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– ¿Cuánto crees que saben? -preguntó Faraj.

– En mi opinión, debemos asumir que saben quiénes somos -respondió Jean tras pensarlo un instante. Hablaban en urdu-. Los eslabones débiles de la cadena son el conductor del camión, ya que te vio, y los otros ilegales.

– Ellos no saben nada sobre mí. Todo lo que les dije era falso.

– Pero pueden reconocerte, igual que la mujer que me alquiló el bungalow puede reconocerme a mí. Saben quiénes somos, créeme. Estamos hablando de británicos, y los británicos son gente vengativa. No les importa ver cómo sus ancianos mueren de hambre en asilos estatales o de negligencia en sucios pasillos de hospital, pero cáusale daño directamente a alguien, como el pescador, la anciana, el dueño del MGB… y te perseguirán hasta el fin de los tiempos. Nunca, jamás se rendirán. Estoy segura de que la gente que dirige esta operación contra nosotros son los mejores que tienen.

– Ya veremos. Deja que envíen a sus mejores hombres contra nosotros, no podrán detenernos.

Jean frunció el ceño.

– Han enviado a su mejor hombre. Pero su mejor hombre resulta que es una mujer.

Faraj cambió de postura en el estrecho sendero que recorría el margen del río bajo el puente. Una hora antes se habían cambiado de ropa y puesto la muda seca que Jean guardara en las mochilas aquella misma mañana. Se dieron la espalda para hacerlo a causa de un instintivo sentido del pudor, pero cuando una desnuda Jean movió los brazos y tocó a Faraj sin querer, sólo los reflejos de él impidieron que ella cayera al río. El la sostuvo un segundo antes de soltarla. Ninguno de los dos dijo nada, pero el incidente quedó allí, entre ellos, sin resolverse.

– ¿Qué quieres decir? ¿Una mujer?

– Han enviado a una mujer. Puedo sentir su sombra.

– ¿Te has vuelto loca? -exclamó Faraj, irguiéndose sobre un codo-. ¿Qué estupidez es ésa?

Ella se encogió de hombros, aunque sabía que el gesto era invisible para él.

– No importa.

Oyó un resoplido de irritación. Estaban casi cabeza contra cabeza, envueltos con las delgadas mantas que Diane Munday ofrecía a sus inquilinos. Ahora que Jean no se sentía empapada, el frío no le parecía tan terrible. Peor lo había pasado en el campamento de entrenamiento. Y sobre terreno más duro.

– Hoy hemos matado a dos personas -susurró ella, con la destrozada cabeza del chico flotando otra vez ante sus semicerrados ojos.

– Fue necesario. No tuvimos elección.

– No soy la misma persona que era esta mañana, cuando despertamos.

– Eres una persona más fuerte.

Quizá. ¿Sentía esa fuerza? ¿Aquella duermevela, aquel distanciamiento de los acontecimientos era fuerza? Quizá sí.

– El paraíso nos espera -aseguró Faraj-. Pero todavía no.

Ella se preguntó si él creía realmente sus palabras. Algo en su voz -una débil nota de ironía- hizo que dudara.

– ¿Te espera alguien en este mundo? -En otras ocasiones él había mencionado a sus padres y una hermana. ¿Habría una esposa?

– No, no me espera nadie.

– ¿Nunca te has casado?

Faraj no contestó. A pesar de la oscuridad, ella pudo captar una fuerte resistencia a sus preguntas.

– Mañana podemos acabar muertos -insistió-. ¿Ni siquiera podemos hablar esta noche?

– No, nunca me he casado -respondió Faraj. Pero ella supo que sí hubo alguien-. Murió -dijo por fin.

– Lo siento.

– Tenía veinte años. Se llamaba Farzana y era costurera. Mis padres querían para mí a una tajika con una buena educación. Ella no era nada de eso, pero… les gustaba. Era una buena persona.

– ¿Era guapa? -preguntó Jean, consciente de la trivialidad de la pregunta.

El la ignoró. Y Jean, impotente, se dedicó a contemplar el cielo nocturno. Jamás había sentido que la distancia que los separaba fuera tan grande. A causa de la rapidez con que él se había adaptado a su entorno, fue fácil olvidarse que provenía de un mundo diferente al suyo, tanto como pudiera imaginarse.

– Háblame de ella -pidió, sintiendo que de alguna forma, y a pesar de sus protestas, él quería hacerlo.

Faraj se removió en su manta y durante casi un minuto no dijo nada.

– ¿De verdad quieres saberlo?

– De verdad quiero saberlo.

