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Jean llevaba veinte minutos conduciendo cuando descubrieron el bloqueo. No viajaban a más de unos prudentes cuarenta kilómetros por un camino de una sola dirección, surcado de altos setos de zarzas y saúcos. Según el mapa, aquella carretera pronto conectaría con otra que, tras varias bifurcaciones, terminaría llevándolos hacia el sur, pasando por los pueblos de Denton y Birdhoe. Todo había sido planeado dando por sentado que seguirían con el Astra por caminos con mínimas posibilidades de encontrarse con patrullas de policía. Visto que las circunstancias habían cambiado, existían argumentos a favor de utilizar las carreteras más rápidas para huir de la zona y adelantarse a cualquier control de carretera, pero Jean pensaba que la decisión correcta era ceñirse al plan original. Las carreteras comarcales eran más lentas, pero también más discretas.

Junto a ella, el joven cuyo coche conducía se encerraba en un sopor silencioso y enfurruñado. Su temor ante las armas había remitido, reemplazado por una rabia sorda debido a su impotencia y las libertades que se tomaban con su precioso Toyota.

Jean vio la luz azulada en el mismo instante que él. Estaban pasando por una abertura en los setos, una abertura a través de la cual se veía el cruce con la carretera de Birdhoe, un kilómetro más allá. La luz parpadeó únicamente una vez -un error, supuso Jean- y dio gracias a Dios por la falta de colinas de aquella parte del país. Pero el miedo no tardó ni un segundo en atacar, dura y dolorosamente.

– La policía -susurró el joven de cabello grasiento. Eran sus primeras palabras desde que iniciaran la marcha.

– ¡Cállate! -le ordenó Jean secamente, con el corazón desbocado. ¿Los habrían visto? Dada la distancia y altura de la vegetación, existía una buena posibilidad de que no.

– Da marcha atrás -ordenó Faraj.

Jean dudó. Si volvían a pasar por la abertura le darían a la policía otra oportunidad de descubrirlos.

– ¡Marcha atrás! -repitió Faraj furioso.

Ella tomó una decisión. Frente a ellos, a la derecha, tenían un sendero estrecho que llevaba hasta una variopinta colección de granjas y establos, aunque desde donde se encontraban no fuera todavía visible ninguna construcción.

Ignorando las protestas de Faraj, giró y tomó el sendero. Para el control de carreteras seguían siendo invisibles, y tenía la esperanza de que no hubiera nadie trabajando en aquellas granjas. Treinta metros más allá, el sendero se abría a una especie de patio vallado en el que había un tractor herrumbroso y casi destrozado, y una especie de silo cubierto con plástico y neumáticos viejos.

Tras rodear el silo para que el coche quedara oculto desde la carretera, Jean frenó bruscamente. Se giró hacia Faraj y él asintió, dando a entender que la idea le parecía buena.

– Fuera -le ordenó Jean al joven, en cuyos temerosos ojos había prendido una chispa de esperanza-. Métete en el maletero.

El asintió, doblándose y metiéndose en el alfombrado espacio. Tras la calidez del interior del coche, la fría lluvia resultaba casi dolorosa asaeteando la piel. Por un momento, la mirada del chico -implorante- se cruzó con la suya; entonces sintió el peso de la PSS de Faraj contra su mano y supo que el momento había llegado. Alrededor, transparentes y fantasmales, se arremolinaban sus compañeros de entrenamiento en Takht-i-Suleiman. Gritaban silenciosamente y enarbolaban sus armas. «Matar a un enemigo del islam, es renacer -le susurró el instructor-. Lo sabrás cuando llegue el momento.»

Parpadeó y todos se desvanecieron. A su espalda, la PSS se volvió más pesada todavía. Sonrió al joven, que tenía las rodillas contra el pecho, casi rozándole la cara. Entonces, tendría que ser en la cabeza. El momento era irreal.

– ¿Puedes cerrar los ojos un momento? -pidió.

El disparo fue silencioso y el retroceso prácticamente inapreciable. El joven parpadeó una sola vez y murió. Fue lo más fácil del mundo. Cerró el maletero, que dejó escapar un débil bufido hidráulico, y se giró hacia Faraj para devolverle el arma. Y supo que ahora nada podría separarlos.

Acercándose al silo, aferraron una esquina del plástico que lo cubría y tiraron de él, arrastrando media docena de neumáticos. Colocaron el plástico sobre el coche y lo sujetaron con tres neumáticos. Por entonces, ya llovía a cántaros.


Guió a Faraj por el patio hacia la estrecha zanja de desagüe. Llevaban las mochilas a la espalda y sus parkas con la cremallera subida hasta la barbilla. La caja de galletas que contenía el moldeado C-4 recubierto de cera iba en la parte superior de la del afgano.

Se adentraron en el canal. A Jean le dio la impresión de que el agua estaba dolorosamente helada, pero su corazón seguía acelerado tras la ejecución. A la hora de la verdad, había demostrado ser más que un simple apoyo logístico. Apenas le dedicó al cadáver la más breve mirada; el impacto de la bala le había dicho cuanto necesitaba saber. Y ahora volvió a escucharlo, como el sonido de una bota aplastando un hueso podrido.

Había renacido.

Se detuvieron cien metros más allá, y escudriñaron a través del denso follaje que bordeaba el canal. Un camión se encontraba parado frente al bloqueo y un policía trepaba sobre su cargamento de sacos azules de fertilizante. «Nos buscan», pensó Jean. La Malyah estaba ahora guardada en su funda.

