Unos setenta minutos después, un Rover verde oscuro frenó frente a un pequeño adosado de Bethnal Green, al este de Londres. Las puertas del coche se abrieron y dos hombres de aspecto anodino, en la treintena, descendieron por el corto tramo de escaleras que conducía al sótano, donde el más alto llamó al timbre con insistencia. La noche era fría y una pálida capa de escarcha cubría los escalones. Tras una corta pausa, la puerta fue abierta por un joven de aspecto preocupado, con una toalla de baño anudada en la cintura. Un paso o dos detrás de él podía verse a una mujer, quizás unos años mayor que él, vestida con un quimono amarillo limón.
– ¿Claude Legendre? -preguntó el más alto de los dos visitantes.
– Oui? ¿Sí?
– Tenemos un problema con la oficina de Avis en la estación de Waterloo. Necesitamos que nos acompañe allí. Y traiga las llaves, por favor.
Legendre miró más allá de los hombres, hacia el brillo rosado del cielo nocturno, empezando a temblar de frío.
– Pero… ¿quiénes son ustedes? ¿Qué quiere decir con «tenemos un problema»? ¿Qué clase de problema?
El hombre más alto, que llevaba una chaqueta tejana sobre un grueso jersey negro le mostró su identificación.
– Policía, señor. Cuerpo Especial.
– Déjeme ver eso -pidió la mujer, colocándose delante de Legendre y arrancando la credencial de la mano del hombre-. No tienen aspecto de policías. No…
– Le hemos explicado la situación a Adrián Pocock, su director de zona, señor -la interrumpió el más bajo-. ¿Quiere que llame ahora mismo?
– Eh… sí, por favor.
Pacientemente, el agente sacó un teléfono del bolsillo de su chaqueta verde oliva, marcó un número y se lo tendió a Legendre. Siguieron unos minutos de conversación, en el transcurso de los cuales la mujer fue por una manta y la colocó sobre los estrechos hombros de Legendre.
Finalmente, el joven francés asintió, cortó la comunicación y devolvió el teléfono.
– ¿Qué sucede, Claude? -preguntó la mujer con voz teñida de preocupación-. ¿Quién es esta gente?
– Un problema de seguridad, chérie. Je t'expliquerai plus tard. -Y dirigiéndose a los dos hombres-: De acuerdo. Dos minutos y los acompaño.
El teléfono despertó a Liz a las 7.45. Rodó sobre sí misma con la boca seca por el humo de la noche anterior y el pelo apestando a tabaco, y presionó el botón de respuesta.
Tras conducir un largo rato en silencio, Mackay y ella habían llegado a Marsh Creake poco después de las 3.30, y estaba preparándose para irse a la cama de su Temeraria cuando el equipo de Investigación llamó para decirle que habían identificado al director de la agencia Avis de la estación de Waterloo, y que habían ido allí para requisar los contratos y las cintas de las cámaras de seguridad.
– Ya tenemos los datos del Astra -le decían ahora-. Fue alquilado por una mujer de habla inglesa el lunes pasado y pagó en metálico. Mostró un carnet de conducir británico. El director de la agencia, que es francés como la mayoría de sus clientes, tramitó el alquiler en persona y la recuerda vagamente porque insistió en que quería un coche negro y porque no utilizó tarjeta de crédito. Los billetes los guardaron el lunes, fueron llevados al banco el martes a mediodía y a estas alturas ya son ilocalizables.
– Háblame de su carnet de conducir -dijo Liz, buscando su bolígrafo y su libreta de notas en la mesita de noche.
– A nombre de Lucy Wharmby, de veintitrés años, nacida en el Reino Unido. Dirección: diecisiete A de Avisford Road, Yapton, West Sussex. La fotografía muestra a una mujer caucásica, pelo castaño y rostro oval sin marcas distintivas.
– Sigue -la animó Liz, aunque segura de lo que venía a continuación.
– El carnet de conducir, junto a tarjetas de crédito, dinero en metálico, un pasaporte y otros documentos, fueron robados en Karachi, Pakistán, el pasado agosto. Nuestro consulado tiene una denuncia a ese respecto. Lucy Wharmby es una estudiante del West Sussex College of Art and Design de Worthing, y poco después de terminar el último trimestre académico se le tramitó un carnet nuevo que sigue en su poder.
– ¿Has contactado con ella?
– La llamé por teléfono. Está en su casa de Yapton, donde vive con sus padres. Su teléfono está en la guía y dice que no ha visitado Norfolk en toda su vida.
– ¿Y las cámaras de seguridad de Avis?
– Bueno, tardamos un poco, pero acabamos localizándola en las cintas. La cliente es una mujer de más o menos la misma edad, y vestida de forma expresa para engañar a las cámaras. Llevaba gafas de sol y una gorra calada hasta las cejas, así que no se distinguen bien sus rasgos. Una parka larga para disimular su figura, una pequeña mochila y una maleta tipo roller. Todo lo que puedo asegurar es que es blanca y que mide entre metro setenta y metro setenta y cinco.
– La invisible -susurró Liz.
– ¿Perdona?
– No, nada… pensaba en voz alta. Que todo el equipo se vuelque en esto, ¿puedes arreglarlo con Wetherby?
– Claro. ¿Qué más?
– Quiero la lista de pasajeros del Eurostar inmediatamente anterior a la visita de la mujer al local de Avis. Busca el nombre de Lucy Wharmby en la lista; si no lo encuentras, revísala de nuevo. Buscamos a una ciudadana británica, cuyo pasaporte indique una edad entre los diecisiete y los treinta años, y que haya utilizado su propio pasaporte para viajar. Así que primero selecciona las mujeres de entre diecisiete y treinta años. Eso te dará una lista bastante larga (seguro que el tren estaba lleno de gente que regresaba a casa por Navidades), pero todas tienen que ser revisadas y estudiadas. Consigue sus teléfonos y, si es necesario, que colabore la policía local. ¿Dónde estaban esas mujeres el lunes por la noche? ¿Qué han estado haciendo desde entonces? ¿Dónde están ahora?, etcétera.
– De acuerdo.
– Llámame en cuanto encontréis algo sobre cualquiera de ellas, algo que os suene raro: si no han estado donde deberían o si no tienen una coartada sólida para esa noche.
– Llevará algo de tiempo.
– Lo sé. Utiliza todo el personal disponible.
– Comprendido. Te mantendré informada.
– Hazlo.
Se recostó en la almohada, luchando contra la fatiga que la embargaba. Una sesión bajo la poco fiable ducha de la Temeraria, un par de tazas de café y lo vería todo mucho más claro. La persecución tomaba forma. Tenían un asesino y una invisible -un hombre y una mujer-, y ambos habían sido vistos por testigos más o menos fiables. Y tenían el coche, el Astra negro, elegido expresamente para dar una imagen borrosa en las cámaras de seguridad, al igual que la mujer había elegido su ropa por sus cualidades anónimas.
Abrió su libreta y escribió: «¿Qué? ¿Quién? ¿Cuándo? ¿Dónde? ¿Por qué?» Las cinco preguntas básicas. Y no podía responder ninguna.