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Liz llegó a su despacho a las 8.30 y descubrió que en la centralita le esperaba un mensaje para que contactase con Zander urgentemente. Mirando la taza del FBI y preguntándose dónde podría enchufar una tetera, conectó su ordenador y abrió el archivo codificado de Frankie Ferris. El número que le había dejado era el de una cabina telefónica de Chelmsford, y le pedía que lo llamase cada hora hasta que pudiera responder.

Llamó a las nueve en punto. Descolgaron al primer tono.

– ¿Puedes hablar? -preguntó Liz, preparando el bolígrafo y la libreta de notas.

– De momento sí. Estoy en un edificio de aparcamiento de varios pisos, pero si cuelgo tendrás que… Bueno, el asunto es éste. Alguien la ha palmado durante la recogida.

– ¿Que alguien ha muerto?

– Sí. Anoche. No sé dónde y desconozco los detalles, pero creo que hubo un tiroteo. Eastman se ha vuelto completamente loco, despotricando que si los moros esto, que si los paquis aquello…

– Frankie, concéntrate y empieza desde el principio. ¿Todo eso te lo han contado, estabas en el despacho de Eastman o qué?

– Fui a su despacho. Estaba en su propiedad de Writtle y…

– Cuéntame únicamente lo que ha pasado, Frankie.

– Sí, bueno. Fui a ver a Ken Purkiss, que dirige el almacén de Eastman. Y él me dijo que no subiera, que todo se había ido a la mierda, que el jefe estaba fuera de sí…

– ¿Porque alguien había muerto durante la recogida?

– Sí.

– ¿Sabes qué clase de recogida?

– No.

– ¿Dijo dónde había ocurrido?

– No, pero creo que en algún lugar cerca del cabo, cualquiera que sea. Lo que dijo fue que, según Ken, los krauts habían estirado demasiado la cuerda, que cuando terminaban los problemas de ellos, los suyos comenzaban. Y no dejaba de mencionar a los paquis y todo eso.

– ¿Hablaste personalmente con Eastman?

– No. Hice caso de la advertencia de Ken y me abrí. Se supone que lo veré más tarde.

– ¿Por qué me cuentas todo eso a mí, Frankie? -preguntó Liz, aunque ya sabía la respuesta. Frankie se estaba cubriendo las espaldas. Si Eastman caía, como podía ocurrir si estaba involucrado en un asesinato, Frankie no querría caer con él. Pretendía estar en una posición que le permitiera alcanzar un acuerdo mientras tuviera cartas en la manga. Por otra parte, si Eastman se las ingeniaba para librarse de toda acusación, siempre podría seguir trabajando para él.

– Quiero ayudarte -respondió con hosquedad.

– ¿Has hablado con Morrison?

– No pienso hablar con ese cabrón. O somos tú y yo, o se acabó el trato.

– Tú y yo no tenemos ningún trato -aclaró Liz pacientemente-. Si tienes información relacionada con un asesinato, debes avisar a la policía.

– No tengo ninguna prueba que ofrecer. Sólo lo que te he dicho, y es todo de oídas.

Hizo una pausa. Liz esperó.

– Supongo que podría…

– Adelante.

– Podría… intentar descubrir algo más. ¿Qué te parece?

Liz consideró sus opciones. No quería pisarle los pies al Cuerpo Especial de Essex, pero Frankie parecía inflexible con eso de no querer hablar con Morrison. Tendría que rebotarles la información a ellos.

– ¿Cómo puedo localizarte? -terminó por preguntar.

– Dame un número y te llamaré yo.

Liz se lo dio y el otro colgó de inmediato. Se quedó contemplando las notas que había tomado. Alemanes, árabes. Paquistaníes. Tirar demasiado de la cuerda. ¿Era un asunto de drogas? Al menos, lo parecía. Y las drogas eran el terreno favorito de Melvin Eastman, su especialidad, por así decirlo. Pero muchos traficantes de drogas terminaban traficando con personas. Emigrantes económicos de China, Pakistán, Afganistán y Oriente Próximo, a cambio de un buen fajo de billetes en una moneda fuerte. Es difícil resistirse cuando puedes sobornar a los guardias fronterizos y tienes un buen cargamento preparado.

