Viernes, 20. 20 h, Crown Heights, Brooklyn
Will notó que aquella mano se apartaba de su hombro y era sustituida al instante por otras dos en cada brazo. De repente se vio flanqueado por dos sujetos que no debían de tener más de veinte años, pero que eran más altos y fuertes que él. Uno lucía una barba pelirroja; el otro, apenas una perilla. Ninguno de los dos desvió la mirada del frente mientras lo escoltaban alejándolo de la multitud. Will estaba demasiado sorprendido para gritar; de todos modos, nadie habría podido oírlo. Sabía que en medio de aquel jaleo nadie se fijaría en un grupo de tres hombres, y menos cuando dos de ellos cantaban a pleno pulmón.
Lo estaban llevando lejos del trono, hacia la zona de la biblioteca, donde había menos gente. Will no era particularmente hábil a la hora de calcular a ojo -no tenía experiencia en manifestaciones- pero llegó a la conclusión de que en aquella sala debían de estar apelotonadas dos o tres mil personas, y todas cantaban con tanta energía que sus captores podrían haberlo matado allí mismo y nadie se habría percatado.
Bruscamente rodearon la estantería y enfilaron por un estrecho y viejo pasillo. El de la barba pelirroja abrió una puerta y después otra hasta que, finalmente, llegaron a lo que parecía un aula pequeña. Había otros bancos y mesas de madera oscura y más estantes llenos de libros, en cuyos lomos, encuadernados con piel, destacaban dorados caracteres hebreos. Los hasidim lo agarraron cada uno por un hombro y lo dejaron bruscamente en una rígida silla de plástico en medio de la sala.
– No entiendo qué está ocurriendo -protestó Will con tono quejoso-. ¿Qué pasa? ¿Quiénes son ustedes?
– Espere.
– ¿Por qué me han traído aquí?
– He dicho que espere. Nuestro maestro no tardará en llegar. Entonces podrá hablar con él.
El Rebbe, por fin.
El ruido del exterior seguía oyéndose. Podía ser que el Rebbe hubiera hecho por fin su aparición, quizá estuviera trabajándose a la sala antes de ir a trabajarse a Will. El griterío era atronador, y el suelo vibraba como las paredes de una discoteca sacudidas por los sonidos graves, pero Will no tenía forma de saber si había aumentado de repente por la llegada del Rebbe.
– De acuerdo. Empecemos -dijo alguien.
Era la misma voz de barítono de antes, de nuevo a espaldas de Will. Este intentó darse la vuelta, pero dos fuertes manos lo sujetaron por los brazos y se lo impidieron.
– ¿Cómo se llama?
– Tom Mitchell -respondió Will.
– Bienvenido, Tom. Que tenga un buen shabbos. Dígame, ¿a qué debemos el placer de su presencia en Crown Heights?
– He venido para escribir un reportaje sobre la comunidad hasídica para la revista New York. En concreto para una nueva serie llamada «Pedazos de la Gran Manzana».
– Bonito título. ¿Y por qué ha venido usted precisamente este fin de semana entre todos los fines de semana?
– Me encargaron el trabajo esta semana, de modo que he venido lo antes posible.
– No nos llamó ni avisó con antelación. ¿No habría preferido concertar una cita?
– Solo quería dar una vuelta y echar un vistazo.
– ¿Ver cómo viven los nativos en su hábitat natural?
– Yo no lo diría así -gruñó Will. Debido a la fuerza con la que lo sujetaban, los hombros estaban empezando a dolerle-. No querría parecer grosero, pero ¿por qué me sujetan así?
– Sabe, señor Mitchell, me alegro de que me lo pregunte porque no me gustaría que se llevara una impresión equivocada de Crown Heights ni de sus gentes. Aquí damos la bienvenida a los de fuera, se lo digo de verdad. Invitamos a los visitantes a nuestros hogares, y ni siquiera nos mostramos hostiles con la prensa. Por aquí han venido muchos reporteros; The New York Times incluso nos visita regularmente. No. La razón de esta… anormal recepción es que no creo que esté diciendo la verdad.
