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El hangar de reparaciones de la base aérea de Swanley Heath era de gran amplitud y, considerando su tamaño, impresionantemente cálido. A las once de la mañana, el jefe de policía de Norfolk ordenó a su ayudante, Jim Dunstan, que tomase el mando de lo que ya era oficialmente una operación antiterrorista. Lo primero que hizo Dunstan fue solicitar que la base de Swanley Heath sirviera como cuartel general de todo el equipo operativo.

«Ha sido una buena decisión», pensó Liz. Swanley Heath está a medio camino entre Brancaster al norte y las bases norteamericanas de Marwell, Mildenhall y Lakenheath al sur. Ahora, el equipo operativo se encontraba en el centro de la zona por la que, suponían, se estaba moviendo su objetivo. La base era segura y capaz de acomodar con facilidad a las dos docenas de personas involucradas en la operación y al considerable equipo técnico y de comunicaciones que arrastraban consigo.

A mediodía, tras un caos de actividad y un despliegue masivo de coches patrulla, con sirenas aullando y luces resplandeciendo, todo estaba prácticamente en su lugar. El equipo de quince policías dirigidos por Dunstan -con Don Whitten y Steve Goss presentes- ocupaba una zona dominada por un mapa electrónico de la región, de nueve metros cuadrados, prestado por sus anfitriones del ejército y que mostraba la ubicación de los controles de carretera, los helicópteros y las patrullas de vigilancia. Frente a cada miembro del equipo podía verse todo un surtido de ordenadores portátiles, teléfonos y móviles, la mayoría en funcionamiento constante. Don Whitten también disponía de un cenicero.

Más allá de ellos, aparcados en fila y dispuestos para intervenir, tres Range Rover de la Unidad de Operaciones Especiales de la policía de Norfolk. Sus nueve miembros, todos hombres, permanecían sentados en bancos, enfundados en sus uniformes azul oscuro y sus botas, pasándose una copia del Sun, revisando sus pistolas Glock 17 y fusiles MP-5, o contemplando ociosamente el distante techo del hangar. Desde fuera llegaba a intervalos el distante batido de los rotores de los helicópteros Gazelle y Lynx de la RAF en su pista de aterrizaje.

La estimación oficial, por descarte, era que el objetivo de los dos terroristas sería una de las bases aéreas norteamericanas o la residencia oficial de Sandringham, donde en esos momentos se encontraba la reina, como todas las Navidades. Nadie podía imaginar cómo pensaban superar el cinturón de seguridad que rodeaba esas cuatro instalaciones, pero asumían lo peor respecto al armamento que pudieran llevar encima. No descartaban que poseyeran armas químicas o biológicas, ni una de las llamadas «bombas sucias», aunque entre los restos del bungalow no hubieran encontrado ningún rastro de material radioactivo.

Interesado en aprovechar el máximo tiempo posible a los dos helicópteros Squirrel que debían sobrevolar la zona de búsqueda, Whitten no había querido esperar a que llegasen los especialistas en manejar el equipo de detección térmica. Los helicópteros llegaron desde Norwich, pero de los dos operadores del sistema térmico supuestamente disponibles, uno estaba de permiso y el otro se había roto un tobillo durante su fin de semana libre. Así que la tripulación de los Squirrel se limitaba a dos hombres, el piloto y el operador del reflector. La visibilidad era atroz debido a la lluvia, pero Whitten confiaba en que D'Aubigny y Mansoor seguían confinados en los 180 km2 entre la bahía de Brancaster al norte y Wash al oeste.

Liz no estaba tan segura. Dejando aparte su inclinación hacia el asesinato, la pareja estaba demostrando que sabía ocultarse y moverse en terreno hostil. Estaba claro que D'Aubigny conocía el terreno.

¿Cuál sería su conexión con aquella zona?, se preguntó Liz por enésima vez. ¿Por qué la habrían escogido precisamente a ella? ¿Únicamente por ser británica, o tenía alguna especialidad particularmente útil en aquel terreno? Investigación estaba revisando a todos sus conocidos, pero el silencio de los padres era desesperante. ¿Es que no se daban cuenta que sólo tenían una oportunidad para salvar a su hija, y era atraparla antes de que llegase el momento del atentado?

Al otro lado del hangar vio a Don Whitten señalando en su dirección. Un joven bien vestido, con un abrigo Barbour verde, caminaba hacia la improvisada mesa en que ella tenía su portátil personal.

– Perdone -le dijo-, me han dicho que usted puede ayudarme a encontrar a Bruno Mackay.

– ¿Y usted es?

– Jamie Kersley, capitán del 22.° batallón del SAS -se presentó, tendiéndole la mano.

Ella se la estrechó.

– Lo esperamos de un momento a otro.

– ¿Usted también trabaja para la Firma?

– Me temo que no.

– ¿Para el Apartado de Correos, entonces? -insistió, sonriendo con cautela.

Se refería al Apartado de Correos 500, una de las antiguas direcciones postales del servicio, uno de los muchos apodos del MI5. Tradicionalmente, y Liz era consciente de ello, el ejército mantenía una más que amistosa relación con el MI6. Ignoró la pregunta todo lo cortésmente que pudo.

– ¿Por qué no se sienta, capitán Kersley? Cuando Bruno Mackay regrese, le diré que lo está esperando.

– Eh… gracias. Fuera tengo a dos equipos de cuatro hombres descargando un Puma. Volveré en cuanto estemos instalados.

Ella lo siguió con la mirada mientras se alejaba, y después volvió a concentrarse en su portátil.

«El SAS acaba de llegar -tecleó-, pero el objetivo del SIT sigue siendo desconocido. Seguramente será uno bastante inusual. ¿Hay algo que debiera saber?»

Firmó el mensaje con su clave de identificación y lo codificó antes de enviárselo a Wetherby.

La respuesta tardó menos de un minuto en llegar. Seleccionó el texto y vio que las letras que parecían colocadas al azar desaparecían para ser sustituidas por un texto legible: «De acuerdo con su apreciación. Servicio Especial del Aire presente a solicitud de G. Fane. Sus suposiciones pueden ser tan buenas como las mías.»

Mientras lo leía, los ocho soldados del SAS entraron en el hangar. A pesar de la lluvia, o quizá por ella, marchaban con la cabeza descubierta y estudiada naturalidad. Llevaban trajes de combate negros ignífugos y un amplio surtido de armamento que incluía fusiles y armas de francotirador.

En conjunto disponían de una potencia de fuego infernal. ¿Contra qué o quién pensaban utilizarla exactamente?

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