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Dejaron pasar el primer coche. Era un Fiat Uno moteado de parches herrumbrosos y no parecía que le quedase mucha vida útil. Aparcar el Astra a un lado de la carretera, entre Dersthorpe y Marsh Creake -en la misma área de descanso donde Brian Mudie y Wendy Clissold pasaran veinte felices minutos la noche anterior- era un riesgo calculado. Si se cruzaban con una patrulla de policía, significaría el fin.

Pero no pasó ninguna. Al Fiat le siguió un Nissan en las mismas o peores malas condiciones, y mientras desaparecía en lontananza, un champiñón de humo fue creciendo en el cielo más allá de Dersthorpe. El depósito del Fiesta, pensó Jean, mientras la humareda del coche se unía a las espesas espirales grises de la casa. Era casi seguro que los bomberos ya estarían en camino -alguien habría avisado del incendio en el bungalow-, pero probablemente habían salido de Fakenham. Con un poco de suerte pasarían cinco minutos o más antes de que la policía tomara cartas en el asunto, y por lo menos diez antes de que pudieran bloquear las carreteras.

La lluvia se deslizaba por el rostro de Jean pero extrañamente no sentía frío. La desesperación y la posibilidad real de ser capturados convertían su miedo en algo distinto, algo parecido a la calma. Ahora se sentía segura, y también podía sentir el peso modesto pero reconfortante de la Malyah en el bolsillo de su parka.

Un coche plateado -no tuvo tiempo de identificarlo, pero parecía nuevo y deportivo- apareció a la vista, y oyó el retumbar de potentes graves. Se situó en medio de la carretera y agitó los brazos, obligando al conductor a frenar bruscamente. Este no llegaba a la treintena, llevaba un pendiente en una oreja y se peinaba con raya en medio. La música tecno-trance casi hacía vibrar el coche.

– ¿Es que quieres que te maten? -gritó furioso, abriendo la puerta-. ¿Qué pasa contigo?

Sacando la Malyah de sus vaqueros, le apuntó directamente a la cara.

– ¡Sal del coche! -ordenó-. ¡Deprisa! ¡Sal o disparo!

El dudó un instante, boquiabierto por la sorpresa, y Jean bajó un poco su punto de mira, metiendo una bala de 9 mm en el asiento, justo entre sus dos piernas. El viento arrastró el sonido del disparo.

– ¡Fuera!

El conductor intentó apearse precipitadamente, tropezando, cayéndose y arrastrándose por el suelo, con los ojos como platos, dejando las llaves puestas y el motor y el CD en marcha.

– Al asiento del pasajero, vamos. ¡Muévete!

El rodeó el coche nerviosamente, mientras ella apagaba aquella música infernal. En medio del repentino silencio, Jean fue consciente del retumbar de la lluvia sobre el techo y la capota.

– Ponte el cinturón. Las manos en las rodillas.

El asintió con la cabeza. Ella siguió apuntándole mientras Faraj salía del Astra, cargaba las mochilas en el maletero del coche plateado y subía al asiento trasero con los mapas y la caja de galletas en su regazo. Llevaba la gorra de los Yankees puesta bajo la capucha de su impermeable y su rostro era prácticamente invisible. Jean estudió durante medio minuto los mandos. El coche era una especie de Toyota.

– Bien, como te he dicho, quédate ahí sentado y no te muevas, ¿entendido? -Dio media vuelta aprovechando la zona de descanso y puso proa a Marsh Creake-. Intenta algo, lo que sea, y mi compañero te volará la cabeza. ¿Has entendido?

Faraj sacó de su bolsillo la PSS recargada con munición SP-4 y la dejó bien visible sobre la guía. El chico, muy pálido, apenas si pudo asentir con la cabeza. Jean soltó el embrague y se puso en marcha. Unos segundos después se cruzó con el Cherokee verde metálico de Diane Munday que circulaba en dirección contraria.

– Guíame -le dijo a Faraj en urdu.

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