– Pues soy reportero. Esa es la verdad.
– No, señor Mitchell. La verdad es que alguien ha estado metiendo las narices en nuestros asuntos, y me pregunto si ese alguien no habrá sido usted. -La voz, que había ido subiendo de tono, recobró su equilibrio-. Relajémonos un poco, ¿quiere? Es shabbos, y todos hemos tenido una semana muy ajetreada. Hemos trabajado duramente, de modo que ahora descansamos. Será mejor que nos lo tomemos con calma. Ahora volvamos a mi asunto. Ha estado usted hablando bastante rato con Shimon Shmuel, de modo que doy por hecho que se habrá enterado de algunas de nuestras costumbres.
«Me han estado siguiendo», se dijo Will.
– Usted es una persona inteligente -prosiguió la voz-, y habrá comprendido que la observancia del Sabbat es una de nuestras normas más estrictas.
Will no dijo nada.
– Señor Mitchell…
– Sí, lo he comprendido.
– Y sabe que está prohibido llevar nada encima, ¿verdad?
– Sí. Sandy, bueno Shimon Shmuel me lo dijo. -Enseguida se arrepintió de haber añadido el nombre de Sandy al nombre judío. Parecía un intento deliberado de ofender.
– Puede que él olvidara mencionar que durante el Sabbat no solo no podemos llevar nada, sino que no podemos utilizar electricidad. Las luces que ahora funcionan fueron encendidas antes de que empezara el shabbos y así seguirán hasta que el shabbos acabe, mañana por la noche. Así son las reglas: ningún judío puede apagarlas. Además, se habrá fijado en que no hay cámaras ahí fuera durante el shabbos. Lo que ha visto hoy no ha sido fotografiado ni filmado, nunca, y no será porque no hayamos recibido peticiones. ¿Ve adónde quiero ir a parar, señor Mitchell?
Después de un rato escuchando aquella voz, Will empezó a formarse una imagen de la persona. Era norteamericano, pero su acento no se parecía al de Sandy, sino que tenía algo… ¿quizá europeo? No supo identificarlo, pero le pareció de Nueva York, ligeramente musical. Denotaba cierta indiferencia, cierto reconocimiento de lo absurdo, a veces cómico, de la vida; aunque la mayor parte del tiempo, trágico. Durante una fracción de segundo vio la imagen del rostro de Mel Brooks y oyó a Leonard Cohen. Aun así, seguía sin tener ni idea del aspecto del hombre que le hablaba.
– Señor Mitchell -insistió su interlocutor-, necesito saber si entiende lo que le estoy diciendo.
– Oiga, no llevo ninguna cámara, si es eso lo que me está preguntando.
– La verdad es que no había pensado en eso; más bien en una grabadora.
Will estaba libre de sospechas. A pesar de su edad, hacía las cosas a la antigua usanza: con lápiz y papel. Y no se debía a ninguna tecnofobia por su parte, sino a simple pereza. Transcribir grabaciones suponía demasiado trabajo. Se tardaba media hora para hacer una entrevista y después había que pasar una hora para ponerla por escrito. La grabadora de mini-disc quedaba reservada únicamente para aquellas ocasiones en las que cada palabra contaba: entrevistas con alcaldes, jefes de la policía y ese tipo de personas. Para todo lo demás, prefería el papel y lápiz.
– No. No he grabado nada ni a nadie; pero ¿por qué iba a ser eso un problema…?
De repente, lo empujaron hacia delante y lo alzaron. El joven de su derecha tomó las riendas de la situación; entre los dos le metieron las manos bajo las axilas y lo levantaron al tiempo que le impedían volverse. A continuación, el joven moreno se situó ante él y, sin mirarlo a los ojos, le extendió los brazos y lo registró de arriba abajo, metiéndole las manos en los bolsillos y palpándole la ropa. Actuaba igual que los vigorosos guardias de seguridad de un aeropuerto.
