Viernes, 21. 43 h, Chennai, India
Las noches eran cada vez más frescas, aun así, Sanjay Ramesh prefería permanecer en la oficina, con el aire acondicionado, a arriesgarse a salir al sofocante calor de la ciudad. Decidió que antes de regresar a casa esperaría a que el sol se hubiera ocultado por completo.
De ese modo evitaría no solo el pegajoso calor, sino también el calvario de entrar en su casa. Era algo que ocurría todas las noches: la sesión de cuchicheos y quejas que su madre compartía con las vecinas mientras se quedaban sentadas fuera, charlando hasta tarde. En aquella compañía se sentía cohibido, y también en cualquier otra. Además, aunque este mes de septiembre resultaba fresco, para lo que era normal en Chennai, seguía siendo agobiantemente caluroso y húmedo. En cambio, dentro de aquella estancia, una oficina situada en un hangar, llena de hileras de cubículos insonorizados, las condiciones eran las adecuadas. Constituía el entorno perfecto para lo que necesitaba hacer.
Era un centro de llamadas, uno de los miles que habían surgido por toda India; cuatro plantas llenas de indios que recibían llamadas de América o Gran Bretaña, de gente de Filadelfia deseosa de pagar sus recibos telefónicos o de viajeros en Macclesfield que esperaban comprobar los horarios de los trenes hacia Manchester. Pocos, por no decir ninguno, sabían que su llamada pasaba antes por la otra punta del mundo.
A Sanjay aquel trabajo le gustaba bastante. Para un adolescente de dieciocho años que seguía viviendo en casa de sus padres, la paga era buena. Además, el horario era flexible y podía compaginarlo con sus estudios. No obstante, la gran ventaja la tenía allí mismo, en aquel diminuto cubículo disponía de todo lo que necesitaba: una silla, una mesa y, lo más importante, un ordenador con una conexión de alta velocidad con el resto del mundo.
Sanjay era joven, pero también un veterano de internet. Lo había descubierto cuando ambos estaban en su infancia. En aquella época había solo unos pocos centenares de páginas web, puede que apenas un millar. Sanjay y la red habían crecido a la vez. Internet se había expandido exponencialmente -2, 4, 8, 16, 32, 64, 128-, doblando su tamaño cada día, hasta que en esos momentos daba varias vueltas al planeta. Naturalmente, el físico de Sanjay no había seguido aquel ritmo -era un muchacho flaco y larguirucho-, pero sabía que su mente se había mantenido a la altura. A medida que internet se desarrollaba, él crecía con ella, abriendo constantemente nuevos territorios al conocimiento y la curiosidad. Desde su dormitorio del piso de arriba, en India, había viajado a Brasil, había dominado las disputas territoriales de Nagorno-Karabaj, se había reído con las caricaturas indonesias, se había asomado al mundo de los aficionados a las caravanas en Escocia, había examinado las tablas de esgrima júnior de Flanders y había visto lo que realmente motivaba a los plantadores de árboles de Taipéi. Para él, no existía actividad humana que no tuviera interés. E internet se lo había mostrado todo.
Incluidas las imágenes que habría deseado no ver, las que habían dado pie al proyecto que acababa de completar hacía apenas veinticuatro horas. Como hacker había tardado en dar sus primeros pasos, a los quince años, cuando la mayoría de ellos empezaba antes de la adolescencia. Había realizado las hazañas habituales: se había metido en la lista de objetivos de la OTAN y había estado a un clic de desconectar los sistemas del Pentágono, pero siempre se había abstenido de pulsar el último botón. Causar daño no tenía ningún atractivo para él, solo servía para ocasionar problemas a un montón de gente, y navegar por la red le había enseñado que el mundo ya tenía suficientes.
Sintió ganas de reír, en parte por su genialidad y en parte por la broma que acababa de gastar a los que había señalado como sus enemigos. Había tardado meses en perfeccionarlo, pero funcionaba.
Había diseñado un virus benigno, capaz de extenderse por los ordenadores de todo el mundo igual de rápidamente que las variedades venenosas creadas por sus colegas hackers, cuyas malvadas intenciones los convertían, en el argot de la web, más en crackers que en hackers.
En esos momentos, lo que más entusiasmaba a Sanjay era el método escogido, no su objetivo. Como la mayoría de los virus, el suyo estaba pensado para extenderse a través de los ordenadores personales corrientes, los que estaban todo el tiempo conectados a internet. Mientras los usuarios de Taipéi o de Hannover estuvieran trabajando, enviando correos a sus amigos o manejando sus cuentas, incluso aunque estuvieran profundamente dormidos, su creación se hallaría en el interior de sus máquinas, trabajando sin parar.