– Este nullah nos acercará a ellos -murmuró Faraj estudiando los campos que se extendían ante ellos-. Y si intentamos cruzar a campo traviesa nos verán.

– Son policías locales, no soldados -matizó Jean, mirando su reloj-. Calculo que tenemos otros veinte o treinta minutos. Después de eso, habrá helicópteros, perros, soldados, todo.

– Entonces sigamos.

Continuaron por el canal con el agua hasta la cintura, la lluvia azotando sus caras y las burbujas de gas pantanoso salpicando alrededor a cada paso. Era un avance penoso. El barro absorbía sus pies, y en algunos lugares la acumulación de vegetación podrida estrechaba de tal forma el canal que tenían que agacharse e incluso sumergir la cabeza unos segundos. El cuerpo de Jean estaba entumecido, y la escena del maletero se repetía a intervalos en su cerebro, actualizando pequeños detalles como la curiosa detonación interna de la PSS y el pequeño crujido cuando la bala antiblindaje percutió contra el cráneo. Aquella mirada, aunque apenas durase un cuarto de segundo, había bastado para imprimir las imágenes en su mente como fotogramas de una película.

Diez minutos después, diez helados e infernales minutos que les parecieron una hora, estaban en la sección del canal más cercana al bloqueo. El curso del agua era de apenas medio metro en algunos puntos y las orillas eran resbaladizas a causa del lodo que se deslizaba desde los campos. La espalda y las pantorrillas aullaban de dolor debido al peso muerto de la mochila y al estrés de su lento progreso. Con cuidado, mientras Faraj esperaba inmóvil a su lado, estudió el bloqueo a través de los prismáticos. Se mantenía tras un banco de juncos para que ningún reflejo en las lentes la traicionase, así que entre su objetivo y ella se interponían borrosas imágenes ampliadas de esos juncos y de la gris cortina de lluvia. A pesar de todo, pudo ver claramente a dos agentes con sus impermeables amarillo fluorescente inspeccionando un coche. Varios vehículos esperaban haciendo cola y los agentes se movían con la parsimonia desganada de cuando no están disfrutando de su trabajo. Tres policías más, casi fantasmales, esperaban en un Range Rover blanco con distintivos policiales. No tenían encendidas las luces azules de advertencia, pero el viento llevó hasta la chica el débil crepitar de una radio.

Vio el helicóptero antes de oírlo. Volaba a unos dos kilómetros al este, por encima de campos y bosquecillos. Un delgado rayo de luz blanca descendía de vez en cuando del cielo gris para iluminar el terreno. Jean presionó la frente contra la embarrada orilla del canal, entre matojos podridos y hojas multicolores, y bajo el esqueleto de un arbusto de alisos, pero no por eso dejó de oír el acompasado ruido de sus rotores. Junto a ella, con el rostro a pocos centímetros del suyo, Faraj permanecía igualmente inmóvil. El helicóptero continuó acercándose, con su rayo de luz husmeando un parche de bosque a menos de quinientos metros.

Y entonces, de repente, lo tuvieron encima, con la fuerte pulsación de los rotores pendiendo amenazadoramente sobre los campos circundantes. El rayo iluminó brevemente la parte del canal por donde habían pasado diez minutos antes, y Jean casi lloró de alivio al recordar que habían cubierto el coche con el plástico. Pasó angustiosamente cerca. La reacción de la policía enviando helicópteros -no se hacía ilusiones, estaba segura de que los buscaba más de uno- había sido muy rápida. Y aquello sólo era el principio. Pronto enviarían perros y soldados. O se movían deprisa o morirían.

El piloto del helicóptero no parecía dispuesto a alejarse. Jean empezó a temblar por el frío y la tensión; los dientes le castañeteaban. Pasando un brazo por su cintura, Faraj apretó su cuerpo contra ella en un intento de darle algo de calor. Ella supo que era un gesto meramente práctico, carente de cualquier clase de afecto.

– Sé fuerte, Asimat -susurró entre las sombras de la capucha impermeable-. Recuerda quién eres.

– No tengo miedo. Es que…

Sus palabras quedaron ahogadas por el rugido del helicóptero. El agua se agitó, al tiempo que el rayo de luz se acercaba inexorablemente hacia ellos. Jean apretó los ojos y, obligándose a permanecer inmóvil, comenzó a rezar. ¿Estaría equipado con tecnología térmica? Porque si era así…

Pero el aparato desapareció en dirección oeste tan súbitamente como había aparecido, como si se hubiera aburrido de buscar.

– Muévete -dijo Faraj, empujándola suavemente-. Habrá más y esta lluvia no durará eternamente.

El alivio recorrió a la chica. Oyó cómo, en la carretera, varios coches arrancaban en rápida sucesión. Supuso que los policías habían estado observando el helicóptero. Siguieron avanzando, luchando contra la lluvia y la resistencia del agua del canal, y pronto se encontraron a unos doscientos metros más allá del bloqueo.

– Otro par de kilómetros y llegaremos a un pueblo -animó Jean casi sin respiración, agachándose para no sobresalir por encima de la orilla-. El problema es que si alguien que ha pasado por el control nos ve subir a la orilla, puede que dé media vuelta y avise a la policía. Deben de tener nuestra descripción, y es posible que hasta fotografías.

Faraj lo pensó unos segundos, le quitó los prismáticos de las manos y estudió los alrededores.

– Sí, eso es lo que haremos.

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