Claro. «Una grabadora.» No estaban buscando el clásico dictáfono de un reportero, sino un cable y un micrófono. Lo que les preocupaba era que pudiera ser de la policía o del FBI. Y se preocupaban con razón porque eran secuestradores y temían que él fuera un poli de incógnito. De ahí las preguntas que había estado haciendo y haber husmeado sin aviso previo.
– Ningún cable -dijo el hombre moreno con un acento que lo delataba como originario de Israel o de algún otro país de Oriente Próximo.
– Pero aquí hay esto -dijo el pelirrojo, cuya tarea durante el registro había consistido en rebuscar en sus bolsillos, incluido el interior de su chaqueta.
Los secretos de Will no ofrecieron ninguna resistencia. Su libreta de tapas de ante siempre abultaba considerablemente en el bolsillo izquierdo. El pelirrojo se la entregó al hombre que seguía a espaldas de Will. Este oyó que alguien hojeaba las páginas mientras lo obligaban a sentarse de un empujón.
Sintió que palidecía. Su mente retrocedió hasta la casa de Sandy, cuando su anfitrión le pidió que dejara allí su bolsa. Él había sido muy listo, lo había hecho pero no sin antes coger la libreta y meter la cartera en lo que creía un compartimiento oculto; no había querido que Sara Leah fisgoneara. Sin embargo, la libreta estaba en esos momentos en manos del Rebbe. ¡Qué idiota había sido!
Will se preparó para lo peor. A medida que el silencio se prolongaba, acompañado únicamente por el sonido de las páginas que pasaban, sus palmas se fueron humedeciendo.
Su mente funcionaba a toda velocidad, intentaba recordar qué había en aquella libreta que pudiera delatarlo. Por suerte no era lo bastante organizado para haber escrito su nombre en la primera página ni en ninguna otra. Walton sí que lo hacía: una pulcra anotación en la tapa de todas sus libretas. Algunos reporteros incluso utilizaban aquellas estúpidas etiquetas. En ese aspecto, al menos, la negligencia de Will podía ser su salvación.
Pero ¿y los cientos de palabras que contenía, incluidas las abundantes notas que había tomado aquel día en Crown Heights? Tal vez no le perjudicaran, al menos podían confirmar su tapadera de Tom Mitchell. De todas maneras, ¿no había apuntado su sesión ante el ordenador de Tom? Seguramente en algún lugar estaría escrita la dirección de correo electrónico de los secuestradores.
Los segundos pasaban como un disco reproducido a velocidad demasiado lenta. Poco a poco, empezó a abrigar alguna esperanza. ¿Y si resultaba que su pésima taquigrafía, aquellos veloces garabatos, se convertía en su salvación? Había desarrollado -primero en Columbia y después en el Record- un sistema híbrido de tomar notas que a él le funcionaba, aunque siempre temía el día en que tuviera que presentarlas al editor o ante un juez. Se imaginaba en un juicio por difamación cuya sentencia dependiera de la exactitud del testimonio escrito de una conversación; tendrían que llamar a un ejército de grafólogos para verificar que su testimonio corroboraba lo escrito. La ventaja, al menos en esos momentos, era que sabía que sus notas resultaban totalmente indescifrables.
– Ha quebrantado nuestras normas, señor Mitchell. Y no me refiero a las reglas de la comunidad de Crown Heights. ¿Qué importancia tenemos nosotros en este amplio mundo? No. Me refiero a que ha infringido las normas de Ha Shem.
Una frase acudió entonces a la mente de Will: «No levantarás falso testimonio». Y, como si fuera el simple destinatario de la idea y no su fuente, supo que era uno de los diez mandamientos. Sabía que judíos y cristianos los aceptaban por igual, y eso debía de ser lo que el Rebbe tenía en mente. Aquello era el preámbulo de la acusación de mentir. ¡Estaba perdido!
– Creo que sabe que nos tomamos muy en serio estas normas. No hay que llevar nada en el Sabbat. Nada, ni carteras, ni llaves, ni libretas de notas.
