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La llamada llegó al despacho de Liz poco después de las 15.30, tras pasar por la centralita, ya que el comunicante había marcado el número del anuncio del MI5 y preguntado por ella, dando un alias que utilizara un par de años antes, cuando trabajaba en la sección contra el crimen organizado. Ese comunicante, que dijo llamar desde una cabina de Essex, se mantenía en espera mientras le preguntaban a Liz si aceptaba la llamada. Se había identificado como Zander.

En cuanto Liz escuchó el nombre-clave, asintió, le pidió su número y le dijo que lo llamaría en cuanto pudiese. Hacía mucho tiempo que no sabía nada de Frankie Ferris, y tampoco estaba segura de querer volver a saber algo de él. No obstante, si la buscaba tras tres años de silencio, desafiando todos los protocolos estándar de los agentes al telefonearle directamente, era posible que tuviera algo útil.

Su primer encuentro con Ferris tuvo lugar cuando, siendo supervisora de los agentes contra el crimen organizado, formó parte de una operación contra un jefecillo de Essex llamado Melvin Eastman, del que se sospechaba que -junto a otros muchos delitos- movía grandes cantidades de heroína entre Ámsterdam y Harwich. La vigilancia había confirmado que Ferris era uno de los chóferes de Eastman, y cuando fue amablemente presionado por el Cuerpo Especial de Essex, aceptó suministrar información sobre las actividades del sindicato. El Cuerpo Especial de Essex se lo pasó al MI5.

Desde sus primeros días en el servicio, Liz había tenido una comprensión instintiva de la dinámica propia del supervisor de agentes. En un extremo de la escala se situaban los agentes como Marzipan, que informaban de sus colegas por patriotismo o convicción moral, y en el opuesto estaban los que lo hacían por un estricto interés personal o económico. Zander se encontraba a medio camino entre ambos extremos. Con él, el problema era esencialmente emocional. Quería la estima de Liz, quería que lo valorasen, que le prestaran una atención exclusiva y personalizada, que se sentaran y escuchasen todo su catálogo de las injusticias de este mundo.

Sabiendo eso, Liz se había tomado su tiempo. Poco a poco, como si pusiera flores a sus pies, él le fue dando toda la información de que disponía. Una parte era de dudoso valor. Como muchos agentes ávidos de obtener la aprobación de su superior, Ferris solía proporcionarle montones de datos irrelevantes, pero también le había aportado teléfonos fijos y móviles de varios socios de Eastman, así como una lista con los números de registro de los vehículos que visitaban Romford, donde Eastman había instalado su cuartel general.

Esa información no sólo resultó útil, sino que gracias a ella el MI5 amplió su conocimiento sobre las operaciones de Eastman. Pero, como Ferris no era admitido en el círculo interno de Eastman, tenía poco o ningún acceso al material realmente importante. Se pasaba los días actuando como una especie de taxista, que recogía crupiers femeninas de los casinos de Eastman y las llevaba a comidas con sus socios de negocios para que alegraran el ambiente, o bien entregando tabaco de contrabando en los pubs y distribuyendo cajas de CD y DVD piratas por los mercadillos.

Al final resultó imposible montar una acusación firme contra Eastman y, como resultado, su negocio se hizo mayor y más seguro. Y probablemente, pensó Liz, lo motivó para vender cosas peores y de más provecho económico que unos miserables CD. Estaba convencida de que era responsable de la distribución regular de éxtasis en los muchos nightclubs de la zona -un negocio altamente rentable-, y en el Cuerpo daban por sentado que varios de sus negocios legítimos cubrían estafas de un tipo u otro.

El Cuerpo Especial de Essex había seguido con el caso, y cuando Liz se trasladó a la Sección Contraterrorista de Wetherby, el seguimiento de Zander pasó a uno de sus agentes, un amargado irlandés llamado Bob Morrison. Era a éste y no a Liz al que tendría que haber llamado Ferris.

– Dime, Frankie -lo animó Liz.

– Este viernes habrá una entrega importante en el cabo. Veinte paquetes más uno especial, llegados de Alemania. -La voz de Ferris era firme, pero estaba nervioso.

– Tienes que informar a Bob Morrison, Frankie. No sé qué significa exactamente, pero no puedo hacer nada al respecto.

– ¡No pienso informar a Morrison de una puta mierda! Esto es única y exclusivamente para ti.

– No sé qué significa todo eso, Frankie. Mi tarea es otra y no deberías telefonearme.

– El viernes, en el cabo -repitió Frankie con apremio-. Veinte más uno especial. De Alemania. ¿Lo has anotado?

– No, pero lo haré ahora mismo. ¿Cuál es la fuente?

– Eastman. Hace dos días recibió una llamada mientras yo estaba con él. Se enfureció… se puso fuera de quicio.

– ¿Sigues trabajando para él?

– De vez en cuando.

– ¿Algo más?

– No.

– ¿Estás en una cabina telefónica?

– Sí.

– Haz otra llamada antes de irte. No dejes que este número sea el último que se ha marcado en la cabina.

Colgaron. Liz le dio vueltas durante varios minutos a lo que había anotado en su libreta. Luego llamó al Cuerpo Especial de Essex y preguntó por Bob Morrison. Minutos después, éste le devolvió la llamada desde un teléfono en plena autopista.

– ¿Le explicó por qué la llamaba a usted? -preguntó el agente del Cuerpo Especial levantando ecos en el auricular.

– No, no lo hizo. Pero sí se mostró inflexible en no querer hablar con usted.

Se produjo un breve silencio. La recepción era mala y, entre la estática, Liz pudo oír bocinas de coches.

– Como fuente, Frankie Ferris es un absoluto fracaso -dijo Morrison-. El noventa por ciento del dinero que Eastman le paga va directo a su apostador, y no me sorprendería que también intentase timarlo a él. Lo más probable es que se lo esté inventando todo.

– Es posible -dijo Liz precavidamente.

Hubo una larga pausa.

– … no nos ofrecerá nada útil mientras Eastman le siga pagando.

– ¿Y si ya no le paga? -preguntó Liz.

– Si no le paga, es que no le sirve de nada…

– ¿Cree que Eastman se libraría de él?

– Creo que se lo pensaría. Frankie sabe lo suficiente como para enterrarlo, pero no creo que se lo cargue. Melvin Eastman es un hombre de negocios. Es más del tipo que controla el negocio, que suelta un poco de pasta aquí y otro poco allá…

Más ruido de bocinas.

– ¿Está en…?

– … sacarle algo útil. Básicamente son culo y mierda.

– De acuerdo. ¿Quiere que le envíe lo que me dijo Frankie?

– Sí, claro. ¿Por qué no?

Colgaron. Liz se había cubierto las espaldas, pero la información podía ser lo suficientemente importante como para hacer algo más.

Volvió a contemplar las frases fragmentadas. ¿Una entrega de qué? ¿Drogas? ¿Armas? ¿Gente? ¿Una entrega de Alemania? ¿Cuál era su punto de origen? Si lo que fuera llegaba por mar, y la palabra «cabo» así lo sugería, quizá debería echar un vistazo a los puertos del norte.

Sólo para estar segura -podían pasar horas antes de que Morrison volviera a su oficina- decidió hablar con su contacto en Aduanas. ¿Cuál era la costa inglesa más cercana a los puertos alemanes? Tenía que estar en el este, en territorio de Eastman. Ningún barco pequeño traería un cargamento peligroso del noreste a través del Canal, más bien se dirigiría a los cientos de kilómetros de costa no vigilada entre Felixstowe y Wash.

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