Pero Eastman, por lo que Liz sabía, no realizaba operaciones asiáticas. No era su estilo. Conocía sus límites, e intentar competir con los afganos, los kosovares y las tríadas chinas era algo que lo superaba. Al fin y al cabo, en el fondo, Melvin Eastman sólo era un chico londinense que importaba drogas de clase A desde Ámsterdam para distribuirlas en Essex y el este de Inglaterra. Compraba como mayorista y vendía como minorista, y eran los holandeses quienes tomaban las decisiones sobre entregas y cantidades. Era una operación local -una franquicia, de hecho- y los holandeses tenían en marcha por lo menos media docena como aquélla en todo el Reino Unido.

Así pues, ¿qué hacía Eastman mezclado con alemanes, árabes y paquistaníes? ¿Quién había muerto? Y lo principal: ¿tenía relación todo aquello con alguna actividad terrorista?

Sin dejar de mirar sus notas, Liz descolgó el teléfono y llamó a la oficina del Cuerpo Especial de Essex en Chelmsford. Se identificó con su código del Servicio Contraterrorista, y preguntó si tenían noticias de algún homicidio aquella mañana.

Se produjo un corto silencio, sonó el débil cling del teclado y la pasaron con el oficial de guardia.

– Nada -negó éste-. Nos ha llegado un informe sobre un tiroteo a las puertas de un club nocturno en Braintree, pero… Un momento, alguien intenta decirme algo.

Un corto silencio.

– Norfolk -dijo segundos después-. Parece que en Norfolk se ha producido un homicidio esta mañana a primera hora, pero todavía no tengo los detalles.

– Gracias. -Y buscó el número del Cuerpo Especial de Norfolk.

– Sí, hemos tenido un tiroteo -confirmó el oficial de guardia de Norwich-. A las seis y media de la mañana, en Fakenham, han descubierto un cadáver en los lavabos de un área de descanso Fairmile abierta toda la noche. La víctima es un pescador local: Ray Gunter. Criminología se encarga del asunto, pero tenemos a uno de nuestros hombres destacado allí porque hay dudas sobre el arma utilizada.

– ¿Qué clase de dudas?

– Balística ha identificado la bala como… -oyó páginas pasando- como de 7,62 milímetros antiblindaje.

– Gracias -dijo Liz, anotando el calibre-. ¿Cómo se llama el agente que tienen en el área de descanso?

– Steve Goss. ¿Quiere su número?

– Por favor.

El se lo dio. Tras colgar, Liz se quedó contemplando las notas. No era una experta, pero conocía lo bastante sobre armas como para saber que un calibre 7,62 pertenecía a las armas que normalmente utilizaban los militares o los ex militares. El Kalashnikov era un 7,62 y el viejo SLR del ejército británico también. Perfecto para el campo de batalla, pero muy poco manejable para un asesinato a corta distancia. ¿Y antiblindaje además? ¿De qué iba todo aquello?

Reflexionó. Como quiera que combinara los datos, aquello tenía mal aspecto. Llamó a Bob Morrison por un innato sentido del deber, pero sin muchas esperanzas. El agente del Cuerpo Especial le devolvió la llamada desde un teléfono público, aunque esta vez se oía mejor. Sí, estaba enterado del asesinato en el área de servicio, pero no conocía los detalles y nunca había oído hablar de la víctima, Ray Gunter.

Liz repitió lo que le dijera Ferris. Las respuestas de Morrison fueron cortas y dejó bien claro su malestar porque su fuente, que siempre había creído inútil, se saltara las normas y le informase directamente a ella.

– Zander dijo que Eastman estaba lívido -le explicó-, y hablaba de moros y de tirar demasiado de la cuerda.

– Yo también estaría lívido si fuera Eastman. Lo último que desea son problemas en su territorio.

– ¿Norfolk es territorio suyo?

– Está en la frontera, pero sí.

– Le envío los detalles de la llamada de Zander, ¿de acuerdo?

– Sí, claro. Como le he dicho, no me creo ni una palabra de lo que diga ese mequetrefe, pero investigaré el asunto.

– Ya está en camino -dijo Liz. Y colgó.

Se preguntó si también debería enviarle las notas de su conversación con el Cuerpo Especial de Norfolk. Sí, debía hacerlo, pero era muy posible que Morrison simplemente se cruzase de brazos. Sería una forma de vengarse de ella y después, si alguien hacía preguntas, siempre podía argumentar que Zander era una fuente de información muy poco fiable.

