63

El Hombre Verde era amplio, sencillo y básicamente cervecero, con una larga barra de roble y una impresionante hilera de grifos. No tenía máquina de discos automática ni de apuestas, pero la clientela era joven y bulliciosa, y el volumen de decibelios bastante alto. Una nube de humo de cigarrillos flotaba por encima de las cabezas. Tras una breve búsqueda, Jean y Denzil encontraron una mesa, y el chico fue por la primera ronda. Ella advirtió que, mientras esperaba que lo sirvieran, contaba disimuladamente su dinero.

Volvió con una pinta de Suffolk para cada uno. Como musulmana, Jean no bebía alcohol desde hacía bastantes años, pero Faraj le sugirió que aceptara por lo menos una consumición para mostrar su predisposición. La cerveza tenía una textura amarga y jabonosa, pero no le resultó desagradable. Además, la jarra le dio algo con lo que entretener las manos e, igualmente importante, algo que mirar mientras hablaba. Al principio de la velada había cometido el error de mirar a Denzil a los ojos -unos ojos grandes e inquisitivos- y le resultó casi insoportable.

Hablar con él fue más difícil de lo que esperaba. Era torpe y tímido, pero también sensible, modesto y amable. Jean era dolorosamente consciente de que en circunstancias normales disfrutaría de su compañía, y se daba cuenta de que el chico sacaba todos los temas de conversación susceptibles de despertar su interés.

«No lo mires a él, mira a través de él», se ordenó. Pero no le sirvió de nada. Compartía un espacio reducido e íntimo con un joven que, para su sorpresa, empezaba a gustarle. Y al que planeaba matar poco después.

Cuando llegó su turno de pagar las bebidas, volvió con una pinta en cada mano y le dio las dos a él. Su primera jarra seguía medio llena.

– Para ahorrar tiempo -explicó-. Ahora están bastante desbordados.

– Pues cuando vienen los yanquis suele estar mucho más lleno -le dijo-. Por no mencionar que nos ponen las cosas más difíciles a los chicos de por aquí.

– ¿Y por qué no han venido hoy?

– Probablemente están acuartelados… o como se llame. Parece que hay una alerta terrorista. Hubo un par de crímenes en Brancaster y creen que pueden tener algo que ver con Marwell.

– ¿Qué es Marwell?

– Una de las bases de la RAF que utilizan los norteamericanos. Ya sabes, como Lakenheath y Mildenhall…

– ¿Y qué tiene que ver con lo ocurrido en Brancaster? Creía que la gente iba allí a navegar.

– Pues, la verdad, no estoy muy seguro. Me lo ha dicho mi padrastro. El es… humm… -Denzil no levantó los ojos de su pinta-. Es… está más enterado de los chismes locales que yo. Creen que la gente que cometió esos asesinatos en la costa podría lanzar una especie de ataque contra Marwell.

– ¿Por qué?

– La verdad, no sigo mucho el tema. He pasado fuera la mayor parte de estos últimos días.

– ¿Y está cerca de aquí?

– ¿Marwell? A unos veinte kilómetros. -Alzó la mano como si quisiera comprobar que no le temblaba-. Pero, dado que hay tres batallones desplegados entre ellos y nosotros, yo diría que estamos bastante seguros…

Jean se giró hacia él. Podía sentir el suave mareo provocado por el alcohol.

– Imagina que no lo estamos. Imagina que todo terminará para nosotros esta noche. ¿Dirías que… que has vivido lo suficiente?

– ¡Uau, menuda preguntita!

– ¿Lo dirías? ¿Crees que estás preparado para morir?

El entrecerró los ojos y sonrió.

– ¿Hablas en serio?

– Sí.

– Bueno, vale. Si tuviera que… que morir, digamos que éste sería tan buen o mal momento como cualquier otro. Hace un par de años que mi madre se ha vuelto a casar y es feliz por primera vez desde… desde que tengo memoria. Y tengo una hermanita diecisiete años más joven que yo, ¿te lo imaginas? ¡Diecisiete años más joven!, y no ha tenido realmente oportunidad de conocerme porque sólo tiene un año, así que supongo que mi muerte no le afectaría y seguiría teniendo a mi madre para cuidarla y quererla. Y no he empezado a hacer nada serio con mi vida o mis estudios, así que tampoco podría quejarme de haber perdido el tiempo… Tomando todo eso en cuenta, la respuesta es sí. Creo que éste es tan buen momento como cualquier otro.