El silencio se prolongó unos segundos más, hasta que por fin dijo:

– Yo estaba en Mardan, en una madraza. Era más viejo que la mayoría de los estudiantes, ya tenía veintitrés o veinticuatro años cuando ingresé, y mucho menos extremista en términos religiosos. De hecho, creo que a veces se desesperaban ante mi actitud. Pero les era útil, ayudaba en la administración, repasaba y mantenía en funcionamiento los dos viejos taxis Fiat con los que contábamos… Ya llevaba allí casi dos años cuando llegó una carta de Daranj, Afganistán, donde me anunciaban que mi hermana Laila se había prometido. El hombre era tajiko, como nosotros, y como nosotros había intentado cruzar la frontera y establecerse legalmente en Pakistán. Pero se rindió tras sufrir varios fracasos y regresó a Dushanbe. Mis padres decidieron acompañarlo. No obstante, primero organizaron una fiesta para sellar el compromiso.

»Como hermano mayor de Laila, yo era un invitado importante. Pero a mi padre le preocupaba que si cruzaba la frontera y entraba en Afganistán, luego no pudiera volver a Pakistán. Decidí arriesgarme, en parte porque quería asistir al compromiso y en parte porque yo también quería casarme. Ya llevaba tiempo comprometido con Farzana, la hija de una familia pastún que vivía cerca de nosotros, en Daranj. Habíamos intercambiado cartas y regalos, y estábamos de acuerdo en que éramos… bueno, en que estábamos destinados el uno para el otro.

»Al final, crucé la frontera y viajé hasta Daranj oculto en la caja de un camión que se dirigía a Kandahar. Llegué el mismo día de la fiesta de compromiso y pude conocer a Khalid, el futuro marido de mi hermana. Esa tarde dio comienzo la fiesta con el festín tradicional que duraría toda la noche. Debes recordar que aquella gente tenía muy pocas oportunidades de reunirse y divertirse un poco, y que no pensaban desperdiciar aquella ocasión de bailar, cantar y encender fatakars, fuegos artificiales caseros.

»Fui el primero en ver el avión norteamericano. Eran bastante habituales en la zona (en los alrededores de Kandahar y en la frontera llevaban a cabo misiones con cierta regularidad), y normalmente los ignoraban. La mayoría de la gente de Daranj odiaba a los talibanes, pero tampoco apreciaban demasiado a los norteamericanos, y no colaboraban con los hombres de inteligencia que pasaban por la aldea a intervalos más o menos regulares buscando información.

»Lo extraño era que el avión volase tan bajo. Era enorme, un transporte AC-130, como descubrí después. La ceremonia de compromiso tenía lugar en un pequeño campamento fuera de la ciudad, y yo me había alejado un poco, hasta la cumbre de una colina cercana, para meditar con tranquilidad. Me sentía feliz con mi vida. Le había propuesto matrimonio a Farzana, y no sólo ella había aceptado, sino que sus padres también nos daban su permiso. Debajo de mí, la fiesta en honor de Laila y Khalid estaba en su apogeo, con los fuegos artificiales restallando en el cielo, la música a todo volumen y los rifles disparando al cielo.

»Cuando vi las luces de posición del avión, pensé estúpidamente que nos estaban enviando algún tipo de señal, que respondían a los fuegos artificiales y a la música con una especie de amistoso despliegue propio. Al fin y al cabo, la guerra contra los talibanes había terminado. Varios regimientos británicos y norteamericanos estaban estacionados en Kabul, y tenían un gobierno nuevo. Así que me quedé allí, sorprendido, mientras la ametralladora abría fuego contra el campamento.

»Tardé apenas unos segundos en comprender lo que estaba ocurriendo, por supuesto. Corrí hacia el campamento agitando los brazos y gritándole al avión, ¡como si pudieran oírme!, que aquella gente, mi gente, sólo estaba lanzando fuegos artificiales. Pero el avión continuó trazando lentos y metódicos círculos, acribillando hasta el último centímetro del lugar. Los muertos y moribundos se apilaban por todas partes, los heridos se retorcían de dolor en el suelo o rodaban sobre las ascuas de las hogueras. Corrí como si las balas fueran únicamente gotas de lluvia y no pudieran afectarme, por suerte ninguna me alcanzó. No pude encontrar a mis padres, ni a mi hermana, ni a nadie conocido. Tampoco a Farzana. Grité su nombre hasta que no me quedó voz, pero de repente me vi elevado por los aires y lanzado contra una roca. Por fin me habían alcanzado.

»Lo siguiente que recuerdo es que Khalid, mi futuro cuñado, me ponía en pie, gritándome que corriera. Me había sacado de algún modo de la zona de combate y llevado hasta la colina que mencioné antes. Tenía el costado desgarrado por la metralla y perdía abundante sangre, pero conseguí arrastrarme hasta un pliegue bajo la roca. Entonces me desmayé.

