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A cada chasquido de las tijeras, caía al suelo otro mechón de pelo negro. Fuera, el cielo se había oscurecido por la lluvia. Faraj Mansoor estaba sentado en una silla, con una toalla blanca extendida sobre los hombros. No parecía un asesino, pero según sus propias palabras se había convertido exactamente en eso… y tan sólo una hora después de pisar territorio británico por primera vez.

¿En qué la convertía eso a ella? ¿En cómplice de asesinato? ¿En una encubridora? No importaba. Lo único que importaba era la operación y su seguridad. Todo aquello había resultado necesario para seguir siendo invisibles.

Ella no sabía muchas cosas, por supuesto. Así tenía que ser y no esperaba otra cosa. Si caía prisionera y la interrogaban, o le inyectaban cualquier suero de la verdad, era esencial que no pudiera proporcionar ninguna información.

Se estremeció y casi le hizo un corte a Mansoor. Si los veían juntos o los relacionaban de alguna forma, para ella significaría el fin. No tendría, literalmente, ningún lugar donde esconderse. No obstante, le habían contado lo suficiente de Fáraj Mansoor como para saber que era un consumado profesional. Si la noche anterior había matado a un pescador, estaba segura de que se había visto obligado a ello. Si a él no le preocupaba haber acabado con una vida humana, ¿por qué iba a preocuparse ella?

Era un hombre bastante bien parecido, aunque lo prefería tal como despertara aquella mañana, como un combatiente de pelo rebelde e indomable. Ahora, sin barba y casi rapado, parecía un diseñador de páginas web o un creativo publicitario de éxito. Dejó las tijeras de acero dando por terminado el trabajo, cogió los prismáticos y salió de la casa para escrutar el horizonte.

Nada. Nadie.

El libro que le regalaran poco después de su decimoquinto cumpleaños era una biografía de Saladino, el líder de los sarracenos en el siglo XII, que combatió contra los cruzados por la toma y posesión de Jerusalén.

Ojeó las primeras páginas con la mente centrada en otras cosas. Nunca le había gustado demasiado la historia, y lo que estaba leyendo tuvo lugar en un pasado tan remoto que para ella bien podía ser ciencia ficción.

No obstante, inesperadamente se sintió atraída por el sujeto del libro. Veía a Saladino como una figura enjuta, con rostro de halcón, barba negra y yelmo rematado en pico. Aprendió a escribir el nombre de su esposa, Asimat, en idioma árabe y se imaginó que era como ella. Y cuando leyó sobre la rendición final de Jerusalén al príncipe sarraceno en 1187, no tuvo duda de que ése era el resultado que ella habría deseado.

El libro representó el primer paso de lo que, más tarde, describiría como su fase orientalista. Comenzó a leer sobre el mundo árabe profusa e indiscriminadamente, desde relatos románticos ambientados en El Cairo y Samarcanda a Las mil y una noches. Se tiñó el pelo de negro con la esperanza de conseguir un aire místico al estilo de Scherezade, se perfumó con agua de rosas y se pintó los párpados con kohl, que compró en la tienda paquistaní del barrio. Su conducta divertía a sus padres y se mostraban encantados de que hubiese encontrado algo que le interesara y que ocupara tanto tiempo con la lectura.

Sus primeras impresiones del mundo islámico, refractarias a través del prisma de su escapismo adolescente, no fueron bien recibidas por muchos musulmanes. No obstante, tras un par de años, las novelas románticas dieron paso a volúmenes de historia y doctrina islámica, y comenzó a estudiar árabe.

En esencia, anhelaba la transformación. Durante años soñó con escapar de la infelicidad y la mediocridad de su pasado y su formación, y entrar en un mundo nuevo donde poder, por primera vez, hallar una aceptación alegre y total. Parecía que el islam le ofrecía precisamente la transformación que buscaba, la que llenaría su vacío interior, el terrible vacío de su corazón.

No tardó en visitar el centro islámico local y, sin mencionárselo a sus padres o profesores, en recibir instrucción sobre el Corán. Pronto empezó a visitar regularmente la mezquita, y tuvo la impresión de que era aceptada como jamás lo había sido antes. Sus ojos se encontraban con los de otros fieles y veía en ellos la misma tranquila certeza que quería ver en sí misma. Las verdades ofrecidas por el islam eran absolutas.

Le dijo a su profesor que quería convertirse, y él le sugirió que hablara con el imán de su mezquita. Así lo hizo, y el imán consideró su caso. Era un hombre precavido y veía algo preocupante en aquella chica ardiente y seria. No obstante, había cursado los estudios necesarios y no tenía ganas de volver atrás. Visitó a sus padres, que se mostraron «totalmente de acuerdo» con la idea, y poco después de cumplir dieciocho años abrazó oficialmente la fe islámica. Más tarde, ese mismo año, visitó Pakistán y compartió la vivienda de una familia local que tenía parientes en Karachi. No tardó en hablar árabe de forma fluida y bastante comprensible en urdu. Cuando cumplió los veinte, tras visitar Pakistán un par de veces más, fue aceptada como estudiante universitaria en el Departamento de Lenguas Orientales de la Sorbona.

Fue al principio de su segundo año en la universidad cuando su frustración empezó a amargarla. Le daba la impresión de que estaba atrapada en una cultura completamente extraña. El islam prohibía creer en otro dios que no fuera Alá, y esa prohibición incluía a los falsos dioses del dinero, el estatus social o el poder mundano; pero allí donde miraba, tanto entre musulmanes como entre no creyentes, no veía más que un brutal materialismo y adoración de esos mismos dioses.

Como respuesta, buscó las mezquitas que predicaban las formas más estrictas y austeras del islam. Entonces, las enseñanzas religiosas fueron colocadas en un contexto de teoría política dura. Los imanes predicaban la necesidad de rechazar todo lo ajeno al islam, y especialmente todo lo que incumbiera al Gran Satán, Estados Unidos de América. Su fe se convirtió en una armadura, y su aborrecimiento hacia la cultura que la rodeaba -un corporativismo hinchado y sin espíritu, indiferente a todo lo que no fuera su propio beneficio- se convirtió en una furia silenciosa que la consumía veinticuatro horas al día.

Un día, mientras estaba esperando en una estación de metro al volver de la mezquita, se sentó a su lado un joven norteafricano, con chupa de cuero y barba desaliñada. Su rostro le pareció vagamente familiar.

– Salaam aleikum -susurró, mirándola a los ojos.

– Aleikum salaam.

– Te he visto en las plegarias. -Su árabe tenía acento argelino.

Ella entrecerró el libro mirando significativamente el reloj, pero no dijo nada.

– ¿Qué estás leyendo? -insistió él.

Ella inclinó el libro en su dirección para que viese el título. Era la autobiografía de Malcolm X.

– Nuestro hermano Malik Shabazz -dijo él, dando al activista de los derechos civiles su nombre islámico-. Que la paz lo acompañe.

– Así sea.

El joven se inclinó hacia delante.

– El jeque Ruhallah predicará esta noche en la mezquita.

– Lo sé.

– Tienes que ir.

Ella lo miró sorprendida. A pesar de su aspecto descuidado, irradiaba una serena autoridad.

– ¿Y qué predica ese jeque Ruhallah? -preguntó.

– Predica la yihad -respondió el joven frunciendo el ceño-. Predica la guerra santa.

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