32

– Háblenos nuevamente de los alemanes -pidió el comisario Don Whitten atusándose el bigote.

Esta vez, Bob Morrison estaba sentado a su lado en la sala de interrogatorios. Whitten y Kieran Mitchell habían fumado un cigarrillo tras otro durante las últimas horas del interrogatorio. Una pesada nube de humo envolvía el fluorescente que colgaba sobre la mesa.

Mitchell miró a su abogado y éste asintió. Contra el austero fondo de la sala de interrogatorios parecía vulgar y hasta peliculero con su traje de diseño. Para Liz, que seguía en la sala de observación, estaba claro que intentaba mantener la dignidad mostrando una paciencia servicial en lugar del irritable cansancio que sin duda sentía.

– Como dije, no sé nada sobre los alemanes. Sólo sé que la organización se llama la Caravana. Creo que el barco fue botado por los alemanes y que también fueron ellos los que organizaron el tránsito desde la Europa continental hasta que Gunter y yo recogimos la carga en la costa de Norfolk.

– ¿Con «carga» se refiere a los inmigrantes ilegales? -precisó Whitten, contemplando su vacía taza de café.

– Sí, me refiero a ellos -confirmó Mitchell.

– ¿Y el puerto de origen del barco?

– No lo pregunté. Normalmente usaban dos barcos de transporte, ambos pesqueros reconvertidos. Creo que uno se llama Albertina Q y está registrado en Cuxhaven; el otro es el Susanne algo, registrado en Bremen… Breminger…

– Bremerhaven -susurró Liz.

En la silla contigua de la sala de observación Steve Goss abrió un paquetito envuelto en papel parafinado; contenía unos sandwiches de queso Gloucester. Empujó el paquete en su dirección y ella cogió el más pequeño. No estaba especialmente hambrienta, pero creyó que Goss se sentiría egoísta si se comía los cuatro. ¿Existiría una señora Goss?

– Para ser sincero, el nombre del barco era la última de mis preocupaciones -estaba diciendo Mitchell-. Y fue Eastman el que me habló de boches. No habría notado la diferencia si hubieran sido holandeses o belgas, pero sí sé que la organización se llama la Caravana.

– ¿Y la Caravana pagaba a Eastman? -se interesó Whitten.

– Supongo. El era responsable de la recogida en el mar y la entrega en el punto elegido de Ilford.

– ¿En el almacén?

– Sí, en el almacén -repitió Mitchell cansinamente-. Yo los llevaba hasta allí, recontaban la carga y firmaba la entrega. Otro grupo los esperaba con documentos y los llevaba hasta… bueno, hasta donde fuera.

– ¿Y cuántos inmigrantes incluía cada cargamento?

Whitten sólo repetía las primeras preguntas, comparando las respuestas con sus notas en busca de incongruencias. De momento, todo lo que decía Mitchell resultaba congruente.

– Si se trataba de mujeres podían llegar hasta veintiocho, pero normalmente eran veinticinco como máximo. Los botes de Gunter no podían cargar más de esa cantidad, sobre todo si había mar gruesa.

– ¿Eastman le pagaba a usted y usted pagaba a Gunter?

– Sí.

– Vuélveme a decir cuánto.

La cabeza de Mitchell pareció desplomarse de fastidio.

– Yo me quedaba con mil por chica, quinientos por cada hombre y dos mil por los especiales.

– Así que, en una buena noche, podía embolsarse hasta cuarenta mil…

– Más o menos.

– ¿Y cuánto le pagaba a Gunter?

– Precio fijo. Quinientos por viaje.

– ¿Y a Lakeby?

– Quinientos al mes.

– Buen margen de beneficios.

Mitchell se encogió de hombros y miró alrededor.

– Era un trabajo arriesgado. ¿Puedo ir al lavabo?

Whitten asintió, susurró algo al micrófono de la grabadora y llamó al sargento de guardia. Cuando Mitchell salió de la sala, nuevamente acompañado de Honan, se produjo un instante de silencio.

– ¿Os lo creéis? -preguntó Mackay, buscando su teléfono móvil en el bolsillo de su chaqueta Barbour.

– ¿Por qué iba a mentirnos? -preguntó Goss-. Estaría defendiendo al tipo que mató a su socio, que estropeó un bonito negocio de cuarenta mil al mes y que básicamente ha provocado que se encuentre en la situación actual.

