Pisadas. No le importaban, no eran su problema. Empezó a dormirse otra vez, pero oyó una voz lejana mencionar su nombre. Después, más pisadas.
Liz abrió los ojos a regañadientes. No podía recordar dónde se encontraba, pero, por la luz que se filtraba a través de las delgadas cortinas, dedujo que era casi mediodía. Parpadeó intentando aclararse la visión. El cuarto era espacioso, con paredes pintadas de azul celeste. Entre su cama y la ventana había varios aparatos de acero inoxidable y una bombona de oxígeno sobre un carrito. Tenía un tubo de plástico metido en la nariz, varias almohadas junto a ella, y la mitad superior de su colchón estaba elevado unos cómodos treinta grados sobre la horizontal. En el exterior podía oír -¡sí, podía oír!- el distante zumbido de unos motores de avión.
La niebla de los sedantes se iba desvaneciendo poco a poco. Todo había terminado, Faraj Mansoor y Jean d'Aubigny estaban muertos. Y seguro que ella había perdido para siempre parte de los acontecimientos del día anterior. El estallido de la bomba y la consiguiente onda expansiva se aseguraron de ello. Pero algo sí recordaba con toda claridad, y eso le producía una oscura gratificación: tras presenciar la muerte de Mansoor, se negó a que Bruno Mackay la ayudara a llegar hasta los servicios de urgencias. Logró recorrer por sí sola la mitad de la distancia hasta que cayó de rodillas, y fue un médico de las fuerzas aéreas quien acudió hasta ella con una camilla. Recordó el pinchazo de la aguja en su brazo, las sirenas y las luces azules. Después, el despegue del helicóptero, el hipnótico tamborileo de su rotor y el débil crepitar de la radio del aparato. Después, nada.
Se extrajo el tubo de la nariz. Le dolía la cabeza y en la boca conservaba un espeso regusto a rancio. La temperatura era ambiente y, a pesar de llevar una bata blanca de hospital, de esas que se anudan por detrás, no sentía frío ni calor.
La puerta se abrió y entró una joven rubia con pantalones militares y una camiseta de las fuerzas aéreas norteamericanas.
– ¡Hola! ¿Cómo se encuentra esta mañana?
– … Bien, supongo. -Liz volvió a parpadear, intentando erguirse-. ¿Dónde estoy?
– En Marwell, en el hospital de la base. Soy la doctora Beth Wildor. -Parecía enérgica y tenía unos dientes deslumbrantes.
– Oh… De acuerdo, ¿puedo levantarme?
– ¿Me permite que le haga un reconocimiento rápido?
– Claro.
Durante los siguientes diez minutos, la doctora Wildor le repasó ojos y oídos, comprobó su audición, le tomó la presión y realizó una batería de pruebas, anotando los resultados en una tablilla.
– Tiene un singular poder de recuperación, señorita Carlyle. Anoche, cuando la trajeron, no tenía muy buen aspecto.
– Me temo que no recuerdo mucho de lo que pasó anoche.
– Es por el trauma de la explosión. Probablemente nunca recuperará algunos recuerdos, pero en este caso quizá no sea algo negativo.
– ¿Murió alguien?
– ¿Aparte de los terroristas, quiere decir? No. Tenemos heridos, pero ninguna baja definitiva.
– Gracias a Dios.
– Exactamente. Usted es policía, ¿verdad?
– Ministerio del Interior. ¿Puedo levantarme ya?
– Creo que debería tomárselo con calma. ¿Por qué no recibe a su visita? Ya hablaremos cuando acabe mi ronda.
– ¿Tengo una visita?
– Sí, por supuesto -dijo con una sonrisa de complicidad que dejó al descubierto todos sus dientes-. Y parece muy preocupado por usted.
– Si se llama Mackay, no tengo ganas de hablar con él.
– Creo que no es ése el nombre que me dio. Era… -echó un vistazo a la tablilla- un tal Wetherby.
– ¿Wetherby? -Sintió una inexplicable sensación de sorpresa-. ¿Está aquí?
– Está esperando en la puerta. -Dirigió a Liz una mirada de complicidad-. ¿Le digo que es bienvenido?
– Muy bienvenido -respondió Liz, intentando sin éxito borrar la sonrisa de su rostro.
– Está bien. ¿Quiere que le dé un par de minutos para refrescarse un poco?
– Quizá debería.
– Le daré cinco.
Cuando la doctora Wildor salió del cuarto, Liz bajó los pies al suelo y caminó lentamente hasta el cuarto de baño. Se sentía algo mareada y quedó sorprendida ante el rostro que la miró desde el espejo. Parecía cansado y llevaba una máscara oscura alrededor de los ojos como consecuencia de la explosión. Hizo lo que pudo con el contenido envasado al vacío de un pequeño neceser que encontró junto a la cama, y sintiéndose ligeramente absurda y tramposa, adoptó en la cama una postura lo más decorosa posible.