– ¿Y qué me dices de tu padre? Tu verdadero padre.

– Bueno… Nos abandonó hace años, cuando yo era pequeño. Puede decirse que nunca se ha interesado realmente por nosotros… -Se frotó los ojos-. Lucy, me gustas, de verdad, pero… ¿por qué estamos hablando de esto?

Ella sacudió la cabeza, incapaz de enfocar la mirada. Empujó su jarra de cerveza hacia él.

– ¿Quieres…?

– Sí, claro.

En su cabeza, ella oía un distante rugido, como si hubiera aplicado contra su oreja una caracola gigantesca. El día anterior había matado a un muchacho como aquél -incluso su edad era similar- con una silenciosa pistola rusa. Le había sonreído y, acto seguido, apretado el gatillo. Sintió el leve impacto del amortiguado retroceso y vio como la cabeza del chico explotaba y se vaciaba en un rincón del maletero de su coche. Ahora había renacido, era una Hija del Paraíso, y por fin comprendía lo que su instructor en Takht-i-Suleiman encontraba siempre tan divertido; tanto que normalmente terminaba balbuceando incoherencias.

Había vuelto de entre los muertos. Aquel momento, tal como le habían prometido, lo cambiaba todo. Había pulsado un interruptor en su interior, cerrado los circuitos, paralizado los enlaces sinápticos. Temía que las sensaciones fueran tan intensas que la bloquearan, pero resultó infinitamente peor: no sentía nada. La noche anterior, por ejemplo. Faraj y ella no habían sido más que zombis retorciéndose uno en los brazos del otro, como ranas recibiendo descargas eléctricas en una clase de ciencias.

Y después estaba Jessica. Apartó a un lado el tema del bebé. Agachó la cabeza hasta posar los labios sobre su antebrazo, entreabrió la boca y mordió, mordió con tanta fuerza que sus dientes se encontraron a través de la carne. Cuando se relajó, las dos marcas en forma de media luna rezumaban sangre. No es que no le doliera, es que no le importaba. Por un instante, por una fracción de segundo, sintió la oscura presencia de su perseguidora.

– … otra pinta para mademoiselle Lucy. Oye, por casualidad no estarás casada, ¿verdad?

– No, no lo estoy.

– Pues dime, chica no casada, ¿dónde te alojas exactamente y por qué te haces invitar a los pubs por completos desconocidos?

Ella vio que la familiaridad y el atrevimiento lo habían envalentonado. Agachó la cabeza lentamente hasta que su frente tocó la jarra.

– Una buena pregunta, pero muy difícil de contestar.

– Inténtalo -insistió él.

Jean bebió un trago de cerveza. Y luego, otro más.

– O no -susurró el chico, dándose por vencido.

El alcohol corría por las venas de Jean. En los viejos tiempos, con Megan, tampoco aguantaba mucho. Un par de copas y ya estaba volando.

– Si yo te dijera que la conversación que acabamos de tener ha sido la más importante de tu vida…

– Es posible -aceptó él encogiéndose de hombros.

Ella vio en sus ojos la comprensión de que aquella noche no iba a terminar de forma mágica. Era una chica rara y difícil que no estaba hecha para él. Jean le cogió la mano. Era grande, cálida y estaba húmeda por la condensación de la jarra. Le examinó la palma y, mientras lo hacía, algo -todo, en realidad- se hizo cegadoramente obvio. Estalló en carcajadas.

– ¡Mira -exclamó-, tu raya de la vida es larga!

– Somos una familia de longevos -bromeó él.

– Déjame las llaves del coche, necesito mi bolso -pidió Jean sonriéndole.

Fuera, junto al coche, se puso el bolso en bandolera y cerró la cremallera de la parka. Cuando volvió, Denzil la miró con resignación.

– Vas a desaparecer, ¿verdad? Y nunca llegaré a conocerte de verdad.

– Ya veremos -respondió ella. Y acariciándole ligeramente la mejilla, se marchó.

En el exterior, la omnipresente lluvia resbaló suavemente por su cara. No sentía los pies, le daba la impresión de estar flotando, de que una levedad de espíritu que jamás había sentido la mantenía en el aire. No pensaba racionalizar lo que tenía que hacer para justificarlo o para justificarse a sí misma, era que… sencillamente, no iba a hacerlo. Ya no sentía la necesidad de obedecer a nadie, ni seguir las directrices de ningún credo. Nunca más. No podían matarla. Ni Faraj y su gente, ni su perseguidora y sus hombres. Ya estaba muerta.

