– Faraj Mansoor -dijo Charles Wetherby, devolviendo las gafas con montura de carey a su bolsillo superior-. ¿Significa algo ese nombre para ti?
Liz asintió.
– Sí, alguien con ese nombre encargó un falso carnet de conducir inglés la semana pasada en un puerto del norte… Bremerhaven, creo. Nuestro contacto alemán nos informó ayer.
– ¿Algún antecedente terrorista?
– Consulté la base de datos. Faraj Mansoor formaba parte de una larga lista que nos envío nuestro enlace paquistaní, con todas las personas que hablaron o contactaron con Dawood al Safa durante su visita a Peshawar a principios de año.
– ¿Al Safa? ¿El cartero del SIT? ¿Ese que mencionó ayer Mackay?
– El mismo. Ese tal Mansoor (y según parece, es un nombre bastante común) está identificado como empleado de una especie de concesionario de coches y taller de reparaciones situado en la carretera de Kabul. Aparentemente, Al Safa se detuvo allí y echó un vistazo a algunos vehículos de segunda mano. Nuestro enlace paquistaní tenía a un par de chicos vigilándolo, y cuando se marchó colaron un agente entre los empleados.
– ¿Y eso es todo?
– Eso es todo.
Wetherby asintió pensativamente.
– La razón por la que te pregunto esto, es que no puedo comprender por qué Geoffrey Fane llamó para decirme que me mantuviera alerta.
– ¿Por Mansoor? -preguntó Liz, sorprendida.
– Por Mansoor. Tuve que decirle que, mientras no tengamos algo más, ni siquiera hay una alerta declarada.
– ¿Y?
– Y eso fue todo. Me dio las gracias y colgó.
Liz permitió que sus ojos vagaran por la pared desnuda, preguntándose por qué Wetherby la hacía acudir a su oficina para mantener una conversación que fácilmente habrían podido tener por teléfono.
– Antes de que te vayas, Liz… ¿todo va bien? Quiero decir, ¿tú estás bien?
Sus miradas se encontraron. Wetherby tenía un rostro que no podrías describir de memoria por mucho que lo intentases. A veces recordarías las cejas, quizás el pelo o sus ojos; incluso, en ocasiones, la irónica asimetría de su nariz y su boca, pero el encaje preciso de sus rasgos siempre se te escapaba. Una sutil ironía parecía impregnar su relación profesional, como si se hubieran encontrado en otra época y sobre una base diferente.
Pero nunca lo habían hecho. Y Liz sabía muy pocas cosas de su vida privada. Existía una esposa con algún problema de salud crónico y un par de chicos que todavía iban al colegio; y la familia vivía en algún lugar cerca del río… -¿Shepperton? ¿Sunbury, quizá?-. Alguno de esos lugares remotos del oeste.
Pero eso era todo. En cuanto a sus gustos, sus intereses o qué coche conducía, ella no tenía ni idea.
– ¿Doy la impresión de no estar bien?
– No, no es eso. Pero sé que el asunto Marzipan no ha sido fácil para ti. Es muy joven, ¿verdad?
– Sí, lo es.
Wetherby asintió.
– También es una de nuestras principales promesas, por eso te lo cedí. Habla con él, pero no digas nada… Por ahora no quiero que nadie se entere de su existencia.
– No creo que Fane lo haya registrado todavía en su radar.
– Mantenlo así. Ese chico es una apuesta a largo plazo, y eso significa no presionarlo pase lo que pase. Concéntrate en mantenerlo bien atado. Si realmente es tan bueno como dices, tarde o temprano obtendremos resultados.
– Mientras usted esté dispuesto a esperar…
– Tanto como haga falta. ¿Sigues creyendo que no irá el año que viene a la universidad?
– Sí. Aunque no sé si ya se lo ha dicho a sus padres.
Wetherby asintió, se levantó y se acercó a la ventana. Contempló el río antes de volverse hacia ella.