Wetherby traía un ramo de flores. Ella nunca se habría imaginado algo así, pero allí estaba, con un ramillete de flores semitropicales.
– ¿Puedo… hum, puedo dejar esto en algún lado? -preguntó, mientras miraba ceñudo alrededor.
– En el lavabo, quizá. Son preciosas, gracias.
– ¿Cómo se siente? -se interesó, dándole la espalda desde el cuarto de baño.
– Mejor de lo que parezco.
Él regresó y se sentó, algo tenso, en una esquina de la cama.
– Pues parece… En fin, me alegro de que no fuera peor.
De repente, Liz se dio cuenta que ir de visita a un hospital era algo habitual en la vida de Wetherby, y se sintió un poco incómoda por parecer una heroína trágica cuando en realidad no parecía tener nada grave.
– Me han dicho que no hemos sufrido ninguna baja…
– El comisario Whitten está en la habitación de al lado. Fue alcanzado por metralla (creen que procedente de la caja metálica donde transportaban la bomba) y ha perdido un poco de sangre. Un par de soldados tienen cortes diversos, algunos graves, y por último tenemos media docena de afectados por la onda expansiva de la explosión, como usted. Pero afortunadamente no ha habido muertes. Algo que, en gran parte, se lo debemos a usted.
– Bueno, no nos hemos quedado cortos de cadáveres en este asunto. Usted sabía lo de Mansoor, ¿verdad? Usted sabía quién era realmente…
Él la miró y enarcó una ceja.
– ¿Le apetece desayunar mientras hablamos?
– Mucho.
– Pediré que traigan algo. ¿Qué prefiere?
– Prefiero vestirme e ir al comedor, la cantina o como lo llamen. Odio comer en la cama.
– ¿Puede levantarse? No me gustaría hacer enfadar a esa doctora de la dentadura de anuncio.
– Nos arriesgaremos.
Liz sonrió, consciente de lo extraño del protocolo que impedía que utilizasen los nombres propios de cada uno. Impulsada por una repentina efervescencia, bajó de la cama y giró sobre sí misma buscando su ropa.
Wetherby miró al suelo con irónica caballerosidad, y se encaminó hacia la puerta.
Ella lo miró extrañada, hasta que recordó que su bata estaba prácticamente abierta por la espalda y entonces soltó una risita maliciosa. Quizá no estaba recuperada del todo.
No pudo encontrar su ropa, pero en un pequeño armarito junto a la cama, alguien había dejado un conjunto de ropa interior nueva, botas militares de entrenamiento, una camiseta con la leyenda Go Warthogs!, y una sudadera gris con cremallera. Así vestida, abrió la puerta.
– Sígame -le dijo Wetherby-. A propósito, un conjunto encantador.
Salieron al exterior del hospital y al intenso frío. En la distancia, destellando bajo un manto de nubes negras, podía verse una escuadrilla de Thunderbolts con sus ametralladoras listas.
– Lo arrasan todo y lo llaman paz.
– ¿De quién es? -preguntó Liz.
– De Tácito. Se refería al Imperio romano.
– Supongo que no ha dormido en toda la noche siguiendo los acontecimientos…
– Cuando llamó para decirme que iban a West Ford en helicóptero, yo estaba en una reunión COBRA. Cinco minutos después, la policía informó que una explosión había causado una docena de heridos o muertos; y casi de inmediato llegó otro informe de un tiroteo por parte del SAS. Como puede imaginar, en Downing Street estaban con los nervios de punta. Cuando llegué aquí, Jim Dunstan me puso al corriente de algunos hechos, incluido el que uno de mis agentes había caído. -Sonrió secamente-. Por supuesto, el primer ministro estaba muy preocupado por usted. Insistió en que la incluiría en sus plegarias.
– Seguro que eso me ha salvado. Apenas me enteré de nada de lo que pasó, así que dígame, ¿tuvieron tiempo de evacuar a la familia Delves? Uno de los hombres que iban en mi helicóptero intentó llamarlos por teléfono para que salieran de allí en estampida, pero comunicaban constantemente y no lo consiguió.
Wetherby asintió.
– La evacuación fue de lo primero que se encargó Dunstan, sobre todo teniendo en cuenta que la mayoría de las fuerzas locales estaban desplegadas a veinte kilómetros de allí protegiendo esta base, Marwell. Pero logró contactar con el personal de seguridad que protegía a los Delves, y ellos evacuaron la casa y el pub vecino.
– ¿Adonde llevaron a todo el mundo?
– Creo que a la iglesia, que se encuentra al otro lado del pueblo.