Cuanto más lo pensaba, más segura estaba de que Morrison no diría nada. Era un quisquilloso, un hombre que había elegido convertirse en una especie de matón como el camino más fácil para terminar su carrera. Cuanto más valioso demostrase ser Frankie como informador, peor lo trataría. Probablemente terminaría enterrándolo todo. A Liz no le importaba, porque significaba que ella tenía más piezas del rompecabezas que cualquier otro. Y así le gustaba que fuera.


Bolígrafo en mano, contempló el cuaderno y sus anotaciones. ¿Qué le decían? ¿Qué era razonable conjeturar de todo aquello? Alguien o algo había sido traído por mar desde Alemania, y «desembarcado» en un «cabo». Esa actividad guardaba relación con las operaciones de Melvin Eastman, pero no se trataba de ninguna de ellas; es más, tenía la impresión de que Eastman estaba en un aprieto, que las cosas habían escapado de su control. Entretanto, un pescador -propietario de un bote, seguramente- había sido encontrado muerto en un área de servicio cerca de la costa de Norfolk, por el disparo de un arma que, según parecía, bien podía tener origen militar.

Usó el teclado para acceder a un mapa topográfico con Fakenham como centro. La ciudad estaba a unas diez millas al sur de Wells-next-the-Sea, en la costa norte de Norfolk. Wells era la ciudad más grande a lo largo de unas veinte millas de la costa norte, una costa que en su mayoría parecía consistir en marismas salinas y ensenadas, con unos cuantos pueblos diseminados aquí y allá, santuarios ornitológicos y grandes propiedades privadas. Parecía un condado bastante solitario y casi circunvalado por el mar, probablemente con pocos guardacostas y muchos clubs náuticos. Dicho de otra manera, una costa perfecta para los contrabandistas. Y a menos de trescientas millas náuticas de los puertos alemanes. Zarpa discretamente de Cuxhaven o Bremerhaven al anochecer y podrás llegar a esta costa treinta y seis horas después, cuando apenas esté amaneciendo.

Otra vez Bremerhaven. El puerto donde Faraj Mansoor consiguiera el falso carnet de conducir británico. ¿Estaría una cosa relacionada con la otra? En el fondo de su mente, archivado pero presente, se hallaba el informe de Bruno Mackay. Según él, una organización terrorista iba a enviar un invisible al Reino Unido.

¿Sería Faraj Mansoor ese invisible? No era probable. Casi con toda seguridad el infiltrado sería del tipo anglosajón. Así pues, ¿quién era Faraj Mansoor y qué hacía en Bremerhaven comprando un carnet de conducir falso? ¿Un ciudadano británico que lo había perdido o se lo habían retirado, y quería uno nuevo? Bremerhaven era una fuente conocida de pasaportes falsos y otros documentos de identidad, y el hecho de que Mansoor no hubiera comprado también un pasaporte sugería que no lo necesitaba, que ya era ciudadano británico. ¿Lo habría comprobado alguien?

«Mansoor-escribió, subrayando el nombre-. ¿Ciudadano británico?»

Porque si no lo era, entonces cabían dos opciones. Que llegase a las islas con un pasaporte falso comprado en otro lugar y otro momento, o algo más serio: que entrase en el Reino Unido de forma que no necesitara pasaporte, porque era alguien que no quería que su entrada quedara registrada por las autoridades. Quizás un miembro importante del SIT, un contacto de Dawood al Safa, cuyo trabajo en un taller mecánico en Peshawar era únicamente una tapadera para sus actividades terroristas. Alguien que, cualquiera que fuese el estado de su documentación, no podía ni quería arriesgarse a pasar por un control de aduanas.

Todos los instintos de Liz, toda la sensibilidad que había ido afinando en una década de trabajo para seguridad e inteligencia, le susurraba la palabra «amenaza». Si la presionaban, tendría dificultades para definir esas sensaciones, ya que se relacionaban con la forma en que las partículas de información se combinaban y adquirían forma en su subconsciente. No obstante, había aprendido a confiar en ellas, había aprendido que ciertas configuraciones -aunque fueran fraccionadas, apenas entrevistas- eran invariablemente malignas.

Bajo «Mansoor. ¿Ciudadano británico?» escribió: «¿Sigue trabajando en el taller mecánico?»

