Viernes, 21, 22 h, Crown Heights, Brooklyn
Apenas tuvo tiempo para estar confundido. Después de que el Rebbe hubiera hablado, no pasó más de un segundo antes de que notara que lo obligaban a doblarse por la cintura. Le sujetaron por los brazos a modo de palancas y lo forzaron a inclinar los hombros y la cabeza.
Su nariz fue lo primero que notó el agua; luego, el cuero cabelludo se encogió por el frío. Su garganta se contrajo y gorgoteó. Se asfixió y jadeó a la vez.
Le habían sumergido la cabeza y el cuello en agua helada sin quitarle antes la capucha. Notó que el pecho se le encogía por el choque y que su corazón empezaba a latir con fuerza. Lo habían empujado con fuerza y sin avisar en el gélido líquido. Lo mantuvieron allí durante cinco segundos, sujetándolo fuertemente por los hombros para que no pudiera moverse. Fue tiempo suficiente para que el agua se le metiera por las fosas nasales y subiera hasta su cerebro. Al menos, esa fue la sensación que tuvo, la de asfixiarse.
Cuando lo sacaron, respiró a grandes bocanadas, entre toses. Un doble reflejo, como el de vomitar. Pero entonces volvieron a sujetarle los brazos y lo sumergieron otra vez.
En esa ocasión lo peor fue la temperatura. Tuvo la sensación de que sus ojos daban vueltas en las órbitas por el frío. Estaba seguro de que podía oír cómo todo su sistema, sus venas, arterias y conductos vasculares aullaban por el trauma que suponía aquel radical cambio de temperatura.
¿Qué era aquello? Una charca, una nevera, la orilla del río, un lavabo? La capucha estaba empapada, pero no se soltaba. Parecía que se le había pegado a la cara y que le había sellado los ojos con hielo.
– Bueno, Tom -dijo la voz en un tono que sonó distorsionado en los oídos de Will, llenos de agua helada-. ¿Va a decidirse a hablarnos con sinceridad?
Por toda respuesta, Will escupió una bocanada de agua, vaciándose para la siguiente e inevitable inmersión.
– Me parece que este es su segundo paso por el mikve en el día de hoy. Se está convirtiendo en un frummie, ¿verdad, Tom? Y estoy seguro de que Shimon Shmuel le explicó el propósito y el significado del mikve. Es un lugar de purificación y santificación. Entramos llevando encima los pecados de nuestra vida cotidiana y salimos tahoor, puros, y en ese estado estamos fuera del alcance de cualquier pecado, de los engaños y las mentiras. ¿Me sigue, Tom?
Will temblaba. Tenía la camisa empapada y notaba cómo las gotas de líquido helado bajaban por su espalda y su cuello. Sus dientes estaban a punto de castañetear.
– Lo que quiero decir es que ahora insisto en que me diga la verdad. Y si dos o tres inmersiones en este mikve exterior lleno de la más pura agua de lluvia no pueden sacarle la verdad, quizá lo hagan cinco, seis o siete. Somos gente paciente. Seguiremos metiéndole la cabeza en el agua hasta que se decida a hablar sin dobleces. ¿Lo ha entendido?
El Rebbe debió de hacer un gesto, porque Will fue sumergido de nuevo. El frío empezó a hacer efecto en él, se le metió bajo la piel y hasta los huesos, que también parecieron contraerse, como si pretendieran escapar del frío haciéndose pequeños.
– ¿Para quién trabaja, Tom? ¿Quién le ha enviado?
– Soy periodista -fue todo lo que Will consiguió articular con una voz que a duras penas reconoció por lo quejumbrosa a causa del frío.
– Eso ya lo ha dicho, pero ¿quién quería que viniera? ¿Por qué está usted aquí?
– Ya se lo he dicho.
Nuevamente lo sumergieron, pero esa vez hasta la cintura. Will notó que el agua se le metía por debajo del cinturón y le empapaba la entrepierna.
No sabía qué decir. Deseaba desesperadamente poner punto final a todo aquello, pero ¿qué podía hacer? Si decía la verdad, se pondría en peligro y también a Beth. Los secuestradores habían sido tajantes: nada de policía, lo cual incluía sin duda las misiones de rescate como la suya. Se trataba de gente violenta, que iba en serio, y él estaría reconociendo que había desafiado sus instrucciones. Y de paso también estaría confesando que había mentido. En cuanto a Beth, la habían secuestrado con algún propósito, aunque él no llegaba a imaginar cuál. Su presencia allí no formaba parte de los planes de los delincuentes. Suponiendo que no le hubieran hecho ningún daño todavía, su aparición sin duda lo provocaría.
No obstante, lo que no tenía sentido era seguir insistiendo en que era Tom Mitchell. No podía darles más información sobre Tom Mitchell porque no era más que una ficción. En ese sentido, el olfato del Rebbe acertaba. Aunque Will tuviera la capacidad de resistir la tortura, al final cedería porque la historia no se sostendría. Aquellos eran sus pensamientos cuando volvió a notar que lo empujaban y que lo sumergían en el frío.