– Dime, ¿qué crees que estarías haciendo ahora si no trabajaras aquí?
Liz lo miró con desconcierto.
– Es curioso que me lo pregunte -dijo-. Porque esta misma mañana me estaba preguntando lo mismo.
– ¿Por qué esta mañana precisamente?
– He recibido una carta.
Él esperó. Su silencio tenía una cualidad reflexiva, no forzada, como si ambos tuvieran todo el tiempo del mundo.
Dubitativa al principio, insegura de cuánto podía saber él, Liz comenzó a resumirle algunos aspectos de su vida. Su fluidez la sorprendió incluso a ella misma, como si estuviera recitando una historia aprendida de memoria. Verídica y verificable, pero al mismo tiempo irreal.
Durante más de treinta años, su padre había sido administrador de la propiedad Bowerbridge, en el valle del río Nadder, cerca de Salisbury. Su esposa y él vivían en la casa del guarda de la propiedad, y Liz había crecido allí. Pero ya hacía cinco años que Jack Carlyle muriera y, poco después, el propietario de Bowerbridge vendió la propiedad. Los bosques y bosquecillos que comprendían las instalaciones deportivas de la propiedad fueron comprados por un granjero local, y la mansión principal, con sus jardines al aire libre, invernaderos y jardines amurallados, los adquirió el propietario de una cadena de centros de jardinería.
El propietario vendedor, un hombre generoso, sólo accedió a la venta con la condición de que la viuda de su antiguo administrador pudiera seguir ocupando la casa del guarda durante el resto de sus días, incluido un derecho preferente de compra. Con Liz trabajando en Londres, su madre había vivido sola en la casa octogonal, y cuando el nuevo propietario convirtió Bowerbridge y sus jardines en un criadero especializado, no le fue difícil conseguir en él un trabajo a tiempo parcial.
Como Susan Carlyle conocía y amaba la propiedad, el trabajo no pudo sentarle mejor. En un año ya trabajaba a tiempo completo para el criadero, y dieciocho meses después estaba dirigiéndolo. Cuando Liz pasaba con ella los fines de semana, ambas daban largos paseos por las avenidas pavimentadas con piedras y las herbosas alamedas, mientras su madre le explicaba con entusiasmo los planes que tenía para el criadero. Al pasar frente a las lilas, hilera tras hilera de crema y púrpura, el aire pesado con su aroma, solía murmurar sus nombres como una letanía: Masséna, Decaisne, Belle de Nancy, Pérsica, Congo… También había hectáreas de camelias blancas y rojas, rododendros -amarillos, malvas, escarlatas, rosas- y orquídeas de fragantes magnolias. En pleno verano, cada rincón albergaba una revelación nueva y sorprendente.
En otras épocas, cuando la lluvia azotaba las ventanas y la fragancia de las plantas se alzaba a su alrededor, paseaban por los senderos de los invernaderos eduardianos, y Susan le explicaba las diversas técnicas de sembrado mientras las hileras de esquejes y semilleros se extendían ante ellas en una perspectiva infinita.
Su esperanza, eso siempre quedaba meridianamente claro, era que en un futuro no muy distante, Liz decidiera abandonar Londres y trabajar con ella en la administración del criadero. De esa forma, madre e hija vivirían en afectuosa compañía en la casita del guarda y, con el paso del tiempo, el «hombre adecuado», el imaginado Lancelot terminaría apareciendo.
Liz no era completamente refractaria a esa idea. El sueño de volver a casa y despertar en su dormitorio -el mismo en que dormía de niña-, de pasar sus días rodeada por los suaves ladrillos y el follaje de Bowerbridge, le resultaba bastante seductor. Y no tenía ninguna objeción contra los guapos caballeros de brillantes armaduras. Pero, en realidad, sabía que ganarse la vida en el campo era un trabajo duro, monótono y que conllevaba horizontes bastante limitados. Sus gustos, amistades y opiniones eran urbanas y no creía poseer el metabolismo necesario para vivir en el campo a tiempo completo. Aquella lluvia, aquellas mujeres marimandonas con su patético esnobismo y sus ostentosos todoterrenos, aquellos periódicos locales llenos de noticias que no eran realmente noticias y de anuncios de maquinaria agrícola… Por mucho que quisiera a su madre, no tenía la paciencia necesaria para soportar aquello toda su vida.
