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Un rápido vistazo por una de las ventanas del vestuario confirmó que no había nadie cerca y Jean salió al exterior. Retrocedió hasta el bosque y tomó el sendero del noreste, saliendo a la carretera que bordeaba el campo de criquet. Las tiendas -un taller de reparaciones, un quiosco y una tienda de ultramarinos con estafeta de correos- quedaban cerca de La Terraza. Mientras cruzaba la carretera vio a un joven bajar las escaleras del número 1. Parecía dirigirse hacia las tiendas, como ella. Debía de ser el hijo del objetivo, pensó con un escalofrío de aprensión.

Intentó tranquilizarse. A largo plazo, lo que iban a hacer ese día salvaría muchas vidas. Haría que Occidente se lo pensara dos veces antes de lanzar impunemente bombas y metralla sobre aquellos que no tenían cara -sobre aquellos a los que les negaban una cara-. La triple detonación que mataría a aquella familia británica sería el grito silenciado de los incontables seres humanos que habían muerto sin voz en todo el mundo. El joven que acababa de ver sacrificaría su vida junto al resto.

Los dos llegaron frente a las tiendas al mismo tiempo, y él se hizo a un lado cortésmente para que Jean abriera la puerta. Una vez dentro, mientras ella llenaba una cesta con pan, agua mineral, fruta, queso, chocolate, un par de postales navideñas y un paquete de espumillón verde, sabía que los ojos del joven seguían interesados en sus movimientos. Semioculta por las estanterías, pudo ver una silueta con vaqueros, camiseta y cazadora de motorista. Iba sin afeitar y con el pelo aplastado a un lado de la cabeza, como si hubiera dormido apoyado en él. Al advertir que ella lo miraba, le sonrió amistosamente y ella le devolvió el gesto. Estaba preparada y dispuesta a matarlo, pero no pudo evitar la sonrisa. ¿Por qué le dio la sensación de que lo reconocía?

Cerca de la caja y con el corazón latiendo desbocado, vio una fotografía suya en la primera página del Daily Telegraph. Era una foto especialmente antipática que su madre le había hecho junto al árbol de Navidad cuatro años atrás. «Mujer de 23 años buscada por…» Cogió un ejemplar, obligándose a no seguir leyendo y lo plegó de forma que la foto quedase oculta.

– ¡Ha dejado de llover!

Era el joven -no podía tener más de dieciocho años-, que ahora se encontraba a su lado en la cola.

– Es verdad -respondió ella-. Pero quién sabe por cuánto tiempo.

La frase no tenía respuesta, que es lo que ella pretendía, y el pobre chico se apoyó nerviosamente primero en una pierna y luego en la otra. Cuando la chica de la tienda pasó sus Cheerios y su paquete de seis Newcastle Brown Ale por el escáner, él pidió que lo cargaran en cuenta.

– ¿A qué cuenta? -preguntó la chica.

– A la de la señora Delves. Soy su hijo.

La chica se echó atrás en su asiento.

– Entonces, Jessica debe ser tu hermana pequeña. Ayer me dedicó una sonrisa de oreja a oreja… ¡es encantadora!

– Bueno, tiene un par de buenos pulmones.

– Dale un beso de mi parte, ¿quieres?

– Vale. ¿De parte de quién le digo?

La chica extendió los dedos y miró hacia atrás. Llevaba un anillo de compromiso con una piedra azul pálido.

– Beverly -dijo.

– Vale, lo haré. Ya nos veremos.

El había visto el anillo y tomado nota. No obstante, el leve pero inequívoco tono de decepción en su voz, le dio a Jean una idea. No iba a ser fácil, pero sabía lo que debía hacer. Dejando la cesta en la rampa de la caja para que la cajera extrajera los artículos, los pasara por el escáner y los metiera en bolsas, tocó al chico en el brazo antes de que se alejara. El la miró sorprendido.

– ¿Puedo preguntarte algo? -le susurró ella.

– Pues… claro.

– Bien. Espérame fuera.

Dando media vuelta, Jean sacó dos billetes de diez libras del monedero y se los dio a la cajera. Recogió las bolsas y se marchó. Beverly no registró el cambio en la caja.

Ya fuera, Jean asumió su expresión más amistosa. No le fue fácil. Sonreír le resultó casi doloroso.

– Perdona por… bueno, por abordarte así -le dijo al chico-, pero me estaba preguntando si conoces algún pub que valga la pena. Me alojo aquí cerca… -señaló vagamente hacia el oeste- y no conozco la zona, así que…

El se rascó la cabeza, desordenando su ya revuelto pelo.

– Bueno, veamos… Está el San Jorge, pero es un poco para carrozas, ya me entiendes. Para papás y mamás. Yo normalmente voy al Hombre Verde, que está a un par de kilómetros por la carretera de Downham Road.

– ¿Y está bien?

– Para mí es el mejor de los alrededores.

– Muy bien -asintió Jean, añadiendo una cálida sonrisa a su expectante mirada-. ¿Puedes indicarme cómo llegar a pie? Es que no estoy segura de que mis padres me presten el coche.

Estaba sorprendida de sí misma. Pensaba que le resultaría imposible, pero era tan fácil… como matar. Cuando tuvo que hacerlo, le resultó tan fácil que…

– Bueno, tienes que cruzar el campo de criquet y… -Se miró nerviosamente los pies y aspiró hondo antes de volver a encontrarse con la mirada interrogante de Jean-. Oye, mira, si quieres… Bueno, si quieres puedo llevarte. Pensaba ir esta noche, así que si tú… me refiero…

Ella le tocó suavemente el brazo.

– Me parece genial. ¿A qué hora?

– Oh, humm… ¿va bien a las ocho? -La miró con deslumbrada incredulidad-. O a las ocho y media. ¿Quedamos aquí mismo? ¿Sí?

– Estupendo. -Le dio un suave apretón en el brazo-. Es una cita. No te olvides, aquí a las ocho y media.

– Eh… sí, vale. ¿Dónde has dicho que te alojabas?

Pero ella ya se estaba alejando.

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