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Denzil Parrish no estaba dispuesto a encajar con el estereotipo del estudiante de ciencias obsesivo y desaliñado, y se preparó cuidadosamente. Tras una intensa sesión de media hora, en la que se bañó y afeitó, se puso ropa limpia de la cabeza a los pies. Citas como la de aquel día no se tenían todos los días y estaba dispuesto a no desperdiciarla. La chica parecía de otro planeta: guapa, simpática y confiada, aunque no supiera su nombre, ni dónde se alojaba, ni… Bueno, en realidad no sabía nada acerca de ella.

¿Era atractiva? Sí, tenía algo que la hacía atractiva. Poseía una de esas caras que no se te quedan impresa a la primera o que cuesta un poco recordar: ojos grandes, pómulos marcados y una boca ligeramente oblicua. Parecía desprender una extraña sensación de urgencia, como si su mente estuviera en otra parte y tuviera prisa.

– Vaya, de repente pareces hasta inteligente -exclamó su padrastro, llevándose una cerveza de la cocina al comedor. Por razones de seguridad, Colin Delves no portaba el uniforme de la RAF que utilizaba en Marwell, sino vaqueros, mocasines y la chaqueta de cuero que se ponía habitualmente cuando tenía que conducir desde y hasta la base.

No obstante, a pesar de su ropa informal, lo rodeaba un aura de palpable tensión.

– Y tú pareces hecho polvo -respondió el chico-. ¿Los yanquis te están apretando las tuercas?

– Ha sido un día muy largo -explicó Delves, sentándose en una silla frente al televisor-. Hemos tenido otra alerta de seguridad. Esta vez creen que el objetivo de los terroristas es nuestra base porque una de nuestras escuadrillas estuvo destinada en Afganistán. Así que Clyde Greeley y yo hemos decidido que todo el personal de la base se marche a su casa, incluido yo, y que la gente de seguridad cierre las instalaciones.

– ¿Todo eso no tendría que ser alto secreto? -preguntó Denzil.

Su padrastro se encogió de hombros.

– ¿Por qué? Han establecido controles de carreteras por toda la región y movilizado tres batallones para patrullar la zona. Por no hablar de los helicópteros que van y vienen continuamente. Un despliegue así no puede mantenerse en secreto.

– ¿Qué les pasará? A los terroristas, me refiero.

– Bueno, no podrán ni acercarse a la base, eso te lo garantizo. ¿Adónde vas a estas horas?

– Al pub. Al Hombre Verde.

– Vale. Cierra las cortinas, ¿quieres?

Las cortinas, de un amarillo damasco, colgaban junto a las altas ventanas frontales. Denzil se acercó a ellas y miró al exterior, a la mancha oscura que era el campo de criquet, a la distante silueta del Pabellón, y a las pocas y diseminadas luces de las casas, borrosas a causa de la lluvia. Aquélla era una buena casa, pensó, lo que ocurría es que estaba en medio del paisaje más desolado y mortecino de toda Inglaterra. Supuso que los de seguridad estarían dentro de su coche, aparcado fuera, por algún lado, vigilando atentamente el lugar.

Los padres de Colin Delves entraron en el comedor, con los ojos brillantes e inquisitivos de las personas que ansían una bebida alcohólica. Animado por el secreto de lo que le esperaba aquella velada, Denzil los sirvió él mismo por consideración al estado exhausto de su padrastro, procurando que las copas fueran quíntuples. Así les durarían más.

– ¡Dios! -exclamó Charlotte Delves un minuto después, acariciando sorprendida su collar de perlas-. Aquí hay bastante ginebra como para tumbar a un caballo.

– Disfrútelo -le dijo Denzil.

– ¿Tú no tomas nada? -Royston Delves, que había amasado una fortuna en el mercado de las materias primas, era una versión más carnosa y rosada de su hijo, el oficial de la RAF.

– Tengo que conducir -explicó Denzil con su mejor cara de buen chico.

– Sí, directo al pub.

Todavía reían cuando la madre de Denzil llegó con Jessica. La niña había sido bañada, alimentada, cambiada de pañales y vestida apropiadamente para la reunión familiar. Ahora, con ojos soñolientos y oliendo a talco, estaba preparada para ser el centro de atención de la velada.

Era el momento que esperaba el chico para desaparecer, y se escabulló sin muchos problemas entre los arrullos y las carantoñas dedicadas al bebé.

La chica le esperaba fuera de la tienda, tal como prometiera. Denzil no la vio al principio, pero sí cuando caminó decidida hacia el Honda y abrió la puerta del pasajero.

– Lo siento -se excusó mientras ella subía-. Es un viejo cacharro, pero… Imagina que es un Porsche.

– No sé si me gustan los Porsches. Cantan demasiado, ¿no crees?

Llevaba la misma ropa de la mañana, más una parka impermeable verde oscuro.

– Bueno, me alegra que pienses así. ¿Has tenido un buen día?

– Más bien tranquilo. ¿Y tú…? A propósito, me llamo Lucy.

– Y yo Denzil. ¿A qué te dedicas, Lucy?

– A algo muy aburrido, me temo. Trabajo para una compañía que elabora informes económicos.

– Uau. Eso… eso suena mortalmente aburrido.

– Tengo mis sueños -dijo ella.

– ¿Qué sueños?

– Me gustaría viajar. Asia, Extremo Oriente… países exóticos.

– En Downhan Market hay un local tandoori. ¿Te parece lo bastante exótico?

Ella sonrió.

– No creo que pueda conseguir nada más exótico estas Navidades. ¿Y tú?

– Yo estudio geología en Newcastle.

– ¿Y eso es interesante?

– No diría tanto, pero puede llevarte a visitar lugares interesantes. Estamos preparando un viaje a Groenlandia el año que viene.

– Genial.

– Sí. No es que disfrute especialmente pasando frío, pero… A ti es obvio que te gustan los países cálidos.

– Una lástima.

– Bueno, siempre podemos quedar en un lugar intermedio, un lugar templado como el pub.

Denzil entró en el aparcamiento.

– Este es el Hombre Verde. L'Homme Vert, The Green…

– Parece agradable -comentó ella-. ¿Te importa si dejo mi parka y mi bolso en el coche?

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