Domingo, 15.51 h, Manhattan
Will subió rápidamente la escalinata, asegurándose de no mirar por encima del hombro. Una vez dentro, caminó sin aminorar el paso, aunque casi los notó antes de oírlos: el clic-clac de los pasos resonando a su espalda en el suelo de mármol. Se dirigió hacia la primera escalera que encontró y al iniciar el segundo tramo se atrevió a mirar atrás. Tal como temía, la capucha gris estaba justo tras él.
Avivó el paso, subiendo los peldaños de dos en dos. Cuando alcanzó el rellano echó a correr y decidió refugiarse en una sala llena de ficheros catalogados. Entró corriendo y redujo el paso de inmediato a un silencioso andar. Aun así, se sentía demasiado agitado y sudoroso para la callada concentración de la sala. Dio media vuelta: la capucha.
Caminó más deprisa bajo una gran pintura del cielo que era en realidad un trampantojo. Divisó una abertura en la pared del fondo y se metió por ella, pero descubrió que no se trataba de una salida, sino de un pequeño cuarto de fotocopias. Salió a toda prisa, pero el hombre de la capucha se hallaba ya a escasos metros.
Will vio unas puertas dobles y corrió hacia ellas. Una vez cruzadas, se vio en medio de una gran cantidad de gente que disfrutaba de su descanso para almorzar. Se abrió paso entre ellos para llegar a la escalera del otro lado y bajó los peldaños de dos en dos ayudándose de la barandilla. Una mujer que iba cargada con una pantalla de ordenador se cruzó en su camino, y Will se apartó a la derecha. Ella también. Will se desplazó al otro lado, y la mujer lo imitó. Al final, se hizo a un lado para dejarla pasar, pero oyó que ella dejaba escapar un gemido que fue seguido del estruendo del cristal al romperse. Había dejado caer el monitor.
En ese momento, Will se encontraba en el vestíbulo principal, mirando un amplio guardarropa. Allí era donde los lectores habituales empezaban su jornada. Había taquillas para dejar las bolsas y una larga hilera de colgadores para los abrigos que serpenteaba por la sala igual que en una lavandería. El hombre de la capucha caminaba hacia él, tranquilamente.
Will tuvo que ser rápido. Mientras el recepcionista miraba hacia otro lado, saltó por encima del mostrador y se lanzó entre los abrigos. Apretado entre un anorak y una mugrienta chaqueta afgana, se aplastó contra la pared. Notaba que su perseguidor se había detenido; suponía que estaría cerca del guardarropa, asomándose por encima del mostrador. Intentó contener el aliento.
De repente, notó movimiento. El recepcionista estaba desplazando los abrigos, apartándolos en grandes grupos en busca de un número. Will se encogió tanto como pudo, pero el hombre se acercaba, se acercaba cada vez más, hasta que se detuvo a menos de treinta centímetros. Will vio que cogía una chaqueta y regresaba al mostrador.
Estaba seguro de que su perseguidor había pasado de largo, y se permitió una exhalación. Con suerte no lo habría visto. Esperaría cinco minutos más; luego, saldría, iría a buscar a TC y se largarían de allí a toda prisa.
Pero una mano lo aferró. Un destello gris. Apareció antes de que Will distinguiera siquiera una cara, igual que el brazo mecánico de una sonda espacial, y lo agarró por el cuello de la camisa para arrastrarlo y sacarlo a la luz. Incluso en la oscuridad, Will vio la manga gris del chándal. Dos veces forcejeó y dos veces consiguió liberarse, hasta que al fin la mano regresó y se estrelló en su mentón. Encajado entre los abrigos, Will no disponía del espacio suficiente para echar el brazo hacia atrás y golpear al hombre que lo sujetaba.
El forcejeo no duró, y Will acabó siendo arrastrado fuera. Quedó cara a cara frente al hombre de la capucha y, para su gran sorpresa, lo reconoció en el acto.