienes y contemplaba cómo se disolvía un Alka-Seltzer en un vaso de plástico.

– No tendrá nada contra el dolor de culo, ¿verdad? -le preguntó en un tono lo bastante alto como para que Liz lo escuchara.

Ella sonrió y volvió a centrarse en el mensaje de Wetherby. No obstante, a medida que lo leía, su sonrisa fue desapareciendo. La actividad que la rodeaba pareció remitir y el rumor imperante en el hangar desvanecerse. Cuando Mackay regresó, ella miraba fijamente al frente, sin expresión y con las manos cruzadas.

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