Le había asignado un objetivo para que lo localizara y, como todo el mundo, utilizaba Google para dar con él. Invisible a los ojos del usuario, tras la pantalla, su creación recogía los resultados y los utilizaba para compilar lo que Sanjay consideraba que era su lista de enemigos: los sitios web que sufrirían la ira de su virus. Todos ellos, como cualquier otro sitio web, sin duda tenían algún tipo de defecto en su software. El reto consistía en encontrarlo. Para ello, los hackers y los crackers solían diseñar diversas pruebas pensadas para poner de relieve el fallo; podía ser el envío de un pequeño paquete de datos que el software no esperaba, o un solo símbolo al azar, la mitad de un doble punto podía lograrlo. Nadie podía saberlo si no lo intentaba. Sanjay lo había imaginado como un enfrentamiento medieval: se lanzaban miles de flechas contra las murallas de un castillo sabiendo que solo unas pocas hallarían las rendijas de las troneras y conseguirían pasar. Cada castillo tenía sus aberturas características y distintos puntos débiles. De todas maneras, si la lista de pruebas era lo bastante larga, al final se descubrían las grietas. Y, una vez descubiertas, ya se podía acabar con el sitio y con su servidor. Desaparecería así, sin más.
Y, sin duda, esos sitios web merecían desaparecer. De todas maneras, Sanjay había llevado su guerra contra ellos un paso más allá. La mayoría de los hackers conservaban sus listas de pruebas en un único servidor, normalmente oculto en algún territorio pirata de internet, un lugar fuera del alcance de las regulaciones; Rumania y Rusia eran los favoritos. Sin embargo, ese sistema conllevaba una fatal debilidad: una vez que los sitios web atacados reconocían la fuente del fuego enemigo no tenían más que bloquear el acceso al servidor que contenía las pruebas. Así, el ataque cesaba.
Pero Sanjay había encontrado una solución: su virus obtenía su arsenal de pruebas de distintas fuentes e incluso podía llevar consigo parte de ellas. Aún mejor: lo había programado para que desarrollara nuevas pruebas de vez en cuando, para que se mejorara a sí mismo. Lo que había conseguido era crear un mago capaz de renovar su abanico de trucos. Y «creación» era la palabra adecuada, porque Sanjay sabía que había creado una criatura viviente. Técnicamente hablando se trataba de un «algoritmo genético», un fragmento de codificación que era capaz de cambiar, de evolucionar.
Su virus variaría la lista de pruebas, incluso el método de distribución -a veces, a través del correo electrónico; a veces, a través de resquicios en los buscadores de la red-, mientras se extendía por el infinito universo que era internet. De ese modo, el virus se reproduciría a sí mismo, pero sus hijos no serían idénticos ni al virus original ni a ellos mismos; sino que mutarían, escogerían nuevas pruebas y hallarían nuevos métodos de propagación en múltiples fuentes del mundo virtual. Algunas de dichas fuentes serían servidores situados en los páramos desiertos de Europa del Este, algunas se encontrarían tras examinar los boletines de seguridad de las empresas donde la gente discutía las maneras de eliminar los mismos virus que Sanjay había desarrollado. Sí, se sentía orgulloso de su creación, que viajaba por todo el mundo, cambiando y mejorándose a sí misma de un millar de formas diferentes y consiguiendo de ese modo que fuera imposible de localizar y eliminar. Incluso suponiendo que no volviera a tocar nunca más un ordenador, era consciente de que había ajustado los parámetros de búsqueda lo suficiente para que el virus afectara solamente a los sitios escogidos. En cuestión de horas, todas las páginas web del mundo dedicadas a la pornografía infantil desaparecerían.
Reía porque sabía que la instrucción final que había programado en el virus también estaba surtiendo efecto. Todas las páginas que habían mostrado imágenes violentas o pornográficas de niños estaban siendo sustituidas por una única imagen: un dibujo de los años cincuenta, al estilo de Norman Rockwell, que mostraba a un niño sentado en las rodillas de su madre y bajo el cual había un simple mensaje de cuatro palabras: LEE A TUS HIJOS.
Sanjay se dirigió a casa sonriendo por su broma y por su hazaña. No era necesario que nadie supiera lo que había hecho. Él lo sabía, y con eso tenía suficiente. El mundo sería un lugar mejor.
Incluso de noche, Chennai era una ciudad ruidosa, tan estridente como cuando se llamaba Madrás. Quizá por eso, y porque su mente estaba borracha de éxito, no oyó los pasos que lo seguían. Quizá por eso no vio ni sospechó nada hasta que entró en el callejón que conducía a su casa, cuando notó que apretaban un pañuelo contra su cara y oyó sus propios gritos ahogados. Entonces notó una aguda punzada en el brazo y se deslizó hacia un sueño inconsciente.
Cuando la señora Ramesh halló a su único hijo muerto en el suelo, gritó lo bastante fuerte para que la oyeran a varias calles de distancia. No le sirvió de consuelo que su criatura -que alguna vez había soñado con «hacer algo por los niños» y que había sido asesinado antes de poder haber hecho nada- hubiera sido asesinada mediante una inyección al parecer indolora. La policía reconoció que estaba totalmente despistada en este caso y que nunca había visto nada parecido. No había señales de violencia ni, gracias a Dios, de abusos de ningún tipo. Además, estaba la extraña disposición del cuerpo, como si lo hubieran manejado con cuidado. «Dispuesto para descansar», había sido la frase del policía. «Debe de significar algo, señora Ramesh -le había dicho-. El cuerpo de su hijo estaba envuelto en una sábana púrpura. Y, como todo el mundo sabe, el púrpura es el color de los príncipes.»