Y aquella mañana le había llegado una carta. Por ella supo que Susan Carlyle había decidido comprar, que iba a invertir sus ahorros -más el dinero ganado con el criadero y el del seguro de vida de su marido- en la casita de Bowerbridge.
– ¿Cree que la está presionando para que vaya a vivir con ella? -preguntó Wetherby tranquilamente.
– Sí… a cierto nivel -reconoció Liz-. Y al mismo tiempo es una decisión muy generosa. Quiero decir, puede vivir allí gratis el resto de su vida, así que lo hace pensando en mí. El problema es que creo que espera… -se encogió de hombros- un gesto similar por mi parte. Y no puedo pensar en esos términos. Ahora no.
– Siempre hay algo en el lugar donde uno crece que te impide volver a él -dijo Wetherby-. Al menos, hasta que has cambiado y eres capaz de verlo con otros ojos. Y a veces ni siquiera entonces.
Un gorgoteo sacudió el radiador situado tras la mesa del hombre y en el aire se elevó el olor del polvo recalentado. Más allá de las ventanas, el contorno de la ciudad se diluía contra el cielo invernal.
– Lo siento -se disculpó Liz-. No quería importunarlo con mis problemas.
– No me ha importunado, ni mucho menos. -Su mirada, teñida de melancolía, jugó con la suya-. Sabe que aquí es tan valiosa como apreciada.
Ella se quedó inmóvil unos segundos, consciente de todo lo que no se habían dicho. Luego se levantó apresuradamente.
– A: te han ascendido -tanteó Dave Armstrong un par de minutos después, cuando Liz regresó a su despacho-; B: te han despedido; C: a pesar de la desaprobación de tus superiores, estás dispuesta a publicar tus memorias; D: nada de todo lo anterior.
– En realidad, voy a desertar a Corea del Norte. Piongian está preciosa en esta época del año. -Hizo girar su silla pensativamente-. ¿Has hablado alguna vez con Wetherby de algo que no sea trabajo?
– No creo -admitió Dave sin dejar de aporrear su teclado-. Una vez me preguntó por el resultado de un partido de fútbol. Creo que eso es lo más personal que he hablado nunca con él. ¿Por qué?
– Por nada. Pero Wetherby es una especie de figura misteriosa incluso para un lugar como éste, ¿no?
– ¿Crees que quizá debería ir a Gran Hermano VIP como parte de su nueva responsabilidad?
– Ya sabes a lo que me refiero.
– Supongo. -Frunció el ceño ante la pantalla-. ¿Significan algo para ti las palabras «Miladun Nabi»?
– Sí. Miladun Nabi es el nacimiento del Profeta. Creo que suele celebrarse a finales de mayo.
– Felicidades.
Ella dirigió su atención al parpadeo de su teléfono fijo: tenía un mensaje. Para su sorpresa, era una invitación a comer de Bruno Mackay.
«Sé que te dejo muy poco tiempo para decidir -decía con voz lánguida-, y seguro que ya estás comprometida, pero hay algo que me gustaría… comentar contigo si estuvieses disponible.»
Sacudió la cabeza incrédula. Era muy propio del Seis sugerir que el día -y los asuntos relacionados con el contraterrorismo- era una larga e ininterrumpida fiesta… ¿Comentar? Ella nunca comentaba nada. Se angustiaba. Y solía hacerlo sola.
