– Cuénteme -pidió Liz, cuando Goss y ella se sentaron nuevamente a una mesa del Trafalgar.
– Si hemos de juzgar por las pruebas que nos aporta esa cinta, diría que seguimos a oscuras. Creo que Ray Gunter era una de las dos personas que iban en la cabina del camión, y creo que siguió a quienquiera que fuera que salió de la caja hasta los lavabos donde lo mataron. La pregunta es: ¿quién viajaba en la caja del camión? Don Whitten cree que se trataba de una operación de contrabando de inmigrantes y que el asesino de Gunter formaba parte del cargamento, pero no tenemos ninguna prueba concluyente que apoye esa teoría. En las cajas de los camiones pueden viajar toda clase de personas, desde amigos de los conductores hasta autostopistas, y la mayoría de los contrabandistas de ilegales los cargan en el punto de desembarco y los llevan hasta su destino sin soltarlos uno a uno en áreas de descanso rurales para que sean recogidos por utilitarios.
– A mí me dio la impresión de que el coche tenía puerta trasera -apuntó Liz.
Se sentía culpable por no explicarle al agente del Cuerpo Especial todo lo que había averiguado sobre «Mitch», Peregrine Lakeby y las llamadas de Zander, pero hasta que hablase con Frankie Ferris -lo que haría esa misma tarde- no tenía sentido compartir sus descubrimientos. Lo que pasó, ahora estaba casi segura, era que una operación de entrada de ilegales organizada por Melvin Eastman había servido de excusa para trasladar a un individuo concreto hasta el Reino Unido, alguien que por alguna razón no podía arriesgarse a entrar con un pasaporte falso. Que Eastman despotricase contra los paquis y los moros sugería que la persona en cuestión era de origen islámico. Y suponiendo que ése fuera el caso, el uso de una pistola PSS sugería un operativo especial. Lo mirases como lo mirases, el asunto era preocupante.
– Dos de bacalao con patatas -anunció Cherisse Hogan, dejando grandes platos ovalados frente a ellos y volviendo poco después con un bol lleno de bolsitas de salsa.
– Odio estas malditas cosas -maldijo Goss, intentando rasgar una con sus largos dedos, hasta que más o menos le explotó en las manos. Liz miró sus maniobras sin hacer comentarios hasta que, sacando unas tijeras de su bolso, cortó limpiamente una esquina de la bolsita de salsa tártara y la vació a un lado del plato.
– Entendido -dijo Goss, limpiándose de salsa-. Sesos de mosquito contra chica previsora.
– No pretendía sugerir nada parecido -aseguró Liz, pasándole las tijeras.
Comieron durante unos minutos en amigable silencio.
– Uno a cero a favor de los bares de Norwich -dijo por fin Goss-. ¿Cómo está tu pescado?
– Bueno. Me preguntaba si será uno de los que pescó Gunter.
– De ser así, ha obtenido su venganza -dijo una voz familiar.
Ella alzó la mirada. Bruno Mackay se hallaba de pie junto a su hombro, con las llaves de su coche en la mano. Llevaba una cazadora de cuero marrón y un ordenador portátil en su funda colgando del hombro.
– Liz -saludó él, extendiendo la mano.
Ella la estrechó forzando una sonrisa. ¿Significaba su presencia allí lo que ella suponía? Desvió la mirada hacia Goss, que la observaba con actitud interrogante.
– Eh… Bruno Mackay, Steve Goss del Cuerpo Especial de Norfolk -presentó finalmente.
Goss asintió, dejó su tenedor y extendió la mano. Bruno se la estrechó.
– Me han pedido que venga y comparta la presión -explicó con una sonrisa-. Un poco de ayuda nunca sobra.
Liz se obligó a sonreír de nuevo.
– Bueno, como puedes ver, la presión todavía no es insoportable. ¿Has comido?
– No, y estoy desfallecido. Iré a pedirle algo a ese bombón. ¿Os importa…? -Dejó las llaves sobre la mesa, se dirigió a la barra y no tardó en intercambiar cuchicheos con Cherisse.
– Algo me dice que te han hecho la puñeta -susurró Goss.
Liz vació su rostro de toda expresión.
– No; es que apagué mi teléfono. Obviamente, no he podido enterarme del mensaje donde me advertían que llegaba Bruno.
– ¿Os llevo algo? -gritó Bruno alegremente desde la barra.
Liz y Goss negaron con la cabeza. Ella notó con irritación que los ojos de Cherisse brillaban. Mackay, entretanto, parecía estar en su ambiente.
– Tu amigo tiene personalidad, ¿eh? -señaló Goss con sequedad.