»Cuando volví en mí, estaba en el hospital de Mir Wais, en Kandahar. Khalid había llevado a ocho de nosotros a un camión y condujo toda la noche hasta el hospital. Mi hermana Laila estaba viva, pero había perdido un brazo y mi madre sufría quemaduras muy graves, murió una semana después. Mi padre, Farzana y una docena más murieron durante el ataque.

Jean no dijo nada. Intentó sincronizar su respiración con la de Faraj, pero él estaba demasiado tranquilo y ella demasiado nerviosa. «Tenemos derecho y razón en hacer lo que hacemos -se dijo-. Y un día, mucho después de que nosotros y miles como nosotros hayamos dado nuestras vidas por la causa, venceremos. Venceremos.»

– Esa noche -siguió Faraj-, la televisión emitió un reportaje de la CNN donde hablaban de un «incidente» cerca de Daranj. El periodista decía que elementos leales a Al Qaeda habían intentado derribar un transporte norteamericano con un misil tierra-aire. La intentona había fracasado y el avión contraatacó matando un número desconocido de terroristas. Veinticuatro horas después, Al Jazeera dio otra versión, en la que entrevistaron a Khalid como testigo presencial. Aseguraban que un avión norteamericano, sin que mediara provocación alguna, había lanzado un ataque contra una fiesta de compromiso que se celebraba en un poblado afgano, en el curso del cual murieron catorce civiles afganos y ocho más resultaron gravemente heridos. Entre ellos, seis mujeres y tres niños. Ninguno pertenecía a una organización terrorista.

»Tras negarse a comentar el asunto toda una semana, un portavoz de las fuerzas aéreas norteamericanas reconoció que todo había sucedido más o menos como dijera Al Jazeera y describió la pérdida de vidas como una «tragedia». En su descargo, dijo que la tripulación se había creído atacada con armas de fuego y el piloto insistía en que les dispararon un misil. Se publicaron fotos del comandante de la unidad, el coronel Greeley, señalando en el fuselaje de su AC-130 lo que, según él, eran orificios de bala. La subsiguiente investigación militar exoneró completamente a la tripulación del avión, e hizo constar que habían descubierto dos fusiles de asalto AK-47 en la zona del campamento, junto a varios casquillos del calibre 7,62.

– ¿No declaraste en la investigación?

– ¿Para qué? ¿Para atraer la atención sobre mí? Todos sabíamos cuál sería la conclusión. No; en cuanto mis heridas se curaron, volví a Mardan.

– ¿Y eso fue hace dos años?

– Hace casi exactamente dos años. Ahora me siento muerto por dentro. Todo lo que me queda es la necesidad de vengarme. Es una cuestión de izzat, de honor. En la madraza me mostraron todas sus simpatías, incluso más que eso. Me enviaron a uno de los campamentos de la frontera noroeste durante unos meses y después me hicieron cruzar a Afganistán. Trabajé en una parada de camiones que servía de tapadera a una de las organizaciones yihaidistas y, unos meses después, me presentaron a un hombre llamado Al Safa.

– ¿Dawood al Safa?

– El mismo. El se interesó por mi historia. Hacía tiempo que planeaba vengarse por la masacre de Daranj, no mediante una acción genérica, sino a modo de represalia, con un objetivo concreto. Al igual que ellos fueron a nuestro país para bombardear, arrasar y matar, nosotros haríamos lo mismo. Los norteamericanos y sus aliados no tendrían dudas acerca de las posibilidades de nuestro alcance y de lo inexorable de nuestras intenciones. Al Safa había visitado recientemente el campo de entrenamiento de Takht-i-Suleiman, y allí el destino le obsequió con una perla inapreciable, una combatiente valiente, una joven inglesa lo bastante atrevida como para tomar el nombre de Asimat (la novia de Salah-uddin) y la espada de la yihad. Una inglesa con un conocimiento altamente especializado, con una información que permitiría llevar a cabo una venganza exquisitamente apropiada…

– No sabía nada de todo eso -dijo Jean-. ¿Por qué no me informaron?

– Por tu propia seguridad y la de nuestra misión.

– ¿Y ahora ya lo sé todo?

– Todavía no. Cuando llegue el momento, confía en mí, lo sabrás.

– Será mañana, ¿verdad?

– Confía en mí, Asimat.

En ese momento, el goteo de la lluvia bajo el puente era todo su mundo. Si aquélla iba a ser su última noche, que así fuera. Ella alargó la mano y se topó con la aspereza de su mejilla.

– No soy Farzana -dijo tranquilamente-, pero si quieres seré tuya.

Silencio. Y desde más allá de la quietud que los rodeaba, le llegó el largo suspiro del viento en las marismas.

– Entonces ven aquí -aceptó Faraj.

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