Pero ¿por qué no? Como mínimo sería una buena oportunidad para estudiar a Mackay de cerca. A pesar del teórico espíritu de cooperación, el Cinco y el Seis nunca serían buenos compañeros de cama. Cuanto más conocía a la oposición, menos predispuesta se sentía a compartir estrategias con ella.
Llamó al número que Mackay había dejado en su mensaje, y él descolgó al primer tono.
– ¡Liz! -exclamó antes de que ella abriera la boca siquiera-. Dime que puedes venir.
– Está bien.
– ¡Fantástico! Pasaré por ahí y te recogeré.
– No te preocupes, puedo…
– ¿Puedes estar en tu extremo del puente Lambeth a las doce cuarenta y cinco? Nos encontraremos allí.
– De acuerdo.
Y colgó. Aquello podía ser muy interesante, pero tendría que ir de puntillas. Apartando la pantalla del ordenador, se concentró en Faraj Mansoor. La ansiedad de Fane, supuso, provenía de la falta de confirmación sobre si el comprador del falso carnet de conducir en Bremerhaven era la misma persona con la que contactase Al Safa en Peshawar. En aquel momento, lo más probable es que ya tuviera a alguien en Pakistán investigando el taller de reparaciones. Si resultaba que eran dos personas distintas, y todavía había un Faraj Mansoor revisando coches en la carretera de Kabul, la pelota estaría directamente en el tejado del Cinco.
Las posibilidades se decantaban por que fueran dos personas distintas, y que el Mansoor de Bremerhaven resultase un emigrante que había pagado su pasaje a Europa -una odisea infernal metido en un contenedor- y ahora intentaba cruzar el Canal. Era muy probable que tuviera un primo en alguna ciudad británica que le guardaba un trabajo de taxista. De ser así, aquel asunto pertenecería a Inmigración, no a Inteligencia, así que lo archivó en el fondo de su mente.
A las 12.30 tenía un curioso sentimiento de anticipación. Por suerte -o quizá no- estaba vestida de forma conveniente. Con toda su ropa de trabajo metida en la lavadora o languideciendo en la secadora, se había visto obligada a recuperar el vestido de Ronit Zilkha que comprara para asistir a una boda. Le había costado una fortuna pese a estar rebajado, y parecía completamente inadecuado para una reunión de trabajo. Y de guinda, los únicos zapatos que conjuntaban con el vestido tenían remates de seda. La reacción de Wetherby ante su aspecto fue un movimiento de ceja casi imperceptible, pero no hizo ningún comentario al respecto.
A la una menos veinte recibió una llamada que, sospechaba, llevaba rebotando por todo el edificio de un departamento a otro. Un grupo de supuestos fotógrafos de aviones había sido interceptado por la policía en una zona adyacente a la base norteamericana de Lakenheath, y la seguridad de la RAF pedía que se les investigara antes de dejarlos en libertad. Liz tardó unos minutos en pasarle la pelota a la sección de Investigación, pero al final lo consiguió y abandonó el despacho con el vestido de fiesta cubierto por su abrigo.
Descubrió que, en diciembre, el puente Lambeth no era un buen punto de encuentro. Tras una mañana soleada, el cielo se había oscurecido y un incómodo viento del este soplaba a lo largo del río, alborotándole el pelo y provocando que toda clase de basura se arremolinase alrededor de sus zapatos de seda. Además, el puente era una zona donde estaba prohibido detenerse.
Llevaba esperando cinco minutos con los ojos llorosos cuando un BMW plateado frenó abruptamente junto al bordillo y se abrió la puerta del pasajero. Subió presurosa bajo el clamor de las bocinas de los coches que lo seguían, y Mackay, que llevaba gafas de sol, arrancó de inmediato. Dentro del coche sonaba la música de un CD, y los sonidos de la tabla, el sitar y otros instrumentos más o menos exóticos llenaban el lujoso interior del BMW.
– Fateh Nustar Ali Kan -aclaró Mackay mientras giraban en la glorieta del Millbank-. Es toda una estrella en el subcontinente. ¿Lo conoces?