– Eastman ha podido pedirle que nos desinforme todo lo posible para limitar los perjuicios a su organización -explicó Mackay, pulsando la tecla de mensajes y presionando el teléfono contra su oreja-. Mitchell no sería el primero en la historia criminal que aceptase pagar los platos rotos por su jefe.

Liz presionó el botón del intercomunicador que conectaba ambas salas.

– ¿Podría volver a preguntarle por lo sucedido en el café Fairmile?

– En cuanto vuelva -repuso Whitten-. ¿Alguien quiere una taza de café?

Liz miró a los otros. Era la 1.45 de la madrugada y todos parecían grisáceos y cansados a la luz indirecta de los fluorescentes. Además, seguro que el café estaría frío.

– Hábleme otra vez de Gunter -pidió Whitten cuando Mitchell estuvo sentado de nuevo ante él-. ¿Por qué iba con usted en la cabina del camión?

– Porque su coche estaba estropeado, en el garaje o algo así. Le prometí que lo dejaría en King's Lynn. Creo que su hermana vive allí.

– Siga.

– Subió conmigo al camión y llegamos al café Fairmile, donde teníamos que dejar al especial.

– Explíqueme eso del especial.

– Eastman me dijo que traerían a un asiático desde Europa, pero que no se trataba de un inmigrante como los demás. Pagaba por entrar en el país y, un mes después, ser sacado de la misma forma.

– ¿Un mes? -repitió Whitten-. ¿Está seguro?

– Sí, es lo que dijo Eastman. Que volvería a Alemania en el mismo barco que trajera a los ilegales de enero.

– ¿Había pasado antes algo similar?

– No. Lo del especial era nuevo para mí.

– Continúe.

– Ray y yo llevamos a los inmigrantes hasta tierra…

– Espere. ¿Los barcos que llegaban desde Alemania descargaban siempre en el mismo lugar o alternaban la costa?

– No. Estudiaron varios lugares, pero al final decidieron utilizar siempre el mismo.

– Entiendo. Adelante.

– Recogimos a los inmigrantes, los metimos en la caja del camión y conduje hasta el café Fairmile, donde teníamos que dejar al especial. Ray lo sacó del camión y lo siguió hasta los lavabos.

– ¿Sabía usted que Gunter lo seguiría? -preguntó Whitten-. ¿Le dijo que necesitaba ir al baño?

– No, pero ese paqui, el especial, llevaba una mochila que parecía pesar bastante. Pequeña pero de buena calidad, y lo que fuera que contenía era pesado. El tipo nunca se separaba de ella.

– Así que vio de cerca a ese paquistaní, al especial.

– Sí. Bueno, la verdad es que la playa estaba bastante oscura y había un montón de gente moviéndose arriba y abajo. Además, muchos de ellos parecen… ya saben, parecen iguales. Paquistaníes y gente de Oriente Medio, rostros delgados, ropa barata, y todos con aspecto de… bueno, de agotados.

– ¿Y el especial era distinto?

– Sí. Se comportaba de forma diferente. Como si alguna vez hubiera sido alguien y no estuviera dispuesto a dejar que nadie lo manipulara. No era grande, pero sí duro, de eso podías estar seguro.

– ¿Qué aspecto tenía? ¿Le vio la cara?

– Un par de veces, sí. Era bastante pálido, de rasgos afilados, un poco de barba…

– ¿Lo reconocería si volviera a verlo?

– Sí, creo que sí. Aunque recuerde lo que he dicho: estaba oscuro, todos estábamos muy nerviosos y había un montón de esos tipos pululando por allí. Pero si me enseñan una foto, es probable que pueda decir si no es él, ya me entienden.

Tras el cristal, Liz podía sentir la creciente adrenalina. Goss y Mackay, a su lado, prestaban la misma atención que ella con la misma atenta concentración.

– ¿Por qué cree que Gunter lo siguió? -repitió Whitten.

– Supongo que pensó que llevaba algo valioso en la mochila. Los ricos suelen traer oro o plata en lingotes, toda clase de objetos valiosos, y quiso… bueno, quiso quitársela.

– Así pues, ¿Gunter no lo clasificó de tipo duro como usted? ¿Creía que sería fácil robar al paquistaní?