– Entretanto, todos aterrizamos junto al campo de criquet. Y allí estaba Jean d'Aubigny. La recuerdo caminando hacia mí. ¿Qué pasó? ¿Por qué se alejaba de su objetivo?
– No lo sabemos, pero creemos que cambió de idea. Llevaba la bomba encima y el transmisor lo tenía Mansoor. Suponemos que fue él quien la detonó. Según me han explicado, tras la explosión se produjo un caos total. Uno de los helicópteros que buscaba a Mansoor informó de rastros de calor en el Pabellón. Uno de los equipos SAS fue hasta allí para investigar y… -Su sonrisa se volvió amarga-. Bueno, me han informado que usted presenció todo lo demás.
– Oh, sí. Y lo contaré todo en mi informe, no tema.
– Estoy deseando leerlo.
La cocina de campaña era inmensa, un resplandeciente mar de máquinas expendedoras y manteles recién lavados que se extendía a lo largo de muchos metros cuadrados. A esas horas, el lugar estaba muy poco concurrido -una docena de personas, quizá, la mayoría con ropa de deporte-, y ellos dos eran los únicos ante la caja del autoservicio. Liz pidió café, zumo de naranja y unas tostadas; Wetherby se contentó con el café.
– Me ha preguntado si sabía quién era realmente Faraj Mansoor -dijo él, retomando la conversación.
– Exacto.
– La respuesta es sí. Geoffrey Fane me lo contó todo esta mañana temprano. He venido hasta aquí en el mismo helicóptero que él.
– ¿Y dónde está Fane ahora?
– Supongo que recibiendo el informe de Mackay mientras vuelven a casa.
Liz contempló incrédula la vasta cantina.
– Cabrones. Nos mantuvieron deliberadamente a oscuras, viendo cómo luchábamos contra el tiempo, viendo cómo moría gente.
– Eso parece -aceptó Wetherby-. ¿Cómo lo descubrió?
– Por el comportamiento de Mackay anoche. Cuando Mansoor salió del Pabellón con las manos en alto (y recuerde que estuvimos persiguiendo a ese hombre día y noche durante una semana), Mackay apenas lo miró. Es más, mantuvo la cabeza vuelta como si no quisiera verlo.
– Siga.
– Lo conocía. Se conocían. Es la única explicación posible.
Wetherby desvió los ojos hacia la máquina expendedora de Coca-Cola antes de hablar.
– Faraj Mansoor fue agente del MI6, al igual que su padre antes que él. Y por lo que sé, un agente de primera. Valiente y serio.
– ¿Y Mackay era su supervisor?
– Lo heredó. Mackay llegó a Islamabad en el momento de la intervención norteamericana en Afganistán. Leyendo entre líneas creo que, por la razón que sea, presionó demasiado a Mansoor. Éste le dijo que lo dejaba, que lo vigilaban muy de cerca, e insistió en que cesasen todos los contactos hasta que él les avisara de lo contrario.
– ¿Y Mackay aceptó?
– No tenía elección. Mansoor era el mejor hombre del Seis en ese teatro de operaciones, tenían que mantenerlo feliz.
– Y entonces la aviación norteamericana mató a su familia…
– Exacto. Accidente trágico o incompetencia letal, depende del punto de vista, pero el caso es que Mansoor creyó que era una venganza contra él, un castigo por cortar el contacto con Mackay. Así que cambió de bando -poco sorprendente, por cierto- y empezó a colaborar con los yihadistas. Su padre y su prometida habían muerto, y se esperaba una respuesta por su parte. Era una cuestión de honor, cuando menos.
– Ojo por ojo.
– Y todo eso, sí.
– Y ahí entra D'Aubigny.
– Exacto, ahí entra D'Aubigny. En algún lugar de París, más o menos al mismo tiempo, la chica informó a sus supervisores que tenía información privilegiada, que sabía cuál era la residencia del comandante de la base Marwell. El mensaje cruzó medio mundo y los ideólogos del SIT comprendieron que podían matar varios simbólicos pájaros de un tiro. Una oportunidad demasiado buena para desaprovecharla.
Liz sacudió la cabeza.
– Por la forma en que se comportó Mansoor al final, diría que para él se había convertido en algo personal. Cuando vio que ya no podía eliminar a la familia Delves, simplemente se rindió. Estaba armado y podía haberse llevado consigo a unos cuantos hombres del SAS, pero a esas alturas… -Se encogió de hombros-. Yo diría que se dio cuenta de que ya no tenía sentido seguir matando. Probablemente, ni siquiera sentía un odio particular hacia Occidente.
– Puede que tenga razón.
– Dígame -siguió Liz, frunciendo el ceño-, si nuestra información sobre Pakistán llegaba vía Seis, y ellos nos ocultaban todo lo referente a Mansoor, ¿cómo descubrió que era su familia la que murió a manos de la aviación norteamericana?