Liz negó con la cabeza mientras intentaba convertir con los dedos su alborotado peinado en algo más presentable. Sonrió para sí misma. El hombre era demasiado bueno para ser verdad, un espécimen perfecto de la mezcla de genes de Vauxhall Cross. Estaban cruzando el puente cuando la música llegó a su clímax; al incorporarse al lento tráfico de Albert Embankment, los altavoces callaron por fin. Mackay se quitó las gafas de sol.
– Bien, ¿cómo estás, Liz?
– Estoy… bien, muchas gracias -respondió ella.
– Bien.
Ella lo miró de reojo. Llevaba una camisa azul pálido abierta con los puños arremangados, mostrando parte de su musculoso y bronceado antebrazo. El reloj, que parecía pesar por lo menos medio kilo, era un Breitling Navitimer. Y también podía verse parte de un tatuaje, un hipocampo.
– ¿A qué debo el honor? -preguntó ella.
– Trabajamos en agencias opuestas -dijo él encogiéndose de hombros-. Pero aun así creí que podríamos compartir una comida y una copa de vino, y comparar notas.
– Me temo que no suelo beber en las comidas -cortó Liz, e inmediatamente lamentó el tono. Había dado la impresión de estar enfadada y a la defensiva, y no tenía razón para suponer que Mackay intentaba ser otra cosa que amistoso.
– Perdona por la premura -se disculpó Mackay.
– No importa. No soy exactamente una dama que dé mucha importancia a la comida, salvo un sándwich en Thames House y una hornada de informes de vigilancia sobre mi mesa de despacho.
– No me lo tomes a mal, pero la verdad es que sí pareces alguien que le da importancia a la comida -apuntó Mackay, echándole otra mirada de soslayo.
– Lo tomaré como un cumplido. De hecho, voy vestida así porque esta noche tengo una cita.
– Ah. ¿Vas a supervisar a un agente en una tienda Harvey Nichols?
Ella sonrió y miró al frente. La vasta e intimidante masa del edificio del MI6 se alzaba sobre ellos. Mackay tomó una de las circunvalaciones de dirección única de Vauxhall, y dos minutos después daban la vuelta en un estrecho callejón sin salida de South Lambeth Road. Mackay se detuvo frente a la entrada de un pequeño taller de neumáticos, bajó, rodeó el coche y abrió la puerta de Liz.
– No puedes dejarlo aquí-advirtió Liz.
– Tengo un pequeño acuerdo -explicó Mackay, saludando con la mano a un hombre enfundado en un mono manchado de aceite-. En metálico, así que no puedo pasarlo como gasto de trabajo, pero me vigilan el coche. ¿Tienes mucha hambre?
– Podría decirse que sí -reconoció Liz.
– Excelente. -Mackay se bajó las mangas de la camisa y abrochó sus puños, antes de coger una corbata color índigo y una chaqueta azul oscuro del asiento posterior. Liz se preguntó si se habría quitado la chaqueta únicamente para conducir, para que ella no pensase que era demasiado formal.
Cerró el coche con un rápido pitido de su mando a distancia.
– ¿Crees que esos zapatos resistirán un paseo de doscientos metros? -preguntó.
– Con un poco de suerte…
Giraron hacia el río y, tras atravesar un paso subterráneo, llegaron a una nueva ampliación del extremo sur del puente Vauxhall. Mackay saludó al personal de seguridad y guio a Liz por el atrio hasta un atractivo y repleto restaurante. Los manteles eran de lino blanco, los cubiertos y las copas brillaban intensamente, y el oscuro panorama del Támesis quedaba enmarcado por una cristalera con cortinas. Cuando entraron, el rumor amortiguado de la conversación descendió por un segundo. Liz dejó su abrigo en el vestidor y siguió a Mackay hasta una mesa que daba al río.
– Todo es precioso e inesperado -comentó sinceramente-. Gracias por la invitación.