No sabía cuánto había caminado, no más de quince minutos probablemente. Tenía ganas de orinar, y mientras se agachaba junto a la carretera con sus pantalones militares por los tobillos -un recuerdo de Takht-i-Suleiman-, vio pasar el Honda Accord de Denzil con el chico al volante. Siguió caminando, pero era como si permaneciera inmóvil y la carretera se moviera bajo sus pies. Sonreía y, al mismo tiempo, las lágrimas corrían por sus mejillas mezclándose con las gotas de lluvia.

Al principio, apenas oyó el zumbido de los helicópteros. Y cuando se convirtieron en una furia rugiente, taladrante, ya se encontraba en el campo de criquet, iluminada desde el cielo por potentes focos. Una escena de una belleza teatral, irreal. En el centro, siseando suavemente, como pavoneándose, apareció un Puma del ejército británico, del que emergió un grupo de soldados vestidos de negro que se desplegaron rápidamente para tomar posiciones. «Llevan Heckler and Koch MP5 -pensó con aprobación-. Son SAS.» Y en la carretera, más allá de ellos, entre el parpadeo azul de los coches patrulla que iluminaban intermitentemente la fachada de estilo georgiano, figuras corriendo y el eco de una estridente sirena.

Jean d'Aubigny siguió caminando. Le habría gustado detenerse y llorar, pero la belleza de todo aquello y la atención a los detalles eran demasiado para ella. Débilmente, en el límite de su conciencia, oyó los múltiples chasquidos de los fusiles automáticos preparándose para disparar. «Tiradores de la policía», pensó, pero se olvidó de ellos rápidamente porque en el centro del escenario, iluminada por el foco de un helicóptero, descubrió una figura delgada, decidida, que reconoció al instante. La mujer llevaba el pelo recogido dejando su cara al descubierto, y la cazadora de cuero cerrada hasta la barbilla por una cremallera.

Jean sonrió. De alguna manera, todo le parecía muy familiar. Era una escena que había repetido una y mil veces en su mente.

– ¡Sabía que estarías aquí! -gritó, pero el viento y las corrientes ascendentes provocadas por las aspas de los helicópteros dispersaron sus palabras.

En el Pabellón, Faraj vio cómo las fuerzas de seguridad tomaban la zona, y supo que era hombre muerto. Vio a los soldados saltando desde el Puma al campo de criquet iluminado por los potentes reflectores y a los tiradores de élite deslizándose hasta los tejados circundantes por las cuerdas que colgaban de los Gazelles. No obstante, gracias a los prismáticos, sabía algo más: que unos minutos antes el chico había metido el Honda en el garaje. Y que la bomba, según el plan previsto, tenía que estar en el coche. Vigilaba atentamente la puerta delantera de la casa y no había salido nadie. No tenía ni idea de dónde podía estar Jean, puede que dentro de la casa con el chico, pero tenía que actuar antes de que la policía evacuase el lugar y toda la operación fuera en vano. Sacó el control remoto del bolsillo de su chaqueta, lo besó, se despidió de su compañera Asimat y gritó a pleno pulmón los nombres de su padre y de Farzana, la mujer que había amado.


Mientras aquella mujer avanzaba insegura por el iluminado campo de criquet, Liz comprendió que era Jean d'Aubigny aunque llevara el pelo húmedo y recortado, y la cara fuera mucho más delgada y angulosa que la de la regordeta adolescente impresa en los carteles de busca y captura. Llevaba una parka abierta y, debajo, un jersey de cuello alto cruzado por la cinta gris de un bolso.

Sus ojos encontraron los de la chica, y ésta sonrió como si la reconociera. Sus labios se movieron, pero Liz no pudo oír sus palabras en medio del rugido de los motores. «No parece que tenga veinticuatro años -pensó Liz-, sino bastante menos. Es casi una niña.»

La conexión entre ellas se mantuvo un instante, y entonces la noche tembló y se hizo pedazos.

Una onda expansiva de oscuridad se abalanzó hacia Liz -pura fuerza, puro odio-, levantándola y lanzándola por los aires como una muñeca. El terreno pareció elevarse hacia ella y por un momento, mientras la reverberante resaca de la explosión le arrancaba el aire de los pulmones, no supo ni comprendió nada.

