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En el pequeño dormitorio del último bungalow, Faraj Mansoor dormía inmóvil como una estatua. La mujer se preguntó si era algo aprendido mediante entrenamiento. ¿Estaría incluso ese aspecto de su vida sujeto al control y el secreto? Del cabezal de la cama colgaba la mochila negra que llevaba cuando se encontró con él. ¿Le confiaría qué ocultaba allí? ¿Se abriría a ella y la trataría como una compañera? ¿O esperaría que, por ser mujer, caminara varios pasos por detrás? ¿Que se comportara como una subordinada en todos los aspectos?

En realidad, no le importaba. Lo esencial era ejecutar la tarea que les habían asignado. Ella se enorgullecía de su naturaleza camaleónica, de su preparación para saber desempeñarse en cualquier circunstancia, y se sentiría feliz representando el papel que fuera necesario. En Takht-i-Suleiman, al principio por lo menos, los instructores apenas habían reparado en su existencia, pero no le importó. Ella escuchó, obedeció y aprendió. Cuando le dijeron que cocinase para los hombres, cocinó; cuando le dijeron que lavara las apestosas ropas de los demás reclutas tras los entrenamientos, llevó las cestas sin protestar al wadi y fregó las prendas frotándolas contra las rocas; y cuando le vendaron los ojos con un pañuelo y le ordenaron que montase a ciegas un fusil de asalto, sus dedos recorrieron rápidos las piezas del arma cuyo nombre sólo conocía en árabe y las encajó en su sitio sin vacilaciones. Y así se había convertido en una cifra, en un desinteresado instrumento de venganza, en una Hija del Paraíso.

Sonrió. Sólo los que pasaban por la experiencia de iniciación conocían la salvaje alegría de la autodegradación. Quizá sobreviviera a su misión, quizá no. Alá es grande.

Entretanto, había cosas que hacer. Cuando Mansoor despertase, querría lavarse -el hedor que desprendía la noche anterior dentro del coche, debido al sudor acumulado y al vómito reseco, era casi insoportable- y querría comer. El termo Ascot del cuarto de baño era bastante temperamental, parecía agonizar y morir cada cinco minutos -y tenía media caja de cerillas gastada para demostrarlo-, y la estufa eléctrica Belling también tenía aspecto de estar en las últimas. El aire salado, suponía, debía corroer ese tipo de electrodomésticos y acortaba sus vidas. El frigorífico zumbaba ruidosamente pero al menos seguía funcionando. Cuando Diane se marchó el día anterior, tras cerrar el trato, ella había ido en coche hasta King's Lynn y comprado comida precocinada de la marca Tesco, currys en su mayor parte.

No se llamaba Lucy Wharmby, como le había dicho a la propietaria del bungalow. Pero su nombre ya no importaba, como tampoco los lugares donde viviera antes. Tenía el movimiento y el cambio metidos en la sangre, y cualquier tipo de permanencia le resultaba inimaginable.

No siempre fue así. Mucho, muchísimo antes, en un pasado que ahora le parecía una realidad congelada, trémula, tuvo un lugar al que llamaba hogar; un lugar al cual, con la simplicidad de una niña, creyó poder regresar siempre. Recordaba con detalle algunos momentos de aquella época, y se veía comiendo cortezas de pan, persiguiendo ocas en el parque, chapoteando en una piscina desmontable en su pequeño jardín del sur de Londres, mirando el manzano y presionando su nuca contra el borde de la piscina para que el agua le lamiera el pelo…

Pero entonces aparecieron las sombras. Tuvo que trasladarse de su acogedora casa londinense a un frío bloque de apartamentos junto a la universidad de las Midlands. Para su padre, el estudioso septuagenario, aquel nuevo trabajo de profesor representó cierto prestigio; pero, para ella, la separación permanente de sus amigos y la dura adaptación a una nueva escuela, en la que abundaban los abusos físicos y psicológicos, sobre todo para los forasteros.

Se sentía angustiosamente solitaria, pero no se lo dijo a sus padres, ya que por entonces los tensos silencios y los continuos portazos le indicaban que tenían sus propios problemas. Empezó a retraerse. Sus notas, antes brillantes, flojearon. Y desarrolló misteriosos dolores de estómago que la obligaban a permanecer en casa y resistían toda clase de tratamientos, convencionales o de otra índole.

Tenía once años cuando sus padres se separaron, una separación que terminó en divorcio. Aparentemente el acuerdo fue amistoso, sus padres se despidieron con sonrisas en los labios -que no tenían reflejo en sus ojos-, y le aseguraron una y otra vez que nada cambiaría. No obstante, ambos buscaron y encontraron nuevas parejas.

Su hija tuvo que vivir entre dos casas, pero siguió siendo ella misma. Los misteriosos dolores de estómago persistieron, aislándola de sus compañeros de clase y de todo cuanto la rodeaba. Sus menstruaciones nunca se materializaron. Una noche dio un puñetazo a una puerta de cristal y tuvieron que trasladarla a las urgencias del hospital local, donde le dieron diez puntos.

A los trece años, sus padres tomaron la decisión de enviarla a una escuela progresista en pleno campo, con reputación de saber tratar a jóvenes problemáticos. La asistencia a clase era opcional y no contaban con equipos de deporte organizados. En su lugar, los pupilos eran animados a participar en clases de arte y obras de teatro. En su segundo año, la novia de su padre le envió un libro por su cumpleaños. Durante quince días estuvo en su mesita de noche, junto a la cama; no era el tipo de libro que le interesase ni por asomo. Pero una noche de insomnio, sin saber muy bien por qué, empezó a leerlo.

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