– Gracias por aceptar.
– Supongo que parte de esta gente es de los tuyos.
– Uno o dos. Y cuando has entrado en el comedor, has reforzado mi posición un ciento por ciento. Habrás notado que estamos siendo espiados discretamente.
– Sí, lo he notado. -Sonrió-. Deberías enviar a tus colegas río abajo para una de nuestras rondas de vigilancia.
Estudiaron la carta. Inclinándose hacia delante, Mackay le aseguró a Liz que podía predecir lo que ella iba a pedir. Sacó un bolígrafo del bolsillo, se lo ofreció y le sugirió que marcase lo que había elegido.
Manteniendo el menú bajo la mesa para que su acompañante no pudiera verla, Liz marcó una ensalada de pechuga de pato ahumada. Era un entrante, pero ella escribió al lado: «como plato principal».
– Bien, ahora pliega el menú y guárdatelo en el bolsillo -pidió Mackay.
Ella lo hizo. Estaba segura de que no había podido ver lo que escribía.
Cuando acudió el camarero, Mackay pidió un filete de venado y una copa de vino italiano Barolo.
– Y para mi colega, una ensalada de pechuga de pato ahumada -añadió con una sonrisa, señalando a Liz con la cabeza-. Como plato principal.
– Muy listo -admitió ella, frunciendo el ceño-. ¿Cómo lo has sabido?
– Top secret. Bebe un poco de vino.
– No, gracias. -Le apetecía, pero creyó que debía permanecer fiel a su comentario anterior en el coche.
– Sólo un copa. Para que no tenga que beber solo.
– Está bien, pero sólo una. Ahora dime cómo…
– No tienes la acreditación de seguridad adecuada.
Liz miró alrededor. Nadie había podido ver su nota, y tampoco encontró superficies reflectantes que ayudaran a Mackay.
– Muy divertido. Explícamelo.
– Como ya he dicho…
– Cuéntamelo de una vez -cortó ella, sintiendo que la irritación empezaba a dominarla.
– Vale, vale, te lo contaré. Hemos desarrollado unas lentes de contacto que permiten ver a través del papel de los documentos, y ahora mismo llevo puesto un juego.
Ella entrecerró los ojos. A pesar de su determinación de mantener la objetividad y aceptar la invitación a comer como una muestra de reconocimiento, empezaba a sentirse bastante irritada.
– ¿Y sabes lo mejor? -prosiguió Mackay, bajando la voz hasta convertirla en un susurro-. También funcionan con la ropa.
Antes de que Liz pudiera responder, una sombra cayó sobre la mesa y ella levantó la mirada para encontrarse con Geoffrey Fane de pie a su lado.
– Elizabeth. Es un placer verla a este lado del río. Espero que Bruno la esté tratando como se merece.
– Por supuesto -respondió ella. Los evidentes esfuerzos de Fane por parecer amistoso tenían un tinte bastante siniestro.
– Por favor, salude de mi parte a Charles Wetherby. -E hizo una pequeña inclinación de la cabeza-. Como sabe, o debería saber, tenemos a su departamento en la más alta estima.
– De su parte. Gracias.
En ese momento llegó la comida. Mientras Fane se disponía a marcharse, Liz desvió los ojos hacia Mackay a tiempo de captar una fugaz mirada de complicidad -o la sombra de una mirada- entre los dos hombres. ¿A qué venía todo aquello? Seguro que no era porque estuviera comiendo con una hembra de su especie. ¿Sería parte de un juego privado? Fane no había parecido muy sorprendido al verla.
– Dime, ¿cómo sienta eso de volver a casa? -preguntó por fin.
– Muy bien -respondió Mackay, mesándose sus cabellos aclarados por el sol-. Islamabad es fascinante pero muy dura. Oficialmente no formaba parte del cuerpo diplomático, y aunque eso significa que podía trabajar con mucha más libertad como supervisor de agentes, también resultaba mucho más estresante.