– Ya basta -dijo. No podía más.
– Quizá deba ilustrarle un poco acerca del judaísmo -dijo la voz cuando por fin lo dejaron respirar.
A causa de la explosión que se desató en sus pulmones lijando aspiró aire, Will apenas pudo entender lo que el Rebbe le decía.
– El judaísmo juzga el asesinato como el peor pecado. «No matarás» es el sexto mandamiento, y significa que el asesinato no está nunca permitido. -Se produjo una larga pausa, como si el Rebbe esperara alguna reacción de Will, pero este no dijo nada porque seguía absorbiendo aire con grandes y ruidosas bocanadas-. Desconozco si está usted familiarizado con una de nuestras más famosas enseñanzas que dice: «Salvar una única vida es salvar el mundo». En serio, el mundo entero. Tal es el valor de la vida para HaShem. En cada persona se halla el mundo entero porque todos hemos sido creados a imagen de Dios. Ese es el significado que hay tras la frase «santidad de la vida», señor Mitchell. En la actualidad se ha convertido en un tópico, y la gente la utiliza sin pensar, pero ¿qué significan de verdad esas palabras? -La voz tenía un toque musical que Will ya había oído en la sinagoga, aquel tono rítmico y cantarín que habían usado en las preguntas y respuestas-. Pues significa que la vida es sagrada porque forma parte de lo divino. Matar a un ser humano equivale a matar un aspecto del Todopoderoso. Por eso tenemos prohibido matar, salvo en excepcionales circunstancias.
Will notó que el frío se introducía en lo más profundo de su cuerpo.
– La defensa propia es un ejemplo obvio, pero no es el único. En el judaísmo tenemos un concepto precioso que se llama pikuach nefesh. Hace referencia a la salvación del alma. Y no hay deber más sagrado que la salvación del alma. Se permite casi cualquier cosa si de lo que se trata es de salvar un alma. A los rabinos se les pregunta a menudo si un judío puede comer cerdo. La respuesta es: ¡pues claro que sí! Si se halla en pleno desierto y su único modo de sobrevivir es matando un cerdo y comiéndoselo, entonces no solo lo tiene permitido, sino que ¡debe hacerlo! Es un deber, un mandato religioso Debe salvar su vida. Es el pikuach nefesh.
»Pensemos en un caso un poco más complicado. -El hombre hablaba como si estuviera dando una lección magistral en el Balliol College y Will fuera su único pupilo. El hecho de que este se hallara de rodillas, maniatado y con el cuerpo empapado y casi congelado no alteraba su tono en absoluto-. ¿Se nos permite matar si eso puede salvar una vida? Las reglas del pikuach nefesh prohíben el asesinato, la idolatría y la inmoralidad sexual aunque sea para salvar una vida. Si alguien le dice que cometa un asesinato para que salve su propio pellejo, usted no puede hacerlo; pero pongamos por caso que un conocido asesino anda suelto y tiene la intención de asesinar a una familia de inocentes. Sabemos que si lo matamos, sus vidas se salvarán. ¿Es lícito matar en dicha situación? Sí, porque un hombre así es lo que llamamos un rodef. Si no hay otro modo de detenerlo, se le puede dar muerte con impunidad.
»Pero compliquemos un poco el dilema. Supongamos que el hombre del que hablamos no es necesariamente un asesino aunque, si sigue con vida, de un modo u otro morirá gente inocente. ¿Qué debemos hacer entonces? ¿Podemos herir a un hombre así? ¿Podemos matarlo?
»Es la clase de pregunta que nuestros sabios discuten interminablemente. A veces, nuestros debates talmúdicos pueden parecer obsesionados con un detalle, incluso con trivialidades; sin embargo, lo más profundo de nuestros estudios se reserva para lo que usted definiría como "dilemas éticos". Yo he meditado sobre ellos en profundidad y he llegado a una conclusión que, para ser justos, creo que debo compartir con usted. Yo creo que está permitido infligir dolor e incluso matar a un hombre cuyos sufrimientos o muerte, aun no siendo un asesino, pueden ayudar a salvar vidas. Creo que no hay otro camino de interpretar nuestras fuentes. Eso es lo que nos dicen.
»Para ir al grano, señor Mitchell: si llego a la conclusión de que usted es, en efecto, un rodef y que poner fin a su vida puede salvar la de otros, no dudaré en acabar con usted. Puede que necesite un momento para meditar lo que acabo de decirle.
La presión llegó medio segundo después, como si nuevamente el Rebbe hubiera hecho una silenciosa señal. El frío volvió a golpearlo, y Will contó los segundos para pasar el trago. Hasta ese momento lo habían dejado salir tras diez o quince segundos. Contó dieciséis, diecisiete, dieciocho…
Flexionó los hombros para indicar a sus captores que ya era hora de que lo dejaran respirar, pero ellos lo retuvieron con más fuerza aún. Will empezó a forcejear. Veinte, veintiuno, veintidós…
¿Era ese el significado del pequeño discurso del Rebbe, algo nada abstracto ni complicado a pesar de lo florido de la exposición, algo tan simple como que lo iban a matar?