– No sé qué pensó. Seguramente no se fijó como yo o le dio igual. Fue mi bote el que lo llevó hasta la orilla.

– De acuerdo. Gunter siguió al tipo hasta los lavabos. ¿Y usted no oyó nada? ¿Ningún tiro o…?

– Absolutamente nada. Unos minutos después, vi que el paqui caminaba hasta un coche y subía. Entonces, el coche arrancó y se marchó del aparcamiento.

– ¿Pudo ver bien ese coche?

– Sí, era un Vauxhall Astra 1.4 LS negro. No vi si el que conducía era hombre o mujer, pero apunté su matrícula.

– ¿Cuál era?

Consultó un papel que le tendió su abogado, asintió y se lo pasó a Whitten.

– ¿Y cómo se le ocurrió apuntar la matrícula?

– Porque no tenía ningún recibo de entrega por el tipo. En caso de que después surgiera algún problema, quería tener algo que demostrara que lo llevé hasta allí y que le buscaran las cosquillas a otro. Para mí suponía dos mil libras, ¿recuerda?

– Continúe.

– Bueno, esperé diez minutos y Ray seguía sin aparecer. Así que bajé de la cabina y fui a los lavabos, y…

– ¿Y?

– Y encontré a Ray muerto. De un tiro. Con los sesos desparramados por toda la pared.

– ¿Cómo supo que le habían disparado?

– Bueno… el agujero en la cabeza era bastante revelador, ¿no cree? Y también el agujero en la pared detrás de su cabeza.

– ¿Qué pensó?

– Pensé que… es ilógico, lo sé, pero a pesar de que el tipo se había largado, pensé que yo sería el siguiente. Que se había cargado a Ray porque le vio la cara en los lavabos y que después también me mataría a mí. Francamente, me acojoné, sólo quería largarme de allí.

– Y se largó.

– Puede jurarlo. Directo a Ilford, sin paradas. Y allí dejé el resto del cargamento.

– ¿Cuándo telefoneó a Eastman?

– Cuando acabé la entrega en Ilford.

– ¿Por qué no lo llamó en cuanto descubrió el cadáver?

– Como le he dicho, sólo tenía ganas de largarme de allí y de acabar con aquel marrón.

– ¿Cuál fue la reacción de Eastman cuando se lo explicó?

– Se enfadó mucho, como era de imaginar. Lo llamé a la oficina y se volvió loco.

– ¿Y usted qué ha estado haciendo desde entonces?

– ¿La verdad? Poner la casa en orden y esperaros a vosotros. Sabía que sólo era cuestión de tiempo.

– Entonces ¿por qué no se entregó antes?

Mitchell se encogió de hombros.

– Cosas que hacer. Gente que ver.

Hizo una pausa, durante la cual Whitten se limitó a asentir. Cuando se acercó a la puerta para llamar al sargento de guardia, Honan tocó el hombro de Mitchell y ambos se pusieron en pie. Bob Morrison miró su reloj, frunció el ceño y salió de la sala.

– ¿Creéis que va a llamar a Eastman? -susurró Mackay, apoyando la frente en el cristal que separaba las dos salas.

– No es imposible, ¿verdad? -respondió Liz encogiéndose de hombros.

Don Whitten se apoyó contra el marco de la puerta de la sala de observación.

– ¿Y bien? ¿Nos tragamos su historia?

Goss alzó la vista de las notas que había tomado.

– Todo lo que ha contado es lógico, y además encaja con los hechos que conocemos.

– Soy el más nuevo aquí -reconoció Mackay-, pero diría que ese tipo ha contado la verdad. Y antes de que pase a disposición judicial y se haga una declaración oficial, me gustaría que pasara unas horas viendo fotografías de los militantes más conocidos del SIT. Quizá podamos ponerle cara a nuestro pistolero.

– Estoy de acuerdo -apoyó Liz-. Y tendríamos que encontrar urgentemente ese Astra negro. Pasadles los detalles a todas nuestras fuerzas, a las agencias de seguridad nacionales, etcétera.

– Está bien. Pero ¿qué le decimos a la gente? -preguntó Whitten-. ¿Relacionamos la búsqueda del coche con el asesinato del café Fairmile?

