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Con las tijeras de podar en su mano enguantada, Anne Lakeby avanzó decidida a lo largo del macizo de juncias ornamentales y césped hasta la parte frontal del jardín, cortando las malas hierbas a su paso. Era una mañana vigorizante, fría y despejada, y sus botas Wellington dejaban crujientes huellas en el terreno helado. Los arbustos, altos hasta el hombro, le impedían ver la playa más abajo, pero el brillo pardo del mar se extendía por encima de ellos.

En su juventud, a Anne solían describirla como una chica «guapa»; con la edad, sus rasgos alargados se habían contraído hasta terminar siendo benignamente demacrados. Robusta y afable -un pilar de las organizaciones locales de caridad y buena trabajadora-, era muy popular entre la vecindad, y se celebraban pocos eventos en Marsh Creake y sus alrededores en los que no se oyera su risa comparable al relincho de un caballo. Era un punto de referencia de la comunidad, al igual que su mansión.

En treinta y cinco años de matrimonio, Anne nunca había desarrollado mucho cariño por aquella propiedad gris del último período Victoriano heredada por su marido. La casa había sido construida por el bisabuelo de Perry para sustituir al edificio original, mucho más elegante y que terminó como pasto de las llamas. Ella siempre la había encontrado demasiado severa y poco acogedora. No obstante, el jardín era su orgullo y su alegría: el fino trabajo de albañilería, la extensión del césped hasta casi la orilla del mar, la sutil interacción de texturas y colores que encerraba sus límites, todo eso le proporcionaba un placer perenne. Trabajaba duro para mantenerlo así y lo abría al público varias veces al año. A principios de la primavera, la gente acudía desde muy lejos para disfrutar de los acónitos y las campanillas invernales.

Perry había aportado la casa al matrimonio, pero eso era todo. Nacida en el seno de una familia terrateniente local, Anne recibió una buena herencia al morir sus padres y se había ocupado de mantener sus cuentas separadas de las de su marido. Muchas parejas habrían encontrado ese tipo de relación insostenible, pero Anne y Perry convivían sin muchas fricciones. Ella le tenía mucho cariño, disfrutaba de su compañía y estaba dispuesta a permitirle ciertos caprichos que le hacían feliz, aunque siempre dentro de ciertos límites. Pero le gustaba saber lo que ocurría en su vida y ahora no lo sabía. Algo iba mal.

Una fría brisa marina hizo susurrar las juncias y agitó la copa de los árboles. Anne guardó las tijeras de podar en un bolsillo y se dirigió hacia el sendero que llegaba hasta la playa. Estaba casi helado, como el césped, pero la mujer se dio cuenta de que habían transitado por él recientemente. Supuso que habría sido el maldito Gunter. No lo veía a menudo, pero sí descubría constantemente rastros de su presencia -colillas y pisadas-, y aquello empezaba a molestarla bastante. Gunter era de los que le das un dedo y se toman todo el brazo. Sabía que a ella no le gustaba y le importaba un comino. ¿Por qué Perry andaría con él por toda la propiedad arriba y abajo, noche y día? No se lo imaginaba.

Volvió a la casa. Las juncias y los arbustos marcaban los límites del jardín, y el césped estaba bordeado de rosales casi helados, a punto de poda. Al conjunto lo rodeaban dos muros de ladrillo, sobre los que arces y otros árboles de hoja caduca se erguían contra el cielo invernal. Su visión le produjo una profunda satisfacción, antes de recordar la segunda razón de su irritación, y era que Diane Munday había decidido abrir su propio jardín al público precisamente el mismo día en que Anne abría el suyo.

¿Qué le pasaba a aquella mujer? Sólo Dios lo sabía. Ella era consciente, o debería serlo, ¡maldita sea!, de que Anne siempre admitía público el último sábado antes de Navidad. No es que hubiera mucho que admirar en esa época del año, pero era una tradición. La gente pagaba un par de libras para pasear por todo el jardín -dinero que luego se donaba al equipo de ambulancias del St. John- y después, fueran creyentes o no, acudían juntos a la misa de Navidad y cocinaban pasteles en la iglesia.

Pero aquello no le bastaba a gente como los Munday. Su casa era bastante decente, eso tenía que reconocerlo. Tasada en varios millones de libras, era una elegante mansión georgiana situada al otro extremo del pueblo, pagada gracias al espléndido salario y las suculentas primas con que sir Ralph Munday decidió obsequiarse a sí mismo durante sus últimos años en la City. Y los jardines de Creake Manor también estaban bien… o lo habían estado antes que Diane pusiera sus manos excesivamente manicuradas en ellos. Ahora eran estilo Sheraton, lleno de luces chillonas, enrejados estrambóticos y horribles coníferas enanas de crecimiento rápido. ¡Y aquella piscina que parecía pertenecer a una villa romana, y aquellos carrizos rosas de las Pampas…! Uno podía seguir enumerando sus horrores indefinidamente. Cuando los Munday abrieran su jardín al público, el acontecimiento no tendría nada que ver con la horticultura y sí mucho con una indecorosa demostración de riqueza.

Lo cual estaba bien, supuso Anne. No todo el mundo podía nacer con las mismas ventajas sociales que ella. Y no pensaba protestar, no quería dar una imagen aburridamente elitista y de miras estrechas. Pero esa estúpida mujer podría haberse fijado en la fecha. Sí, realmente podría haberse tomado esa molestia.

Sus pensamientos fueron interrumpidos por zumbidos de avión. Alzó la vista al cielo y vio tres cazas de la U.S. Air Force dejando un rastro de humo blanco contra el azul del cielo. Serían de Lakenheath, supuso vagamente. O de Mildenhall. ¿Cuántos miles de litros de gasolina gastaban esas cosas? Bastantes, suponía… más de los que gastaba el ridículamente ostentoso todoterreno de Diane. Lo que le recordó que ya desde antes de la hora del desayuno habían estado circulando coches de policía por delante de su casa. Extraordinario. A veces, aquello parecía Picadilly Circus.

Anne retrocedió por el sendero hacia el agua. La mansión y sus jardines ocupaban una lengua de terreno elevado sobre el nivel del mar, flanqueado a este y oeste por marismas abiertas. Durante la marea alta quedaban cubiertas, pero durante la marea baja aparecían brillantes y expuestas al aire, dominio de cormoranes, golondrinas y pescadores de ostras. En el extremo más alejado del promontorio, más allá del jardín, se extendía un banco de guijarros de unos setenta metros de longitud, conocido como la Playa de la Mansión. Era la única cala navegable en tres kilómetros a la redonda, y proporcionaba a Ann y Perry Lakeby una considerable intimidad. O podría proporcionársela, pensó ella malhumoradamente, de no ser porque era allí donde Gunter tenía sus botes y redes.

Los guijarros crujieron bajo sus pies y la salmuera saltó por los aires. La noche anterior había hecho un poco de marejada, recordó Anne, pero ahora el mar estaba calmado. Se quedó contemplando un momento el horizonte, y se rindió al flujo y reflujo de la marea. Entonces, algo junto a sus pies captó su atención. Inclinándose, recogió una pequeña mano de plata, una especie de amuleto de algún tipo. Muy bonito, pensó distraídamente, y se lo metió en el bolsillo de la chaqueta. Dio unos pasos antes de detenerse de golpe y preguntarse de dónde diablos habría salido aquello.

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