– ¿Vivías fuera de la base?
– Sí, en un suburbio. De forma oficial era empleado de uno de los bancos que hay en la zona, así que cada día me ponía un traje y recorría el circuito social de las tardes. Después, normalmente, me pasaba la noche recibiendo informes de los agentes o codificando mis propios informes para Londres. Así que, por muy fascinante que fuera estar en el centro del juego, también resultaba agotador.
– ¿Qué te atrajo de nuestro negocio para meterte en él?
Una sonrisa desbarató la esculpida curva de su boca.
– Probablemente lo mismo que a ti. La oportunidad de practicar el arte del engaño que era natural en mí.
– ¿Ah, sí? Quiero decir, ¿es algo natural?
– Dicen que empecé a mentir ya de muy pequeño. Y nunca aprobé los exámenes sin chuletas. La noche anterior escribía un resumen del temario con un bolígrafo de punta superfina en ese papel de cartas especial para correo aéreo, y después lo enrollaba dentro del tubo del bolígrafo.
– ¿Así entraste en el Seis?
– No. Por desgracia no fue así. Creo que simplemente me echaron un vistazo, decidieron que yo era el tipo de manipulador adecuado para sus intereses y me aceptaron.
– ¿Qué razón diste para aceptar el trabajo?
– Patriotismo. Me pareció la respuesta adecuada en aquel momento.
– ¿Y cuál era la verdadera?
– Bueno, ya sabes lo que se dice: el patriotismo es el último refugio de los canallas. La verdad, por supuesto, es que fue por las mujeres. Ah, todas esas glamurosas secretarias de Asuntos Exteriores… Siempre he tenido complejo de Moneypenny.
– No veo muchas Moneypennys por aquí.
Los ojos grises destellaron divertidos mientras echaba un vistazo general al comedor.
– Vaya, parece que me equivoqué, ¿verdad? Bueno, tal como llegan se van. ¿Y tú?
– Me temo que nunca he tenido complejo de agente secreto. Fui una de las primeras que respondieron al anuncio de «Esperando a Godot».
– ¿Como el charlatán de Shayler?
– Exactamente.
– ¿Te quedarás en el MI5 para siempre? ¿Hasta que tengas cincuenta y cinco o sesenta años, o cualquiera que sea la edad de jubilación en tu departamento, o presentarás la dimisión para ir a Lynx, Kroll o una de esas consultorías privadas de seguridad? ¿O renunciarás al honor y la gloria para tener hijos con un banquero?
– ¿No tengo más opciones? Es una lista deprimente.
El camarero se acercó y, antes de que Liz pudiera protestar, Mackay señaló las copas de vino vacías. Liz se aprovechó de la breve pausa para volver a intentar controlar la situación. Bruno Mackay estaba flirteando descaradamente, pero no se podía negar que era una buena compañía. Se lo estaba pasando muy bien.
– No creo que me sea fácil dejar el servicio -explicó ella precavidamente-. Ha sido todo mi mundo desde hace diez años.
Y era verdad. Respondió al anuncio durante su último año de universidad y se unió al departamento en la primavera siguiente. Sus tres primeros años, interrumpidos por algunos intervalos para realizar cursillos de entrenamiento, los pasó como aprendiza en Irlanda tras una mesa. El trabajo en sí -estudiar informes, reunir información, preparar evaluaciones- era monótono y muchas veces estresante. Después la trasladaron a Contraespionaje, y tras tres años más -¿o fueron cuatro?- se produjo un inesperado traslado a Liverpool, a la fuerza de policía de Merseyside, seguido de una transferencia a la sección contra el crimen organizado de Thames House. Allí tuvo un trabajo constante, y su jefe de sección, un severo policía llamado Donaldson, dejó suficientemente claro que le disgustaba trabajar con mujeres. Cuando la sección dio finalmente un gran paso adelante -paso del que Liz fue en gran parte responsable-, las cosas empezaron a tener mejor color. Fue trasladada a Contraterrorismo y descubrió que Wetherby había estado vigilando sus progresos desde hacía bastante tiempo. «Comprendería que estuviera harta de todo esto -le dijo con una sonrisa melancólica-. Si prefiere contemplar el mundo exterior y ver qué recompensas puede proporcionarle a alguien con sus aptitudes, y la libertad y la sociabilidad que implican…» Pero por entonces ya estaba seguro de que ella no se iría a ninguna parte.