– Sí.
– Nos tomamos esas normas muy en serio, Tom, y las aplicamos a nuestros invitados tanto como a nosotros mismos. Estoy seguro de que lo entiende y, sin embargo, aquí está usted, con su libreta de notas.
– Sí. Pero eso fue lo único que cogí. Dejé el resto de mis cosas, dejé mi bolsa. Will hablaba con una estantería. Su interrogador se hallaba detrás de él; y sus captores, a los lados-. Además, no soy judío. Ya sabe, no creía que esas reglas también se aplicaran a mí.
Dicho en voz alta, aquello sonaba mucho más quejoso de lo que Will pretendía. Parecía un colegial buscando una excusa por no haber hecho los deberes. «El perro se los comió.» No obstante, era la verdad. Estaba claro que debía mostrarse respetuoso con los demás mientras estuviera en su comunidad, pero aquello no tenía sentido. Esa gente no podía estar tan furiosa por una simple infracción del Sabbat, ¿no? Se sintió aliviado. Si esa era la acusación, significaba que el Rebbe no había encontrado en la libreta nada que lo comprometiera.
– ¿No es usted judío?
– No. Ya se lo dije a Sandy, a Shimon. No soy judío. Solo soy reportero.
– Vaya, eso me sorprende. Debo reconocer que no lo esperaba.
Will estaba estupefacto, pero también intrigado. El pelirrojo había desaparecido, y su único guardián era el israelí. Parecía joven. Hacía apenas unas semanas, la revista Times había publicado un reportaje sobre el ejército de Israel. Recurriendo a sus vagos recuerdos, Will sabía que un israelí solo necesitaba haber cumplido veinte años para pasar tres en las Fuerzas de Defensa de Israel. Dios sabía qué había podido aprender allí. Aquel sujeto podía parecer un muchacho, pero era probable que tuviera acero en las venas. ¿Por qué otra razón lo habría escogido el Rebbe para que le apretara las tuercas? También recordó haber leído en el mismo reportaje que muchos jóvenes ultraortodoxos de dieciocho años eran eximidos del servicio militar de modo que pudieran dedicar todo su tiempo al estudio de la Torá, pero no todos ellos: algo le decía que aquel individuo era uno de los jóvenes que había cambiado las oraciones por el fusil.
– ¿Sabe, señor Mitchell? ¿O debería llamarle Tom? No estoy seguro de que estemos haciendo ningún progreso. Algo falla en este encuentro.
Allí estaba de nuevo la inflexión sarcástica, como si hubiera cierto humor en todas las situaciones, incluso en aquella. Will no alcanzaba a hacerse una idea de su interrogador; su voz resultaba cálida, casi amistosa, sin embargo la estancia estaba impregnada de amenaza, y toda provenía de él, a espaldas de Will.
– Propongo que vayamos a otra parte.
Evidentemente había hecho alguna indicación, porque el israelí le colocó una capucha; no una de niño, de las que dejan pasar un poco de luz, sino una tupida que parecía aplastarle los párpados e impedirle respirar. Sintió que nuevamente lo levantaban de la silla y lo ponían de pie, solo que no era para registrarlo, sino para llevárselo.
Will decidió que no se dejaría llevar por el pánico; que no cedería a la impresión de estar asomándose a un oscuro y vacío abismo, precipitándose al abismo desde un acantilado. Se concentraría en el terreno bajo sus pies. Cada vez que levantara un pie intentaría recordar lo cerca que estaba el suelo. Quizá pudiera arrastrar los zapatos para mantener un contacto lo más permanente posible. Tal vez fuera ese el motivo por el que los prisioneros esposados arrastraban siempre los pies; no porque estuvieran deprimidos, sino porque necesitaban la tranquilidad de saber que seguían teniendo algo sólido, el suelo, bajo sus pies. Se dio cuenta de que pasaban por otro pasillo y de que se alejaban del griterío procedente de la sinagoga que, desde hacía un rato, se había reducido a un fuerte murmullo. Se reprochó no haberse fijado en el momento exacto en que eso ocurría, porque ese detalle podía ser importante para seguir los movimientos del Rebbe.
