En cuanto entró en la comisaría de Norwich, Liz captó la tensa excitación que reinaba en aquel lugar. La investigación del asesinato de Gunter no parecía conducir a ninguna parte y, de repente, tenían una pista sólida que señalaba a uno de los principales socios de Melvin Eastman. Habían discutido sobre la conveniencia de trasladar a Kieron Mitchell a Chelmsford, donde llevaban el expediente de Eastman, pero Don Whitten insistió en que se quedase en Norwich. Aquél era su caso, y quería que todos los aspectos de la investigación siguieran bajo su jurisdicción.
Cuando Liz y Mackay entraron en la sala de operaciones de la comisaría, el lugar estaba atestado de agentes de aspecto rocoso que se alternaban para felicitar a un Goss visiblemente incómodo. Entre ellos, enviado como observador desde Essex, se encontraba el agente del Cuerpo Especial Bob Morrison. Don Whitten, con una taza de café en la mano, presidía el barullo.
Al ver a Liz, Goss se abrió paso hasta ella.
– Se creen que han podido arrestarlo gracias a mí -susurró, mesándose su cabello pelirrojo con la mano-. Me siento un absoluto fraude.
– Disfrútalo -sugirió Mackay.
– Y recemos porque todo esto no nos conduzca a un callejón sin salida -añadió Liz.
En cuanto salieron de Braintree, ella había llamado a Goss para informarle sobre Kieran Mitchell. Después siguieron conduciendo hacia el norte, hacia Norwich, deteniéndose únicamente para comprar una pizza y un par de botellas de cerveza italiana. Más tarde, quizá para aplacar a Liz, Mackay dejó a un lado su papel de eterno seductor y demostró ser un compañero sorprendentemente agradable y entretenido. Contaba con una cantidad casi inagotable de anécdotas, la mayoría de ellas sobre el comportamiento -o mal comportamiento- de sus colegas de servicio. Liz reparó en que nunca señalaba a nadie directamente con el dedo, a pesar de lo mucho que intentó sonsacarle. Cuando soltaba algún nombre, nunca era el del responsable o directamente implicado en la operación que estaba contando, sino el de un amigo, un colega o un superior. Daba la impresión de ser muy indiscreto, pero en realidad no contaba nada que no fuera ya de dominio público en la comunidad de inteligencia.
«Está jugando conmigo -pensó Liz, disfrutando del juego-. Es consciente de que estoy expectante, que espero que cometa un error. Y juega con mis expectativas porque, si puede convencerme de que es como aparenta ser, dejaré de tomarlo en serio. Y en el momento en que deje de tomarlo en serio, le será fácil encontrar una forma de engañarme.» Todo aquello incluso tenía cierta elegancia.
Había informado a Goss por teléfono de las conversaciones con Cherisse Hogan y Peregrine Lakeby que le condujeran hasta Kieran Mitchell, y le sugirió que preparase el arresto. Impresionado por su trabajo de investigación, y comprendiendo su necesidad de presentar un perfil bajo, se mostró de acuerdo.
Liz consideró compartir con Goss su preocupación por la lealtad de Bob Morrison, pero al final decidió guardársela. Sólo se basaba en su instinto para decir que podía estar en la nómina de Eastman, no tenía ninguna prueba más allá de su actitud dilatoria y una impresión general de venalidad. Además, Eastman no necesitaba a Morrison para averiguar que Kieran Mitchell había sido arrestado y tomar sus medidas. Y si Mitchell ofrecía una información suficientemente sólida, y estaba dispuesto a repetirla ante un tribunal, Eastman no tendría manera de librarse.
Con el regreso del abogado de Mitchell de la sección de detención, en la sala se consiguió restablecer cierto orden. El abogado, un hombre exquisitamente vestido de seda y con una sólida reputación como «defensor de gánsteres», se llamaba Honan. Le dio las gracias al agente que lo había acompañado en su ida y vuelta de las celdas, y pidió hablar en privado con el comisario Whitten.
Mientras Whitten y Honan ocupaban una de las salas de interrogatorios, Goss condujo a Liz y Mackay hasta el cuarto adjunto de observación, donde había media docena de sillas de plástico frente a un enorme panel rectangular de cristal unidireccional. Un instante después, Bob Morrison se unió a ellos con un leve asentimiento.
En la sala de interrogatorios, al otro lado del cristal, el fluorescente del techo emitía una luz clara y blanquecina. La superficie laminada de la mesa estaba sembrada con quemaduras de cigarrillos. No tenía ventanas.
– ¿Puede repetir lo que acaba de decirme? -pidió Whitten. Amplificada por los altavoces de la sala de observación, su voz retumbaba más clara y dura de lo normal.
– Resumiendo, mi cliente no quiere ir a la cárcel -dijo Honan-. A cambio de inmunidad, está dispuesto a subir al estrado y ofrecer su testimonio para que Melvin Eastman pueda ser acusado de los delitos de distribución de narcóticos, ingresos ilegales y conspiración para cometer asesinato.