Una búsqueda metódica de la costa norte de Norfolk dio como resultado la existencia de cierto número de cabos. El más occidental, Garton Head, se adentraba varios cientos de metros en el mar desde Stiffkey Marshes, mientras que a unos veinte kilómetros hacia el oeste, una lengua de tierra sin nombre pero de similar extensión daba forma a la bahía Holkham. Ambas calas parecían navegables. Una tercera posibilidad era un pequeño dedo de tierra que formaba la bahía de Brancaster.

Se proyectaba desde un pueblo llamado Marsh Creake, cuatro kilómetros al este de Brancaster.

Volvió a examinar los tres cabos e intentó mirar el mapa con ojos de contrabandista. Todos eran muy similares, extensiones de tierra rodeadas de marismas lodosas. El que formaba la bahía de Brancaster, cerca de Marsh Creake, era el menos probable, ya que parecía que habían edificado una casa en él. La clase de persona que tenía una propiedad de ese tamaño difícilmente permitiría que se utilizase para actividades delictivas. A menos, por supuesto, que el propietario o propietarios estuvieran ausentes la mayor parte del tiempo. Y eso era imposible saberlo mirando un mapa en un monitor plano. Tendría que verificarlo sobre el terreno.

Cinco minutos después estaba sentada en el despacho de Wetherby, que la atendió con su perenne sonrisa. Si no lo conociera, habría pensado que su aspecto era el de un erudito, el tipo de hombre al que imaginas con zapatos gruesos y clips de ciclista, más proclive a enclaustrarse en casa rodeado de libros que a dirigir un departamento contraterrorista de alta tecnología. Frente a él, pero invisibles para Liz, tenía dos fotografías con marcos de cuero.

– ¿Qué cree exactamente que puede conseguir acudiendo a mí? -preguntó Wetherby.

– Como mínimo, me gustaría que eliminásemos la posibilidad de una amenaza terrorista -respondió ella-. El calibre del arma me preocupa, como obviamente le preocupa también al Cuerpo Especial de Norfolk, dado que tienen a un hombre en el lugar de los hechos. Mis instintos, más la llamada de Zander, me dicen que Eastman y su organización están involucrados de alguna forma.

El hombre hizo rodar pensativamente un lápiz verde entre sus dedos.

– ¿Está enterado el Cuerpo Especial de la llamada de Zander?

– Le pasé la información a Bob Morrison, el actual supervisor de Zander, pero hay muchas posibilidades de que no haga nada.

Wetherby asintió, comprendiendo lo que aquello implicaba.

– Desde nuestro punto de vista, eso no sería necesariamente algo malo -dijo por fin-. No, nada malo. Creo que deberías ir hasta allí y charlar amigablemente con ese tipo del Cuerpo Especial. ¿Cómo se llama?

– Goss.

– Charla amigablemente con Goss y veremos qué pasa. Dale la impresión de que estamos interesados en el componente criminal del asunto, por ejemplo, y que esperamos que nos pasen sus informes. Si no te parece bien, hablaré con Fane. Por otra parte, si no hay nada para nosotros… bueno, al menos nos dará tema de conversación en la reunión de los lunes por la mañana. ¿Seguro que Zander no está exagerando todo el asunto?

– No estoy segura -admitió Liz con sinceridad-. Es del tipo que siempre quiere atención y según Bob Morrison es adicto al juego, así que muy posiblemente tenga problemas financieros. Es un agente poco fiable a todos los niveles, pero eso no significa que esta vez no esté diciendo la verdad. -Dudó un instante-. A mí me lo pareció. Sonaba muy asustado.

– Si eso es lo que crees, de acuerdo, puedes ir -aceptó Wetherby, devolviendo el lápiz a una jarra que en sus tiempos había estado llena de mermelada Fortnum & Mason-. Una vez dicho esto, sólo tenemos una bala del 7,62 que sugiera que el asesinato no fue resultado de una discusión entre traficantes. O una operación de contrabando que salió mal. Quizá los traficantes han comenzado a utilizar fusiles de asalto. Quizá Gunter simplemente estaba en el lugar equivocado en el momento equivocado y vio algo que no debía ver.

– Espero que haya sido eso -suspiró Liz.

– Mantenme informado.

– ¿No lo hago siempre?

La miró, sonrió levemente y se dio media vuelta.

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