No obstante, lo que le resultaba realmente extraño era depender tanto del israelí que en ese momento lo sujetaba dolorosamente por el brazo. Will tenía que fiarse de él como guía; debía de tener el mismo aspecto que la mayoría de los ciegos, de Stevie Wonder o Ray Charles, con la cabeza bamboleándose al azar, haciendo movimiento poco lógicos. Will pensó que aquel hombre era su captor, pero también su cuidador.
Entonces sintió frío. Habían salido al exterior, pero solo unos pasos. Oyó el crujido de una puerta batiente, como la de un jardín, y, a continuación, sintió el cambio de temperatura. Era como si se hallaran en un espacio cerrado, pero no completamente. Se oía cierto eco.
– Me temo que a nadie le gusta esto, señor Mitchell, pero voy a tener que echarle un vistazo.
En los segundos que siguieron Will llegó a la conclusión de que aquello no era un siniestro incidente que no tardaría en resolverse, sino algo realmente aterrador. Hasta ese momento se había aferrado a la idea de que todo fuera una equivocación o incluso una cruel parodia de los interrogatorios que se veían en las películas. Había albergado la esperanza de que al fin todo se demostraría un terrible error, que no tardaría en conocer la identidad de su inquisidor, que haría algún progreso o que la situación llegaría a su fin. Sin embargo, se convenció de que aquellos extraños desconocidos que habían secuestrado a su esposa se disponían a torturarlo, y que probablemente lo harían de un modo tan sádico que le helaría la sangre en las venas. Peor que eso -la idea le revolvió las tripas-, lo que iban a hacerle a él, o algo peor, sin duda ya se lo habían hecho a Beth.
– ¡No! -gritó, pero fue demasiado tarde.
Notó que le sujetaban las manos a la espalda mientras alguien le desabrochaba el pantalón. Alguien le tapó la boca. Aquello no podía ser obra únicamente del israelí, pero ¿de dónde habían salido aquellas otras manos? ¿A quién pertenecían? Entonces, sin previo aviso, le bajaron los calzoncillos.
– Alto. Ha dicho la verdad. No es judío.
Will oyó la voz y se asombró de que no fuera la suya. El Rebbe había hablado. Tuvo que limitarse a hacer conjeturas, aquel hombre debía de estar frente a él, mirándole el pene y llegando a la conclusión de que, efectivamente, no estaba circuncidado.
– No es usted judío -repitió el Rebbe. Y dirigiéndose a sus ayudantes, añadió-: Vestidlo. Bueno, señor Mitchell -prosiguió tras una breve pausa-, es una buena noticia. Ahora sí creo que no es usted un agente federal ni un policía de paisano. Con sus fisgoneos aquí y allá y sus preguntas, pensé que lo era. Sin embargo, conozco a esa gente y sé que, primero, lo habrían enviado a usted con un micrófono y, segundo, habrían mandado a un judío. Y no solo eso: además se habrían creído muy listos haciéndolo. ¡Oh, sí!, se habrían considerado unos genios por llamar al agente Goldberg y decirle: «Esta es una misión que lleva tu nombre». Así es como ellos piensan.
Envían a un árabe para que se infiltre en los grupos terroristas árabes, y a nosotros nos envían a un judío. Pero usted no es judío, así que no trabaja para ellos. Ahora le creo. Will notó que le subían el pantalón y que le abrochaban el cinturón. Había salido de un apuro, aunque no del apuro: no era un agente federal encubierto. Todo aquello logró que se redujera el terror de unos segundos antes. Los latidos de su corazón, la humedad de sus manos, todo su cuerpo había pasado de Código Rojo a Código Naranja.
– Parece usted aliviado, señor Mitchell. Me alegro. El problema radica en que, aunque no sea usted un agente federal, debe de trabajar para alguien. Y eso, me temo, es infinitamente más grave.