Hizo una pausa para dejar que su propuesta calara entre el público oyente. Liz fue consciente de que, a su izquierda, Bob Morrison sacudía la cabeza con incredulidad.
– Mi cliente tiene información relativa al asesinato de Ray Gunter que está dispuesto a compartir con las autoridades. No obstante, como podrán comprender, no desea incriminarse a sí mismo.
Whitten asintió con la cabeza, monolítico en su gastado traje gris. Un pliegue apareció en su erizada nuca.
– ¿Puedo preguntarle por qué teme autoincriminarse revelando los hechos relativos al caso de Ray Gunter?
– Como ya le he dicho, he creído entender que podría producirse algún conflicto con las leyes de Inmigración.
– ¿Se refiere al contrabando de ilegales?
Honan se pellizcó el labio.
– Como ya he dicho, mi cliente no quiere ir a la cárcel. Cree, y no sin fundamento, que si testifica contra Melvin Eastman y va a prisión, lo matarán. Encarcelado o no, el brazo de Eastman es muy largo. Mi cliente quiere inmunidad total, una nueva identidad… En fin, todo el paquete de protección a testigos. A cambio, dará todos los datos necesarios para que atrapen a Melvin Eastman.
– Ese es el problema con los criminales británicos -susurró Morrison-. Se creen los protagonistas de una maldita película de Hollywood sobre la mafia.
Al otro lado del cristal, estaba claro que la paciencia de Whitten con Honan llegaba a su límite. «Pero necesita toda la ayuda que Mitchell pueda proporcionarle», pensó Liz. Según Goss hasta ese momento Whitten había conseguido entretener a la prensa, pero necesitaba presentar cuanto antes sólidas pruebas sobre el caso Gunter o se arriesgaba a ser acusado de incompetente.
– Deje que le haga una sugerencia -dijo finalmente el policía-. Lo mejor para su cliente es que nos cuente inmediata e incondicionalmente todo lo que sepa relacionado con el asesinato de Ray Gunter. Todo. Tal como exige la ley. Si nos sentimos satisfechos con su cooperación, entonces y sólo entonces llegaremos a un… un acuerdo.
– ¡No podemos hacer eso! -siseó Liz, mirando a Goss y Mackay en busca de apoyo-. Si involucramos al fiscal general del Estado y al Ministerio del Interior en este asunto, nos ahogaremos en papeleo durante días. Tenemos que conseguir que Mitchell nos cuente todo lo que sabe hoy mismo.
– ¿Puede hablar con Whitten? -preguntó Mackay a Goss-. Dígale que…
– No se preocupe -cortó Goss-. Don Whitten sabe lo que se hace. Con todo ese rollo de la inmunidad, el abogado de Mitchell sólo está justificando su factura. Tiene que poder volver con su cliente y decirle que lo intentó.
– ¿Puedo tomar su respuesta como un sí? -estaba preguntando Honan-. ¿Un acuerdo formal de que ustedes…?
Whitten se echó hacia delante en su silla. Su mirada destelló en la cámara de la sala de interrogatorios y en su monitor. Ambos aparatos estaban apagados.
Cuando habló, lo hizo con un tono de voz tan suave y tranquilo que Liz tuvo que inclinarse hacia los altavoces para oírlo.
– Mire, señor Honan, aquí no hay nadie en posición de ofrecerle a Kieran Mitchell inmunidad total. Si coopera, me aseguraré de que la gente adecuada sea informada de ello. En cambio, si se niega a colaborar, tenga en cuenta que esta investigación no trata únicamente de esclarecer un asesinato, sino que también afecta a la seguridad nacional. Y le prometo que haré todo lo que pueda para que su cliente no vuelva a ver nunca más la luz del sol. Y puede transmitirle que ésa es y será mi mejor oferta.
Se produjo una breve pausa, al final de la cual Honan asintió cariacontecido, recogió su portafolios y salió de la sala. Poco después, Whitten apareció en la sala de observación. Tenía el rostro enrojecido y en su frente mostraba varias manchas de sudor.
– Eso ha estado bien -apuntó Bob Morrison.
Whitten se encogió de hombros.
– Lo han intentado. Saben que lo tienen todo perdido, y nosotros también…
– ¿Tiene razón sobre eso de que su vida puede correr peligro? -se interesó Liz.
– Probablemente -respondió Whitten más animado-. Pero si lo enjaulamos, siempre podemos recomendar que lo metan en una celda de aislamiento para evitarle lo peor.
– ¿Con los delincuentes sexuales?
– Algo así.
Cuando Honan regresó cinco minutos después a la sala de interrogatorios, lo acompañaba el sargento de guardia y Kieran Mitchell.
Era medianoche.
