19

Al irse de Headland Hall, Liz consultó su reloj. Eran las tres de la tarde.

– Tengo que volver a Londres -le dijo a Whitten-. Pero, antes de irme, ¿podría echarle un vistazo a la casa de Gunter?

– Sí, claro. Le diré a uno de mis hombres que la acompañe. -Se levantó el cuello de su abrigo para protegerse contra la lluvia-. ¿Qué opina de los Lakeby?

– Tenía razón, creo que la prefiero a ella antes que a él.

– Nunca subestime a las clases altas. Pueden ser más agradables (o desagradables) de lo que jamás creería posible.

– Estoy segura -admitió Liz sonriendo.


Ray Gunter había vivido en una casita de paredes de piedra situada tras un garaje. La puerta delantera estaba precintada por la policía, y la mujer policía del centro cultural le dejó la llave a Liz.

El exterior era atractivo, pero el interior resultaba deplorable. Las paredes estaban rebozadas de grasa y los techos amarilleaban por el humo del tabaco. En la cocina, el horno de gas no había sido limpiado desde hacía meses, y una pila de platos sucios languidecía en el fregadero. La mirada de Liz pasó de las botas y los impermeables amontonados junto a la mesa de la cocina a las rebanadas de pan de molde desparramadas sobre un periódico local en el tablero; también había un bote de margarina y un tarro abierto de mermelada. Y un cenicero lleno de colillas, reciclado a partir de un envase de comida china.

Abrió la nevera. No contenía nada excepto pescado congelado, metido en bolsas de plástico precintadas y etiquetadas con una letra laboriosa. Abadejo, bacalao, salmón de roca blancuzco… En ese aspecto de su vida, ya que no en otros, Ray Gunter era meticuloso.

Junto a las escaleras del primer piso se encontraba una mesita con un teléfono, y a la altura de los ojos, escritos en la pared con lápiz y bolígrafo, unos cuantos números. Entre ellos, Liz encontró un nombre, Hogan, y un número que se apresuró a anotar.

Arriba, la casita no era más atractiva. Gunter dormía en una cama individual de hierro, cubierta por un mugriento edredón nórdico. Flotaba un olor rancio y mohoso. Había una segunda habitación. En la puerta, un pequeño letrero de plástico anunciaba «Cuarto de Kayleigh».

«La hermana -pensó Liz-, que seguramente heredará la propiedad. Y la venderá. Limpia y restaurada podría tener algo de valor.» Sería la casita perfecta para pasar un fin de semana, como Gunter debía saber. ¿Por qué se metería en líos? ¿Tendría alguna fuente de ingresos importante además de la pesca?

Al volver a la planta baja, buscó la guía de teléfonos local y terminó por encontrarla en el suelo de la cocina. Buscó el nombre de Hogan y apuntó la dirección de Dersthorpe que correspondía al número de teléfono escrito en la pared.

Fuera, tras devolverle la llave a la mujer policía, estudió las casitas circundantes. Todas mostraban signos de aburguesamiento, con ribetes limpios, ornamentos en las ventanas y picaportes antiguos en las resplandecientes puertas delanteras. Supuso que la muerte de Ray Gunter no sería muy llorada por sus vecinos. Si se daba prisa, Kayleigh podría poner la casita en el mercado hacia la primavera; a mediados del verano tendría el mismo aspecto que cualquiera de las otras.

En su camino hacia el coche, Liz le echó un vistazo al Trafalgar. El local estaba casi vacío y no vio a Cherisse tras la barra, sólo a un hombre de mediana edad vistiendo un cárdigan, que supuso sería Clive Badger. Un extraño objeto de deseo para una chica como Cherisse, pensó, sobre todo si era el tipo de jefe que contaba hasta la última moneda de su propio bolsillo.

Un vistazo a la sala le confirmó que Cherisse tampoco se encontraba en ninguna mesa. Los momentos de mayor aglomeración serían la hora de la comida y por la tarde. Probablemente ya habría vuelto a casa al anochecer.

Dersthorpe estaba a unos tres kilómetros de Marsh Creake. Liz disminuyó la marcha al pasar frente a Headland Hall, pero no descubrió rastro alguno de Peregrine o Anne Lakeby. Los oscuros árboles se mecían con el viento marino.

Liz no tardó en encontrar la vivienda de protección oficial donde vivía Cherisse Hogan. Fuera, dos chicos jugaban con un destartalado y casi deshinchado balón de fútbol entre la basura desparramada que inundaba la zona de aparcamiento. Dersthorpe podía compartir carretera con Marsh Creake, pero culturalmente era otro mundo. Estaba segura de que nadie compraría una casita en Dersthorpe para pasar los fines de semana.

Cherisse vivía en un tercer piso. Se había cambiado la ropa de trabajo por un arrugado jersey negro y unos vaqueros. El tatuaje de un pequeño diablillo era visible por encima del profundo escote en V del jersey.