Después, silencio. Un silencio que le pareció eterno y durante el cual llovió tierra, jirones de ropa y fragmentos de carne. A través de la nube de dolor que le embotaba la cabeza, Liz vio a gente moviéndose a su alrededor, fantasmas bajo la ondulante luz de los focos. A un lado, un policía estaba a cuatro patas con el uniforme colgando de su cuerpo, manando sangre y mucosidad por la nariz y la boca; al otro, Don Whitten yacía en el suelo temblando incontroladamente; y más allá, un oficial del ejército sangraba por ambas orejas, sentado en el suelo con los ojos en blanco. Ella misma sólo captaba una especie de grito eterno. No era humano, sino una especie de eco.

Un policía llegó junto a ella y le gritó algo, pero no pudo oír nada. Más pies a la carrera, y entonces los helicópteros y sus focos se alejaron para centrarse en el pabellón de criquet. Seguramente habían localizado a Mansoor.

– ¡Vivo! -intentó gritar, luchando por arrodillarse-. ¡Lo necesitamos vivo!

Pero ni siquiera podía escuchar el sonido de su propia voz.

Trató de correr trastabillando, resbalando en la hierba húmeda, apartando a empujones a Wendy Clissold y otra figura borrosa. Avanzó en ángulo oblicuo a uno de los equipos Sabre del SAS, que se acercaba al Pabellón para rodearlo. A cada paso sentía una especie de martillazo detrás de los ojos y el cálido y acerado sabor de la sangre en su boca. Seguía sin poder oír prácticamente nada más que el grito subsónico y los motores de los helicópteros. No fue consciente de que Bruno Mackay se le aproximaba hasta que el agente se lanzó sobre ella, abrazándola por las rodillas y derribándola.

Ella gruñó aturdida.

– Bruno, ¿no… es que no te das cuenta…? Vamos… vamos a…

– No te muevas, Liz -le ordenó, sujetándola por las muñecas contra el suelo-. Por favor. No estás pensando con coherencia.

Su voz apenas era un susurro. Se retorció intentando liberarse, mostrando sus dientes oscurecidos por la sangre.

– ¡He dicho que no te muevas! Conseguirás que nos peguen un tiro.

Vio cómo los helicópteros convergían sobre el Pabellón y la noche se convertía en día. Ni siquiera estaba segura de por qué corría hacia allí.

– Estoy bien… estoy bien… -susurró.

– No estás bien -siseó Mackay furioso-. Estás sangrando y en estado de shock por la explosión. Tenemos que alejarnos de aquí. Si se produce un tiroteo, estamos en la línea de fuego.

– Necesitamos vivo a Mansoor.

– Lo sé, pero ahora movámonos, por favor. Deja que los SAS hagan su trabajo.

Cuatro soldados avanzaron hacia el Pabellón con los rifles preparados para disparar, las culatas apoyadas en los hombros. Antes de que llegasen al edificio, la puerta se abrió lentamente y una figura aquilina, nervuda, dio un paso adelante entornando los ojos a causa de los focos concentrados en él. Vestía vaqueros y un jersey gris. Llevaba los brazos levantados y las manos vacías.

Liz contempló fascinada a Faraj Mansoor y vio cómo la lluvia oscurecía el color de su jersey. Mackay, en cambio, apenas lo miró, y en un repentino y terrible torrente de comprensión, supo exactamente lo que iba a pasar y por qué.

En ese instante, uno de los SAS gritó:

– ¡Granada!

Los cuatro hombres dispararon una serie de ráfagas al pecho de Mansoor, a no más de media docena de metros. Sin habla, Liz contempló cómo el hombre era impulsado violentamente hacia atrás y caía al suelo pataleando, retorciéndose.

Se produjo un breve silencio, hasta que un SAS dio un paso adelante y con aire de pura formalidad disparó de nuevo, dos veces, a la nuca del hombre caído.

La lluvia corría por la cara de una Liz anonadada e inmóvil, hasta que Mackay la sujetó por los brazos y la hizo volver para que no viese la escena. Luchó por liberarse, sintiendo que la sangre de su rostro se coagulaba y que la lluvia que empapaba su melena se colaba por el cuello deslizándose por su espalda. Casi lloraba de rabia.

– ¿Te das cuenta… te das maldita cuenta de lo que habéis hecho?

Mackay respondió con infinita paciencia:

– Liz, sé realista.

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