Fuera del bungalow, la chica se sentó al volante de su Vauxhall Astra en medio de la oscuridad, con la cabeza cómodamente apoyada en el respaldo y el rostro débilmente iluminado por las luces-piloto azules y naranjas del equipo de alta fidelidad del automóvil. La emisora local de radio acababa de dar las noticias de medianoche, y la única mención al asesinato de Gunter había sido un comentario grabado del comisario Whitten, donde aseguraba que la investigación seguía su curso y que la policía esperaba llevar ante la justicia al o los culpables lo más pronto posible. Después, habían pasado a ofrecer clásicos de siempre y música de ascensor.
La policía no sabía nada, se dijo mientras oía las voces de Frank y Nancy Sinatra, no tenía una línea coherente de investigación. Por lo que sabía, el café Fairmile no contaba con cámaras de seguridad y, aunque las tuviera, la policía tendría problemas para identificar el Astra; los coches negros daban una imagen muy pobre en una grabación nocturna, algo en lo que sus instructores insistían hasta la saciedad. Pero estaba casi segura de que no tenían cámaras; ésa había sido una de las principales razones de que eligieran aquella área de servicio concreta.
Los únicos posibles eslabones débiles de la cadena eran la bala de la PSS y el conductor del camión, que también había recogido al grupo de ilegales del carguero alemán. Pero el negocio del conductor dependía de su absoluta discreción: delatar su cargamento era delatarse a sí mismo. Así que no tenían nada que temer del dichoso conductor. Lo que le preocupaba de verdad era la bala de la PSS, como seguramente preocuparía a la policía y sobre todo a los organismos contraterroristas.
Se lo había explicado a Faraj, pero éste se encogió de hombros con aire fatalista y repitió que llevarían a cabo su misión el día señalado. Si la espera incrementaba las posibilidades de fallar y morir de forma violenta a manos del SAS o la policía, que así fuera. La tarea era inmutable, sus parámetros inalterables. Ella sabía que el afgano sólo le había contado el mínimo imprescindible. No por desconfianza, sino por seguridad.
«Aceptación -se dijo a sí misma-, hay fuerza en la aceptación.» Cerró el Astra con el mando a distancia y caminó tranquilamente hasta el bungalow. La puerta del cuarto de baño estaba semiabierta y pudo ver a Faraj lavándose, desnudo hasta la cintura.
Permaneció en el centro de la salita un instante, estudiándolo. Su cuerpo era sinuoso como el de una serpiente, pero musculado, y una larga cicatriz lo recorría diagonalmente desde la cadera izquierda hasta el hombro derecho. ¿Cómo se habría hecho una herida semejante? Estaba claro que no era el resultado de ninguna operación, más bien parecía el de un sablazo. Sin la ropa inglesa que ella le comprara, parecía el tajiko que realmente era, el hijo de un guerrero y quizás el padre de otros guerreros. ¿Estaría casado? ¿Existía una montañesa de ojos fieros que en aquellos momentos rezara por su pronto regreso sano y salvo?
Mansoor se giró y advirtió la presencia de la chica. La estudió con su pálida e indiferente mirada de asesino. Ella se sintió desnuda por un segundo, muy consciente del escrutinio y un poco avergonzada. Empezaba a comprender que ansiaba el respeto de aquel hombre más que nada en el mundo, que no era indiferente a su mirada, que si ésta tenía que ser la última relación con un ser humano de que iba a disfrutar en la tierra, no quería que consistiera en miradas gachas y silencios abnegados.
Alzó el mentón unos centímetros y le devolvió la mirada con algo parecido a la rabia. Era una combatiente como él y tenía derecho a ser reconocida como tal. A pesar de su nerviosismo, se mantuvo firme.
El dio media vuelta lentamente y se alisó el pelo rebelde con las manos mojadas. Luego caminó hacia ella sin expresión. Cuando se detuvo, sus caras se encontraban a pocos centímetros, de forma que ella pudo oler el jabón que había usado y oír su respiración. Aun así, ni se movió ni bajó los ojos.
– Dime tu nombre islámico -le ordenó en urdu.
– Asimat -respondió ella, aunque estaba segura de que él ya lo sabía.
– Como la consorte de Salah-ud-din.
La chica no dijo nada, siguió mirando al frente por encima de su hombro. En contraste con el tostado de su rostro, cuello y manos, la piel de su torso era pálida, casi color hueso.
Algo en su mirada la congeló. «Ya estamos muertos -pensó ella-. Nos miramos el uno al otro y vemos nuestro futuro. No hay jardines, ni minaretes dorados, ni deseo. Sólo la oscuridad de la tumba y el frío viento de la eternidad.» Levantó la mano para tomar un mechón suelto de su cabello y pasarlo con cuidado por detrás de la oreja.
– Pronto, Asimat. Pronto actuaremos -le prometió él-. Ahora duerme.