– Sí. Pongamos en alerta a todo el mundo. Hay que encontrar ese coche y vigilarlo, pero sin entrar en contacto con quien lo conduzca o sus pasajeros en ninguna circunstancia. En vez de eso, que la policía nos avise inmediatamente. -Alzó la mirada hacia Steve Goss, que asintió y se giró hacia Whitten.

– ¿Sabe adónde ha ido Bob Morrison?

Whitten sacudió la cabeza sin interés. Bostezó, hundiendo las manos en los bolsillos.

– Mi opinión es que seguimos teniendo al asesino en nuestra puerta. Si no, ¿por qué le esperaba ese coche en el café Fairmile en lugar de seguir hasta Londres como los demás?

– El coche pudo llevarlo a cualquier parte -apuntó Goss-. Quizá se dirigió hacia el norte.

Mackay se inclinó hacia delante.

– Lo más importante ahora es averiguar todos los detalles posibles sobre esa organización, la Caravana, y esos alemanes de los que habla Mitchell. ¿Hay alguna razón por la que no podamos detener a Eastman ahora mismo y hacerlo sudar veinticuatro horas seguidas?

– Se reiría de nosotros -aseguró Liz-. Con los años he llegado a conocer bastante bien al señor Eastman, y es muy escurridizo. La única forma de conseguir que hable (como con Mitchell) es negociar desde una posición de fuerza. Una vez tengamos suficiente información para inculparlo y encerrarlo, podremos traerlo aquí y hacer que sude tinta, pero hasta entonces…

Mackay la miró especulativo.

– Me encanta cuando te pones dura.

Whitten soltó una risita y Goss miró al otro con incredulidad.

– Gracias -dijo Liz forzando una sonrisa-. Creo que es una frase adecuada para cerrar esta reunión.


Mantuvo la sonrisa hasta que Mackay y ella estuvieron en el Audi. Entonces, mientras se colocaban los cinturones de seguridad, se giró hacia él pálida de furia.

– Si vuelves a menoscabar mi autoridad una vez más, una sola vez más, de la forma que lo has hecho ahí dentro, te apartaré del caso. Y no me importará remover cielo y tierra para conseguirlo. Aquí eres el novato, Mackay, y actúas con nuestro consentimiento (con mi consentimiento), no lo olvides.

El estiró las piernas, imperturbable.

– Cálmate, Liz. La noche ha sido larga y sólo pretendía gastarte una broma. No ha sido muy buena, lo admito, pero…

Pisando a fondo y soltando el embrague para que él se viera lanzado contra el respaldo, Liz hizo que el coche saliera disparado del aparcamiento policial.

– Sin peros, Mackay. Esta es mi operación y soy yo la que da las órdenes, ¿entendido?

– De hecho, eso no es estrictamente cierto -repuso él con suavidad-. Esta es una operación conjunta, ha sido declarada oficialmente una operación conjunta y, con todo el debido respeto a tus logros hasta el momento, la verdad es que mi rango es superior al tuyo. Así que ¿podemos tranquilizarnos un poco? No puedes atrapar a esa gente tú sola; y aunque lo hicieras, tendrías que compartir el mérito conmigo.

– ¿Eso es lo que realmente te importa? ¿Quién se lleva el mérito?

– Si no se trata de eso, ¿de qué entonces? Por cierto, ese semáforo estaba en rojo.

– En ámbar. Y me importa una mierda tu rango. Lo que quiero que quede claro es que, si tenemos una oportunidad entre diez de atrapar a nuestro asesino, necesitaremos que la policía local y el Cuerpo Especial estén un ciento por ciento de nuestro lado. Eso significa ganarnos su respeto y mantenerlo, lo que implica no tratarme delante de ellos como si fuera una de tus fulanas.

El alzó las manos en señal de rendición.

– Lo siento mucho, ¿vale? Sólo pretendía ser una broma.

Sin previo aviso, el Audi patinó bruscamente hacia la izquierda de la carretera, saltó y rebotó sobre dos baches llenos de agua antes de frenar en seco.

– ¡Maldita sea! -gritó Mackay, luchando contra el cierre de su cinturón de seguridad-. ¿Qué estás haciendo?

– Lo siento mucho, sólo pretendía ser una broma. Quería salir de la carretera para hacer un par de llamadas. Quiero saber quién alquiló ese Astra negro.

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