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– ¿Por qué ese hombre? -preguntó Liz-. ¿Por qué enviar a ese hombre en particular? Nunca ha estado en Inglaterra, no tiene familia, no… Por lo que sabemos, no tiene ninguna conexión con nada británico, sea lo que eso sea.

– Lo siento, pero no puedo responder a esa pregunta -reconoció Mackay-. Sinceramente, no tengo la más mínima idea. En Pakistán nunca llamó nuestra atención. Si se movía por allí, lo hizo a un nivel tan bajo que no fue captado por nuestro radar. Me temo que así están las cosas. Nuestras antenas captan demasiado ruido inútil.

– Eso significa que…

– Significa que, mientras que hay muchos individuos que circulan excitados, encantados de gritar, saltar, aullar y quemar banderas norteamericanas, en especial si hay un equipo de la CNN cerca, son muy pocos los que transforman su resentimiento en acción directa. Si nuestros agentes en Pakistán tuvieran que investigar todos los garajes donde se detiene Al Safa, se limitarían a hacer lo que han hecho todos los agentes desde tiempo inmemorial: presentar un montón de informes para dar la impresión de que se merecen el sueldo. El que sean más o menos fiables ya es otra cuestión.

– Pero acertaron con Mansoor. Al menos, situándolo en uno de los garajes.

– Sí, pero creo que fue más por coincidencia que por conocimiento.

Se dirigían hacia la base aérea estadounidense de Marwell en el BMW de Mackay. El hombre del MI6 había vuelto de Middenhall poco después del mediodía, y tras intercambiar números de teléfono con Jamie Kersley, el capitán del SAS -que resultó ser otro viejo alumno de Harrow-, y sentarse diez minutos con Liz y el equipo de policías para comer un bocadillo, se dispuso a visitar la última y más cercana de las bases. Mackay le preguntó a Liz si le apetecía acompañarlo, y con ambos terroristas ya identificados pero sin pistas sobre su paradero, parecía una opción tan buena como cualquier otra. Por culpa del tiempo atroz, la búsqueda de D'Aubigny y Mansoor estaba en punto muerto, a pesar de la llegada de equipos del ejército regular.

A las 13.45 el tiempo mostró por fin síntomas de mejoría: la lluvia casi cesó y el oscuro gris del cielo cambió a otro tono más pálido.

– Cometerán algún error -dijo Mackay con confianza-. Siempre lo cometen. O bien alguien los descubrirá y nos avisará.

– ¿Crees que siguen confinados en el área de búsqueda?

– Tienen que estar ahí. Quizá Mansoor podría escapar, pero no los dos.

– No subestimes a D'Aubigny -advirtió Liz irritada-. No es una adolescente ansiosa de emociones, sino una terrorista entrenada en los campos de la frontera noroeste paquistaní. Si hasta ahora alguno de los dos ha cometido un error, ése ha sido Mansoor. Se dejó sorprender por Ray Gunter y terminó dejándonos una prueba en forma de bala. Y apuesto a que también fue él quien mató a Elsie Hogan esta mañana.

– ¿Detecto una nota de empatía con la chica? ¿De admiración, incluso?

– No, ni una pizca. Estoy casi segura de que también es una asesina.

– ¿Qué te hace pensarlo?

– Comienzo a entender cómo es y cómo actúa. Lo que quiero es que empiece a sentir la presión veinticuatro horas al día, la sensación de que no tiene ni un segundo de descanso, que no puede detenerse ni siquiera para pensar. Quiero mantener esa presión, esa sensación de tener que debatirse entre dos mundos completamente opuestos.

– A mí no me parece muy desgarrador.

– Exteriormente quizá no. Pero por dentro, créeme, está haciéndose pedazos y eso es lo que la hace más peligrosa. Necesita probarse a sí misma, a través de la acción violenta, que está comprometida con su misión, con su postura militante.

El se permitió una sonrisa irónica.

– ¿Preferirías que nos retirásemos y os dejásemos a las dos solas frente a frente?

– Muy divertido. En cualquier campaña, la primera fortaleza que tienes que ocupar es la conciencia de tu enemigo.

– Me suena a cita.

– Lo es. De Feliks Dzerzhinsky.

– El fundador del KGB. Un mentor adecuado.

– Me gusta pensarlo.