– Seguiré mientras me quieran -le confió a Mackay-. No puedo abandonar.
– ¿Sabes lo que pienso? -respondió él. Su mano avanzó a través de la mesa y cubrió una de las suyas-. Creo que somos exiliados de nuestro propio pasado.
Liz miró la mano de Mackay -y el enorme reloj Breiding de su muñeca- y retiró la suya al cabo de un momento. El gesto, como todo lo relacionado con él, había sido amable, despreocupado, y no dejó rastro de incomodidad o duda. ¿Realmente significaban algo sus palabras? Tenían un tono gastado. ¿A cuántas mujeres les habría dicho exactamente lo mismo y en idéntico tono?
– ¿También se te puede aplicar lo mismo? ¿De qué pasado estás exiliado?
– De ninguno terriblemente especial -repuso él-. Mis padres se divorciaron cuando era muy pequeño, y crecí yendo y viniendo de la casa de mi padre en Test Valley a la de mi madre en el sur de Francia.
– ¿Todavía viven los dos?
– Eso me temo. Y tienen una espantosa buena salud.
– ¿Y te uniste al servicio al salir de la universidad?
– No. Estudié árabe en Cambridge y llegué a la City como analista de Oriente Próximo para un banco de inversiones. Al mismo tiempo, jugué un poco a ser militar en la HCA.
– ¿La qué?
– La Honorable Compañía de Artillería. Aprendí a manejar explosivos en las llanuras de Salisbury. Muy divertido. Pero el banco perdió su atractivo tras un tiempo, así que me presenté al examen de admisión en Asuntos Exteriores. ¿Quieres un poco de pudín?
– No, no quiero pudín, gracias. Y tampoco quiero esa segunda copa de vino. Debería ir pensando en volver a cruzar el río.
– Seguro que a nuestros respectivos jefes no les importará que trabajemos un poco la… la coordinación entre servicios -protestó Mackay-. Al menos, tómate un café.
Ella aceptó el café y él lo pidió al camarero.
– Ahora, dime, ¿cómo sabías lo que escribí en el menú? preguntó Liz cuando trajeron los cafés.
– No lo sabía -respondió riendo-. Pero todas las mujeres con las que he comido aquí han pedido lo mismo.
Liz se lo quedó mirando con ironía.
– ¿Tan predecibles somos?
– La verdad es que sólo he estado una vez, y fue con media docena de personas más. Tres de ellas eran mujeres y todas pidieron lo mismo que tú. Fin de la historia.
Ella lo miró a los ojos y suspiró.
– ¿Qué edad dijiste que tenías cuando empezaste a mentir?
– No puedo ganar, ¿verdad?
– Probablemente no -admitió Liz, y se bebió su espresso de un solo trago-. Pero no es asunto mío con quién comes.
Él la miró con una media sonrisa.
– Podría serlo.
– Tengo que irme.
– ¿Y si nos tomamos un brandy, un calvados o lo que a ti te apetezca? Ahí fuera hace frío.
– No, gracias. Me voy.
Mackay alzó las manos en gesto de rendición y llamó al camarero.
En el exterior, el cielo era de un color acerado. El viento les alborotó el pelo y la ropa.
– Ha sido divertido -dijo él, cogiéndole las manos.
– Sí -coincidió ella, recuperándolas-. Nos veremos el lunes.
Mackay asintió, manteniendo su perenne media sonrisa. Para alivio de Liz, alguien estaba bajando de un taxi.