– ¿Sí? -preguntó frunciendo el ceño y tirando la ceniza del cigarrillo al suelo, frente a la puerta.

– Nos hemos conocido esta mañana en el pub -aclaró Liz.

– Ah, sí. Ahora me acuerdo -asintió Cherisse recelosa.

– Quisiera hablar contigo de Ray Gunter. Trabajo con la policía.

– ¿Qué significa eso de «trabajo con la policía»?

Liz sacó del bolsillo interior de su abrigo una tarjeta de identificación.

– Trabajo en el Ministerio del Interior.

Cherisse miró la tarjeta inexpresivamente, antes de asentir y retirar la cadena.

– ¿Vives aquí? -preguntó Liz, deslizándose a través del estrecho espacio que dejó la abertura de la puerta.

– No; mi madre vive aquí. Ahora está trabajando. Mi abuela vive con ella, pero hoy ha ido a Hunstanton en autobús.

Liz miró en derredor. El aire parecía estancado, pero el lugar tenía un aspecto confortable. Un calefactor eléctrico con tres barras incandescentes refulgía bajo una repisa decorada con figuritas de cristal y fotografías de Cherisse. De la pared colgaba un póster enmarcado de olas rompiendo contra la costa a la luz de la luna. La televisión era de pantalla panorámica.

Cherisse conocía a Gunter, según le contó -conocía a casi todo el mundo en Marsh Creake-, pero negó que hubiera algo entre ellos. Dicho esto, admitió que era posible que Gunter le contase a la gente que sí. En el Trafalgar le gustaba aparentar que le bastaba con silbar para que ella acudiera corriendo.

– ¿Por qué? -se interesó Liz.

– Era así -dijo la chica despreocupadamente, apagando el cigarrillo en un cenicero de hojalata-. Cuando eres… hum, pechugona como yo, la gente cree que puede opinar lo que quiera sobre ti, que estás ahí para soportar toda clase de bromas groseras.

– ¿Y nunca dejaste las cosas claras entre él y tú?

– Podía haberlo hecho, pero… al fin y al cabo, era un cliente. Y no me han puesto detrás de la barra para hacer que los clientes se sientan idiotas… aunque lo sean. Cuando Ray Gunter quería impresionar a alguien, sólo tenía que decir que salía conmigo.

– ¿Y a quién quería impresionar Ray Gunter?

– Oh, a mucha gente. ¿Ha visto su casa? Siempre tenía gente detrás, intentando conseguir que se la vendiera por una miseria. Como si fuera un idiota y no supiera hasta el último penique que podía sacar por ella. Los llevaba al Trafalgar, y así conseguía que le pagaran las copas toda la noche mientras discutían.

– ¿Alguien más?

– Estaba ese tipo… Staffy. Yo solía llamarlo así porque parece un bull-terrier.

– ¿Sabes su verdadero nombre?

– Mmm, me acordaré enseguida. ¿Una taza de té?

– Me encantaría.

La tetera silbó mientras el calefactor parecía rielar con el calor irradiado. Cherisse volvió con dos tazas.

– Gracias por lo de esta mañana -dijo balbuceante.

– Fue un placer. -Y Liz lo decía sinceramente.

La chica sonrió.

– No le gustó el aspecto de su amigo, eso seguro.

– Yo creo que tuvo miedo de mí-protestó Liz sonriente.

– Bueno, es posible.

Se produjo un corto silencio, roto por el petardeo de una moto en el aparcamiento de abajo.

– ¿Tienes idea de qué podía estar haciendo anoche Ray en el café Fairmile? -prosiguió Liz.

– No.

– ¿Sabes si estaba metido en algo ilegal? ¿Algo relacionado con los botes?

Ella volvió a sacudir la cabeza con expresión vaga. De repente, su cara se iluminó.

– ¡Mitch! Así se llama. Sabía que lo recordaría.

– ¿Quién es ese Mitch?

– No lo sé. Como ya le he dicho antes, no es de por aquí. Me acuerdo de él porque, cuando venía al Trafalgar con Ray, nunca se sentaba en la barra como él.

– ¿Y dónde se sentaban?

– En un rincón. Una vez le pregunté a Ray quién era porque estaba… bueno, estaba mirándome fijamente. Ray me dijo que era alguien que le compraba langostas y cosas así.

– ¿Y te lo creíste?

– No era una mirada agradable -repuso, encogiéndose de hombros.

Liz asintió y dejó su taza vacía sobre la mesa.

Tras el calor del piso de Hogan, la brisa marina le resultó tonificantemente fresca. La cabina telefónica olía a orina, por lo que Liz agradeció que Wetherby descolgara el aparato al primer tono.

– Dígame.

– Esto tiene mala pinta -dijo Liz-. Ahora me marcho.

– Te estaré esperando.

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