Mackay pisó el acelerador para adelantar a un MGB verde. Acababan de atravesar Barborough.

– Yo tuve un coche muy parecido a ése -comentó-. Un MGB de 1974. Lo compré por quinientas libras y lo arreglé yo mismo. Dios, era un coche precioso. Verdeazulado, interior de cuero, parachoques cromados…

– Un imán para las nenas, vamos -cortó Liz-. Ya me lo imagino con todas esas Moneypennys…

– Bueno, no las ahuyentaba, eso seguro. -Se quedó pensativo unos segundos-. Para que estés informada, el tipo que vamos a ver se llama Delves. Es británico, porque Marwell es oficialmente una base de la RAF, pero obviamente está al corriente paso a paso del progreso de la caza de Mansoor y D'Aubigny. El comandante norteamericano es un coronel de las fuerzas aéreas llamado Greeley.

– Entonces, ¿esto es algo más que una visita de cortesía?

– Más o menos. Tenemos que asumir que nuestros terroristas han estudiado exhaustivamente su objetivo, sea el que sea. O quizá lo haya hecho otra persona por ellos. En todo caso, tenemos que estudiar la base y su sistema de seguridad con ojos de terrorista, ponernos en su lugar y decidir cuáles son sus puntos débiles y qué haríamos nosotros.

– ¿Has sacado alguna conclusión de tu visita a las otras dos bases?

– Sólo que la seguridad es prácticamente insalvable. Lo primero que pensé es que quizá dispusieran de un SAM, un misil tierra-aire. Como sabes, el SIT ha conseguido echarle mano a un montón de sistemas de guía de Stinger. Pero no creo que sean capaces de acercarse lo suficiente como para lanzarlo con precisión. Luego pensé que podrían colocar una bomba en el coche de alguien que viva fuera de la base, para detonarla por control remoto cuando el dueño del coche hubiera pasado los controles de entrada, pero descubrí que todo el personal externo a la base sigue una rutina muy estricta por lo que respecta a sus vehículos, una revisión muy detallada que dura más de diez minutos, nada de un vistazo rápido con un espejo colocado en la punta de un palo, y la siguen a rajatabla. No dejan nada al azar, créeme. Por lo que he visto, esas bases parecen hasta a prueba de ratas.

– Cualquier sistema de seguridad puede ser atravesado -sentenció Liz.

– Ya. Y la gente que buscamos no habría entrado en el juego de no haber descubierto un punto débil en algún lado. Lo único que digo es que somos nosotros los que no lo hemos visto.

– Lo que yo quiero saber es por qué enviaron a Mansoor. ¿Cuál es su habilidad? ¿Cuál es su especialidad? ¿Crees que el hecho de que trabajara en un garaje tiene algo que ver con esto?

– Si cuando trabajaba en ese garaje ya era un agente terrorista, y no son garajes en el sentido que nosotros le damos sino puntos de parada para camiones, su misión sería de vigilancia, saber quién viene y quién va, esa clase de cosas. Yo creo que la gente de Sher Babar probablemente vendía jeeps de quinta mano y motores trucados, pero su verdadero negocio era pasar armas y personas por la frontera afgana. Puede que también traficaran con heroína, allí abajo no puedes separar esas cosas. Lo que Mansoor no era, y eso casi puedo garantizártelo, es un mecánico cualificado con un certificado enmarcado de Ford o Toyota.

– ¿Crees que puede ser un suicida voluntario?

– Es una posibilidad a tener en cuenta. Y la chica D'Aubigny está guiándolo hacia su objetivo.

– En ese caso, ¿por qué acordaron embarcarlo de vuelta, una vez cumplido el trabajo? ¿Recuerdas lo que dijo Mitchell? Que el especial regresaría a Alemania un mes después. Además, ¿por qué traer un arma tan sofisticada como una PSS? ¿Y a qué está esperando?

– Vamos por orden. Quizás el viaje de regreso sea para la chica, no para él. La PSS sugiere que su objetivo puede estar muy bien protegido. Y quizás esté esperando en Dersthorpe, que confieso con tristeza no haber tenido el privilegio de visitar, la entrega de alguna especie de artilugio.

– No lo sé, no lo sé y no lo sé -replicó Liz exasperada.

Mackay exhibió su sonrisa.

– Al final, todo acaba siendo cuestión de tamaños y formas.

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