Al otro lado del río, a dos kilómetros de distancia, un Eurostar procedente de París hacía su entrada en la estación de Waterloo. Una joven descendió del tren, pasando del cálido sopor de un vagón de segunda clase al frío tonificante del andén, y se sumergió entre la presurosa multitud hacia el edificio de la terminal. Los altavoces levantaron ecos a lo largo del camino, haciéndose oír por encima del estruendo de los carritos portaequipajes y el traqueteo de las maletas con ruedas, ruidos tan familiares que ella apenas los percibió. En los últimos dos años había hecho el viaje hasta y desde la Gare du Nord una docena de veces por lo menos.
Llevaba una parka sobre unos vaqueros y unas zapatillas deportivas Nike, una gorra de pana al estilo de los Beatles -comprada en una tiendecita del Quai des Celestins- con la visera bajada sobre la frente y un par de enormes gafas de sol, a pesar del día nublado. Parecía haber cumplido la veintena hacía poco, y cargaba con una bolsa de viaje y una enorme mochila, nada la distinguía de otros viajeros de fin de semana. Un observador atento habría notado lo poco que podía verse de su físico -la parka enmascaraba por completo su figura y la gorra le cubría el pelo-, y un observador más detallista quizá se preguntara por el aspecto tostado de sus manos, pero aquel lunes por la mañana nadie prestaba mucha atención al segundo contingente de pasajeros del día. Los que no tenían pasaporte de la Unión Europea se vieron obligados a pasar por la aduana, pero la gran mayoría pasó de largo por ella.
En la sucursal Avis de alquiler de coches la mujer se puso en una cola de cuatro personas, y si era consciente de la cámara de vigilancia instalada en la pared, sobre ella, no dio muestras de serlo. Abrió la edición dominical del International Herald Tribune y se sumergió en la lectura de un artículo sobre moda.
Un teléfono móvil sonó bajo el mostrador cuando le tocaba el turno, y el empleado leyó el texto de un mensaje. Cuando volvió a mirar a la clienta, lo hizo con una sonrisa ausente, como si estuviera pensando una réplica ingeniosa. La atendió con la debida cortesía, pero por sus uñas rotas, sus manos poco cuidadas y la elección de coche -un económico tres puertas- decidió que no era digna de toda su atención. En consecuencia, su carnet de conducir y su pasaporte no recibieron más que un rápido vistazo; las fotos parecían coincidir, ambas pertenecían a la misma serie de una cabina automática, y mostraban el habitual rostro plano y ligeramente sorprendido por el flash. Resumiendo, en cuanto la chica desapareció del mostrador, ya la había olvidado.
Colocando su equipaje en el asiento del pasajero, la mujer incorporó el Vauxhall Astra negro a la corriente de tráfico que cruzaba el puente de Waterloo. Se metió en el paso subterráneo y sintió que se le aceleraba el corazón. «Respira a fondo -se dijo-. Tranquilízate.»
Cinco minutos después, frenó en un aparcamiento. Sacó el pasaporte, el carnet de conducir y los documentos del coche alquilado del bolsillo de su abrigo, y los metió en la bolsa de viaje junto a su otro pasaporte, el que había mostrado en Inmigración. Cuando terminó, se sentó y esperó que sus manos dejaran de temblar a causa de la tensión.
Se dio cuenta de que era la hora de comer, tenía que comer algo. Del bolsillo lateral de la mochila sacó media baguette rellena de queso gruyer, una barrita de chocolate con nueces y un botellín de agua mineral. Se obligó a masticar lentamente.
Después, sin dejar de consultar el retrovisor, volvió a internarse lentamente en el tráfico.