Treinta, treinta y uno, treinta y dos… Las piernas de Will empezaron a cocear, como si pertenecieran a otra persona. Todo su cuerpo era presa del pánico y del instinto de supervivencia. ¿Acaso las películas no mostraban que cuando se mataba a la víctima con una almohada o enrollándole una media alrededor del cuello sus piernas se agitaban en una danza involuntaria?
Cuarenta, cuarenta y uno… ¿O era cincuenta? Había perdido la cuenta. Su cabeza pareció llenarse de un color grisáceo, como lo que se aprecia bajo los párpados justo antes de dormir. Quería llorar por la esposa que iba a dejar atrás, y se preguntó si era posible llorar bajo el agua. Empezó a perder el sentido…
Al final lo dejaron salir, pero Will no se incorporó en un despliegue de jadeante energía como antes. Los hombres que lo sujetaban tuvieron que sacarlo a rastras del agua y dejar que se derrumbara en el suelo. Se quedó allí, con el pecho jadeando como si no formara parte del resto de su cuerpo; oyó una respiración distante, pero no estuvo seguro de que fuera la suya.
Poco a poco, notó que sus oídos se destapaban, y sus extremidades recobraron su anterior fuerza, pero permaneció tendido en tierra, incapaz de obligar a su cuerpo a ponerse en pie. Si sus captores querían que se sentara tendrían que ponerlo en una silla.
Mientras yacía allí, notó un cambio, la presencia de otra, persona en el grupo. Había más actividad, un intercambio de comentarios y susurros. El nuevo miembro del grupo parecía respirar pesadamente, como si hubiera estado corriendo. Oyó la voz del Rebbe, que sonaba distraída, como si estuviera mirando algo.
– Señor Mitchell, Moshe Menachem, que estaba con nosotros hace unos momentos, acaba de llegar de cumplir un encargo.
«El pelirrojo», se dijo Will.
– Viene de casa de Shimon Shmuel con una cartera. Su cartera, señor Mitchell.
Si habían metido mano a sus cosas, todo habría terminado. Su cartera podía delatarlo. ¿Qué contenía? No tenía tarjetas del trabajo, estaba demasiado abajo en la escala jerárquica de The New York Times para que se las hubiera hecho. Tampoco tarjetas de crédito. Las guardaba en un compartimiento de su bolsa, separado y cerrado con cremallera. Las dejaba allí porque pensaba que incluso si Sara no podía resistir hurgar en sus cosas, vacilaría antes de hacer un registro a fondo. ¿Qué más había? Toneladas de recibos de taxi, sin duda, pero ¿algo con su nombre? Había guardado las facturas de los hoteles y los recibos de las tarjetas de crédito del noroeste en un sobre aparte, para presentarlos más adelante al diario como gastos de viaje. Así pues, cabía la posibilidad de que saliera de aquel apuro.
– Quitadle la capucha y desatadle las manos -ordenó el Rebbe-. Llevadlo de vuelta al Bet HaMidrash.
Will se dio cuenta de que la confusión afectaba incluso a sus glándulas suprarrenales. ¿Era un truco para que produjeran más adrenalina y se preparara para el calvario que le esperaba o una señal de que el peligro había pasado? Notó unas manos detrás de la cabeza y un repentino aumento de la claridad cuando le retiraron la capucha empapada. Instintivamente sacudió la cabeza para quitarse las gotas de los ojos antes de abrirlos. Se hallaba en el exterior, en una pequeña zona rodeada por una valla de madera, la clase de espacio que se utiliza en los grandes edificios para almacenar la basura. Se veían varias tuberías y, en el suelo, el brillo del agua; pero apenas tuvo tiempo de mirar porque sus captores le dieron la vuelta. De todos modos, dedujo que en aquel lugar debía de estar el gran depósito que se utilizaba para recoger el agua de lluvia.
Luego lo llevaron por una puerta de nuevo al interior, aunque algo le dijo a Will que aquel no era el sitio por donde habían salido porque parecía más silencioso, más apartado de la multitud. Supuso que sería otro edificio, quizá el contiguo a la sinagoga.
Por dentro no era distinto: el mismo suelo funcional y las mismas aulas y despachos. Guiándolo por los brazos, el pelirrojo Moshe Menachem y el israelí lo metieron en uno de ellos y cerraron la puerta.
– Dejad que se siente y dadle una toalla. Buscadle también una camisa.
La voz del Rebbe seguía sonando a espaldas de Will. Le habían quitado la capucha, pero estaba claro que no se le permitiría ver ciertas cosas.
– Bueno, deberíamos empezar de nuevo.
Will se preparó para lo peor.
– Tenemos que hablar, señor Monroe.