– Puedes jurarlo -confirmó Liz.
El resto de la comida fue palpablemente tensa. Tenían demasiados oídos atentos en las mesas cercanas para poder discutir nada sobre el caso, así que Mackay se limitó a preguntarle a Goss por las atracciones de la zona, tratándolo, pensó Liz, como si fuera un mero representante del comité turístico de Norfolk.
– Así pues, suponiendo que estuviera interesado en una casita para pasar los fines de semana, ¿adónde debería dirigirme? -preguntó Mackay, guardándose la tarjeta de crédito con la que acababa de pagar, con despreocupada caballerosidad, la cuenta de los tres.
Goss lo miró a los ojos.
– Quizás a Burnham Market -sugirió-. Es muy popular entre los compradores de Range Rovers.
– ¡Oh! -exclamó Mackay, haciendo una exhibición de sus antinaturales dientes blancos-. Eso me ha colocado en mi lugar y lo tengo merecido. -Se levantó y recuperó las llaves de su coche-. Liz, ¿podría secuestrarte una hora o dos?
– He de estar en Norwich a las dos en punto, así que tengo que ponerme en marcha -señaló Goss. Le dedicó a Liz el fantasma de un guiño y alargó la mano a Mackay-. Gracias por la invitación. La próxima vez me toca a mí.
– Encantado -respondió Mackay.
– Excúsame un minuto -le dijo Liz a Mackay cuando Goss ya había salido del bar-. Vuelvo enseguida.
Llamó a Wetherby desde el teléfono público de la calle. El descolgó al segundo tono y por su voz parecía muy cansado.
– ¿Qué significa esto? -le espetó sin más.
– Lo siento -se disculpó su jefe-, tendrás que soportar a Mackay. No he tenido elección.
– ¿Fane?
– Exacto. Quiere a su hombre ahí. De hecho, insistió en que estuviera y tiene todo el derecho.
– ¿Total cooperación? ¿Total intercambio de información?
Una breve pausa.
– Ése es el acuerdo entre nuestros respectivos servicios.
– Comprendo.
– Que sude -sugirió Wetherby-. Que se lo tenga que ganar.
– Me encargaré de eso. ¿Se quedará hasta el final?
– Cuanto sea necesario. Mackay informa directamente a Fane, igual que tú me informas a mí.
– De acuerdo. Tengo que encontrarme con Zander esta noche. Lo llamaré después.
– Hazlo. Y lleva a nuestro mutuo amigo a la entrevista.
Liz escuchó cómo colgaba y se quedó un segundo contemplando el auricular. Normalmente, los agentes sólo eran tutelados por un supervisor a la vez, pero… Devolvió el aparato a su horquilla encogiéndose de hombros. Siendo estrictos, Zander tampoco era su agente, sino del Cuerpo Especial. Y leyendo entre líneas -interpretando las pausas entre palabras de Wetherby-, sabía que su jefe quería que siguiera con su propio juego al margen de las reglas. Al mismo tiempo, no se hacía ilusiones de que Mackay compartiera con ella todo lo que supieran sus servicios o él. También jugarían su propio juego. Por esa razón, tenía sentido que fuera él quien comenzara a compartir información.
– Mi habitación se llama «Victoria» -bromeó Mackay cuando ella volvió al bar-. Supuse que te gustaría saberlo.
– Fascinante. ¿Ya te has inscrito?
– Sí. Con la señorita Bombón.
– Espero que no juegues con ella. Es una fuente de información potencialmente útil y me gustaría tenerla de nuestro lado.
– No te preocupes, no pienso asustarla. De hecho, tengo la sensación de que no me resultaría fácil.
– ¿Ya le has echado el anzuelo?
– No me refería a eso. Quería decir que no da la impresión de ser una chica que se amedrente con facilidad.
– Ya. ¿Quieres que caminemos un poco mientras te pongo al día o subimos? En otras palabras, ¿brisa marina o chimenea de gas?
– Brisa marina. Sospecho que hoy no es la primera vez que utilizaban el aceite con que han cocinado la comida. Me irá bien tomar un poco de aire.
Caminaron hacia el este hasta Creake Manor, donde Liz le habló de su reconocimiento inicial del pueblo y sus cálculos respecto al club de vela. Tras pasar la mansión dieron media vuelta y se dirigieron a Headland Hall, que Mackay estudió con interés.
Ella le informó de las llamadas de Zander y de las conclusiones que había sacado de la munición antiblindaje, de los interrogatorios a Cherisse Hogan y Peregrine Lakeby, de su convencimiento de que el conductor del camión del que se bajó Ray Gunter era Mitch, de su esperanza de que éste fuera un socio de Melvin Eastman, y de que Zander sería capaz de identificarlo.