– El enlace principal del Seis en Pakistán es, como bien sabe, Inteligencia Interservicios, que reporta ante el Ministerio de Defensa. El Seis se comunica mucho menos con el Departamento de Inteligencia, que reporta ante nuestro Ministerio del Interior y cuya opinión sobre el DI es… digamos que un poco recelosa.
– Y usted tiene amigos en el DI, ¿verdad?
– Conservo uno o dos, sí, gente a la que puedo recurrir de ser necesario. Les pasé el nombre de Faraj Mansoor, y según su banco de datos era un sospechoso de terrorismo, cuyo padre y cuya prometida fueron asesinados en Daranj. Lo que ellos no sabían, y yo no mencioné, es que Mansoor también fue un agente británico.
– ¿Por qué Fane y Mackay no nos lo contaron todo? Quiero decir… habríamos comprendido la situación, ¿no? Lo habríamos mantenido en secreto…
– Es el problema cuando tienes que decidir si compartes tu información con los demás -explicó Wetherby-. Desde el punto de vista de Fane, o se lo cuentas a todo el mundo (norteamericanos incluidos) o no se lo cuentas a nadie. Y decidieron que sería a nadie.
– ¿Por qué?
– Imagínese que Mansoor tiene éxito y… digamos que vuela una sala de fiestas en Londres o causa daños graves a un complejo de edificios militares o de negocios, matando a un montón de gente. Y entonces, el mundo descubre que es un antiguo agente del MI6. El daño sería incalculable.
– Y si encima los edificios o los muertos son norteamericanos…
– Exacto. Las repercusiones serían inimaginables. Mucho mejor mantener la boca cerrada, buscarlo, encontrarlo y eliminarlo antes que tenga oportunidad de hablar y contarlo todo.
Liz se frotó las sienes.
– Lo siento. Comprendo el punto de vista político del asunto, pero sigo pensando que lo que ocurrió anoche es algo indefendible. Fue simple y llanamente un asesinato. No tenía ninguna granada. Ese hombre estaba allí de pie, con las manos en alto, rindiéndose.
– Liz, me temo que eso es puramente académico. Mansoor y D'Aubigny mataron a varias personas inocentes, y ahora ellos también han muerto. Habrá una investigación, por supuesto, pero puede imaginarse las conclusiones.
Ella volvió a sacudir la cabeza. Al otro lado de las enormes ventanas, el cielo era de un gris sucio y plomizo. Un grupo de hombres y mujeres jóvenes los miraron con curiosidad antes de marcharse.
Liz se quedó contemplando unos segundos su vacía taza de café.
– Hemos perdido, ¿verdad?
– Hemos ganado, Liz -respondió Wetherby, tomando las manos de la chica entre las suyas-. Usted consiguió salvar a toda esa familia. Nadie podría haber hecho más.
– Siempre fuimos un paso por detrás. Intenté pensar como D'Aubigny, pero no lo conseguí. No logré meterme dentro de su cabeza.
– Nadie habría podido hacerlo mejor.
– Cuando ella murió, estábamos cara a cara. Creo que incluso me dijo algo, pero no pude oírla debido a los helicópteros.
Wetherby guardó silencio. No soltó sus manos, ni ella intentó retirarlas.
– ¿Qué vamos a hacer ahora? -preguntó por fin Liz.
– Creo que podemos pedirle a alguien que nos lleve hasta Swanley Heath, y allí recuperaremos su coche. Después, yo mismo conduciré y la llevaré hasta Londres, ¿de acuerdo?
– De acuerdo -asintió Liz.
Agradecimientos
He soñado durante años con escribir un thriller, y en todo ese tiempo su personaje principal, Liz, me ha rondado por la cabeza. Mientras los años pasaban, Liz iba evolucionando y cambiando, al igual que yo. Está claro que ella tiene, en gran medida, muchos elementos autobiográficos, pero posee también las características de muchas agentes de los servicios de inteligencia que he conocido a lo largo de mi carrera profesional. Los otros personajes del libro son completamente imaginarios, y otro tanto ocurre con la historia. Surgieron en el transcurso de una conversación de sobremesa en el Winstub Gilg de Mittelbergheim, Alsacia, en junio de 2001. Quiero agradecer a John Rimington, que compartió conmigo la cena, y al excelente Tokay pinot gris, que estimuló tanto la charla como la imaginación. El oficio de novelista y el de agente de inteligencia son muy distintos, a pesar de lo que muchos puedan pensar, y si no hubiese sido por la perseverancia y el valor de Sue Freestone, mi editora en Hutchinson, nunca habría sido capaz de convertirme en lo segundo. Deseo dar también las gracias, de modo especial, a Luke Jennings, cuya ayuda tanto en la documentación como en la escritura ha hecho posible la existencia de este libro.