– Y si consigues identificar al tal Mitch, ¿qué harás? -preguntó Mackay.
– Se lo entregaré a la policía para que lo interrogue.
Mackay frunció los labios y asintió lentamente.
– ¿Y Lakeby? ¿También vas a entregarlo?
– ¿Para qué? Sólo podemos relacionarlo con Mitch, con nadie más. Una vez tengamos a Mitch y le hagamos hablar, ya no necesitaremos a Peregrine Lakeby.
– ¿Crees que sabía lo que estaban desembarcando en su playa?
– No creo que lo supiera. Se limitaba a coger el dinero y no pensar en eso. Prefería pensar que se trataba de honrados contrabandistas que se limitaban a descargar unas cuantas cajas de bebida y tabaco. Puede ser un esnob, pero no lo veo en el papel de traidor. Creo que sólo es alguien que descubrió, a su pesar, que cuando aceptas dinero de los malos, la vela sólo te impulsa en una dirección.
– ¿Qué clase de dulces te gustan? -preguntó Mackay tras una docena de pasos.
– ¿Dulces?
El sonrió.
– No puedes pasear por la orilla del mar en Inglaterra sin un cucurucho lleno de algo azucarado y colorido. Preferiblemente, un cucurucho con una cucharilla de plástico.
– ¿Es la política oficial del MI6?
– Absolutamente. Vamos a ver qué nos ofrecen las tiendas de este pueblo.
Dentro de una tiendecita, una mujer con bata de nailon azul ordenaba ejemplares del Sun y el Daily Express. Al fondo del local podían verse juguetes de plástico, revistas de punto y ganchillo y estantes llenos de polvorientas jarras repletas de golosinas.
– ¡Platillos volantes! -oyó Liz que exclamaba Mackay con reverente incredulidad ante las golosinas-. No los había visto desde… ¡y corazones enamorados!
– Como quieras -invitó Liz-. Creo que ya he tenido bastante con el pescado y las patatas fritas.
– Oh, vamos -protestó Mackay-. Al menos, déjame comprarte esas barras de regaliz rellenas de licor. Te dejan la lengua completamente negra.
Liz no pudo contener la risa.
– Realmente sabes cómo llegar al corazón de una mujer, ¿eh?
– ¿Rompemandíbulas?
– ¡No!
Al final, salieron de la tienda con una bolsa de platillos volantes.
– Cuando iba al colegio -dijo Mackay mientras el timbre de la puerta resonaba a su espalda-, solía vaciar el relleno y lo vendía a cinco libras la bolsa. No hay nada más bonito que un grupo de alumnos de una escuela pública echando sorbete de limón por la nariz e intentando convencerse a sí mismos de que están completamente pirados. -Le pasó la bolsa a Liz-. ¿Qué crees que planea nuestro hombre?
– ¿Nuestro hombre?
– Nuestro asesino. ¿Crees que se ha metido en tantos líos como para llegar a esta encrucijada?
Wetherby y ella habían discutido ese punto la noche anterior, pero sin llegar a ninguna conclusión.
– Quizá prepare algo espectacular -especuló al azar-. Hay bases norteamericanas en Marwell, Mildenhall y Lakenheath, pero su estado de alerta es máximo y serían un objetivo muy difícil para un solo hombre, incluso para un equipo pequeño. Está la central nuclear de Sizewell, supongo, y la catedral de Ely, y varios edificios públicos importantes, pero también andan muy protegidos. Veo más factible la posibilidad de un asesinato. El Lord Canciller tiene una casa en Aldeburgh, el secretario del Tesoro tiene otra en Thorpeness, y el director del Ministerio de Industria y Comercio en Sheringham… No son objetivos de primer orden, internacionalmente hablando, pero si le metieran una bala en la cabeza a uno de ellos conseguirían unos buenos titulares.
– ¿Han sido avisados? -se interesó Mackay.
– En términos generales, sí. Se les ha dicho que redoblen las precauciones.
– Y la reina estará en Sandringham por Navidad, supongo.
– Sí, pero estamos en las mismas. No podría acercarse a ella con ninguna clase de arma. La seguridad es tan tirante como la piel de un tambor.
Mackay se metió el platillo volante en la boca.
– Creo que será mejor que volvamos y veamos lo que nos falta por revisar. ¿A qué hora tenemos que ir a Braintree?
– Antes de las cinco.
– Bien. Volvamos al Trafalgar y pidámosle una cafetera llena a la adorable Cherisse. Estudiaremos unos cuantos mapas topográficos e intentaremos meternos en la mente de ese hombre.